El catedrático ultraobjetivista que se contradecía a si mismo
Para rematar la polémica sobre la objetividad informativa, me propongo documentar y examinar con cierto detalle las aportaciones que sobre la cuestión ha hecho de forma continuada durante 25 años (1972-1997) el profesor J. L. Martínez Albertos. No es un asunto de ninguna devoción particular, pero me parece que las observaciones y las aportaciones del catedrático sobre el “maltrecho concepto de objetividad” (MA, 1997: 172) son altamente representativas de las contradicciones y de la inconsecuencias acumuladas sin rubor alguno bajo la estrategia de la fiabilidad o credibilidad informativas puesta en marcha por la retórica de la objetividad: una retórica que, repito, alcanza su expresión máxima con el principio de separación entre información y opinión que consagra la tan mal explicada y mal entendida teoría de los géneros periodísticos. La doctrina ultraobjetivista apenas disimulada de Martínez Albertos no deja de ser curiosa porque en su primer libro sobre periodismo, La información en una sociedad industrial, publicado cuando coordinaba el departamento de Periodismo de la Facultad de Ciencias de la Información de la UAB [en este aspecto todo sigue más o menos igual con los nuevos cachorros del objetivismo], el catedrático ya se hacía eco de la intuición relativista que Fattorello defendía desde hacía años sin mucho éxito:
“Naturalmente, es poco apropiado insistir sobre el derecho del ciudadano a ser informado con exactitud y objetividad. Éste es un tópico, repetido por todo el mundo. Pero es fruto del desconocimiento del problema. La información nunca es exacta y objetiva como se decía antes: es subjetiva. Vive únicamente por esta condición. Si fuera objetiva, ya no sería información, sino otra cosa que no tendría al hombre como engendrador y como receptor” (Fattorello, 1961).[1]
Se hacía eco, eso parece, pero le daba un crédito escaso y apenas le hacía caso, porqué, decía Martínez Albertos, “resulta exagerado este subjetivismo extremoso [sic: ¡ja, ja, ja!] del Prof. Fattorello”, que se ha de interpretar sobre todo como una reacción “frente a los que ingenuamente siguen defendiendo todavía la posibilidad de una prensa objetiva y aséptica, rigurosamente imparcial ante todos los acontecimientos” (MA, 1972: 40). Lejos de la sensata insubordinación de Fattorello, Martínez Albertos mantiene una posición inconstante, pendular, y si en una página da un paso adelante y admite que “sin manipulación no hay noticias, sino simplemente hechos” y que en consecuencia “siempre es necesaria cierta interpretación de la realidad para que exista noticia”, en la página siguiente da un paso atrás y muy en su papel de pastor de la fe objetivista, avisa: “Pero a partir de esta necesaria manipulación básica, es preciso afirmar que el trabajo del periodista debe llevarse a cabo con un sentido reverencial de la objetividad informativa” (Martínez Albertos, 1983: 40-41). Y esto lo escribe alguien que, en ese mismo capítulo, reconoce que “el mismo famoso imperativo que asegura que ‘el hecho es sagrado, el comentario es libre’ puede hacer pasar de la simplificación al simplismo, ya que los hechos no existen jamás en un estado químicamente puro” (Martínez Albertos, 1983: 57). Hablaba por hablar, claro, porque jamás hizo caso a su propia advertencia.
En fin, que el esquema de contradicción relativa se reproduce un montón de veces en la obra de Martínez Albertos, y si en una página afirma que “en todo género informativo periodístico existe, en mayor o menor grado, una dosis de actuación subjetiva de los sujetos promotores, puesto que sin esa necesaria manipulación lingüística es de todo punto imposible que haya noticia” (Martínez Albertos, 1983: 55), y en otra confirma que “de hecho, toda información de actualidad postula una dosis mayor o menor de interpretación, ya que los hechos no tienen sentido sino a través del espíritu del que los observa y los relata” (Martínez Albertos, 1983: 57), cuatro páginas después parece desdecirse de lo dicho y apunta que “en el caso de la comunicación de hechos lo que debe ser valorado en primer lugar es la objetividad del informador, o sea la actitud receptiva de éste para dejarse informar por el objeto de su conocimiento y en informar su mensaje con arreglo a aquel conocimiento” (Martínez Albertos, 1983: 63). Vista así casi como un arrebato místico, la información parece una cuestión de infusión (información infusa) y la objetividad parece un caso de revelación esotérica.
A veces da la impresión de que Martínez Albertos no termina de creerse la objetividad que él mismo predica con tanto aparato léxico, que no se encuentra cómodo cuando habla de ella, no se si por el nombre, por el concepto o por las dos cosas. De hecho, en su primer libro ya manifestaba cierta insatisfacción y avanzaba unas salidas memorables:
“[…] quizás pudiera utilizarse otro vocablo, menos dificultoso que el de objetividad, para reflejar esta preocupación psicológica que debiera presidir la labor informativa del periodista: honestidad. Es decir, sinceridad consigo mismo, conocimiento de las propias limitaciones, para poder ser cada día y en una especie de ascesis perfeccionadora, más leal, sincero y honrado con los hombres a los que se informa” (Martínez Albertos, 1972: 39).
Dramatismo y pirotecnia aparte, parece claro que el concepto de objetividad remite por activa y por pasiva a asuntos de intención, de actitud y de voluntad, especies puramente subjetivas. Al proponer no tanto una sustitución de términos sino más bien una equivalencia o correferencia indefinida entre objetividad y honestidad, más que resolver el problema, Martínez Albertos lo complica, porque de modo mágico, paradójico, argumenta que la objetividad es finalmente una cualidad estrictamente subjetiva, intencional, intencionada, que difícilmente podrá casar con la no-intencionalidad que él mismo proclamará años después como nueva bandera de la objetividad informativa (Martínez Albertos, 1983: 54; 1989: 65). Y si la honestidad a secas ya resulta instrumentalmente ineficaz, porque no hay manera de verificarla, resulta inaccesible, enseguida rizará el rizo y le añadirá un adjetivo tan pretencioso como estéril: intelectual, honestidad intelectual. Y como que además el catedrático tampoco renuncia a hablar de objetividad, la honestidad sólo multiplica el desconcierto.
En este sentido, por ejemplo, el jefe de la objetividad y compañía considera que “es preciso que el periodista, en cuanto operador semántico [¿Opequé? ¡Glups!], sienta la necesidad moral de realizar el trabajo de acuerdo con unos requisitos de honestidad intelectual […] que se concreta en una especie de culto interior por conseguir la objetividad informativa, entendida ésta como un valor límite” (Martínez Albertos, 1983: 41). Pero, a ver, ¿en qué consiste, en qué lugar del cielo queda, esta estrella moral? Ya me perdonarán, pero no lo veo nada claro, y eso que el profesor no se cansa de dictar año tras año la misma lección: “la objetividad es un problema de honestidad intelectual, de sinceridad del informador consigo mismo que se refleja en una preocupación constante por alcanzar esa meta —la objetividad periodística— entendida como un valor límite, es decir, un punto al que nos acercamos cada vez más, pero sabiendo que es imposible llegar a él” (Martínez Albertos, 1983: 63). Vaya un arduo camino de perfección.
A través de sus libros, Martínez Albertos recupera una y otra vez el misterioso problema de la objetividad, pero nunca se llega a saber exactamente qué significado atribuye a la expresión, que a menudo invoca como un vago ideal de perfección informativa, inaccesible como un dios fatuo, para consumo meramente retórico. Como muestra de esta indefinida objetividad, reproduzco los dos puntos que resumen el apartado que dedicaba “al tema de la objetividad en periodismo” en su pesado manual de redacción:
“1. Que la objetividad de la noticia deber ser interpretada como una exigencia moral de honestidad intelectual en el informador, como un valor límite en la tarea profesional de los periodistas.
“2. Que, por otra parte, el concepto de objetividad es absolutamente imprescindible para la definición y entendimiento tanto de lo que es noticia como, por derivación lógica, de lo que es la información de actualidad o Periodismo. De otra manera: si en una actuación profesional concreta no se descubre la existencia de ese valor límite llamado objetividad, ni el mensaje producido es realmente noticia ni esa actividad informativa debe ser considerada Periodismo” (Martínez Albertos, 1983: 64).
Después de leer esto, las preguntas son obligadas: pero, ¿en qué consiste la objetividad? ¿Cuáles son sus señas de identidad? ¿Cómo podemos verificar la objetividad de la labor informativa de la periodista y de la información resultante? ¿Qué señales permiten acreditar esa misteriosa e inalcanzable objetividad en una información de actualidad? ¿Cómo descubrir en una información la presencia o la ausencia de la esquiva objetividad? Apenas explica nada sobre todo esto, vaguedades, y lo poco que dice parece superfluo, inútil, decepcionante después de tanta mística, porque restringe la objetividad informativa a la objetividad de los datos:
“Cuando el profesional del periodismo trabaja con relatos, hay que hablar entonces de honestidad en la transcripción del dato. Esta cualidad es la que ciertos teóricos norteamericanos llaman no-intencionalidad, que vendría a ser algo así como la versión moderna de la manoseada objetividad” (Martínez Albertos, 1983: 54).
Si alguien esperaba encontrar una aproximación a la objetividad útil, clara, bien descrita, reconocible, la cita anterior le resultará casi una broma. Sin embargo, y a pesar del contenido en apariencia insignificante, el fragmento guarda apenas concebida la semilla de la estrategia de la credibilidad informativa, que consiste sobre todo en disimular la naturaleza intencional, subjetiva, de la información. Así lo reconoce él mismo cuando, años más tarde, escribe, o confiesa:
“La no-intencionalidad en periodismo, independientemente de todas las discusiones bizantinas tan frecuentes en debates radiofónicos y televisivos y también en ateneos populares [?], está dirigida a la construcción del relato informativo sobre la base de la máxima despersonalización y la mayor objetividad” (Martínez Albertos, 1989: 65).
Extraña y absurda ocurrencia, ésta de la no-intencionalidad, que en todo caso sólo podría ser fruto de la intención, una no-intencionalidad intencionada, o sea, un disparate. No obstante, Martínez Albertos, ajeno al desaliento, insistirá en el disparate de la no-intencionalidad del periodista como garantía de la calidad informativa, y propondrá esa expresión en sustitución de la objetividad porque, según informa, “los teóricos y profesionales del periodismo nos hemos puesto de acuerdo en que la clásica teoría de la objetividad periodística no sirve hoy para nada: ni para trabajar, ni para enseñar, ni para investigar”. Claro que apenas un segundo después de renegar la fe en la objetividad, violenta la razón hasta el extremo de proclamar que “el significado del término objetividad es absolutamente imprescindible para describir en qué consiste el Periodismo” (¡Toma ya! Martínez Albertos, 1997: 172). Y una vez que ha repudiado el término objetividad aunque no su significado, Martínez Albertos afirma “de forma solemne que la garantía de calidad de la noticia se encuentra en el mayor o menor nivel de no-intencionalidad que es posible detectar en ella” (Martínez Albertos, 1997: 179). Y a pesar de reconocer abiertamente que “la discusión sobre los niveles de no-intencionalidad puede llevarnos a terrenos pantanosos de donde no sacaremos nada en claro [entonces, ¿no sería preferible dejarlo correr?]”, se hace el sordo y propone dos parámetros básicos de análisis de la no-intencionalidad de las noticias:
“A) los hechos y los datos que se comunican han de ser periodísticamente verdaderos; es decir, deben ser hechos y datos comprobables más o menos rutinariamente por los propios periodistas o mediante fuentes fiables y contrastadas.
“B) la codificación lingüística de estos mensajes se debe hacer con unas pautas y cánones establecidos por la convenciones profesionales, pautas que son objeto de estudio teórico y práctico en los manuales de enseñanza del periodismo desde hace tres cuartos de siglo y que también suelen estar recogidas en la mayor parte de los libros de estilo de los diferentes medios de comunicación periodística” (Martínez Albertos, 1997: 180).
El primero de los dos criterios recuerda, de hecho, la nebulosa latente de la objetividad, aunque en este caso el autor dice que remite al concepto de facticidad —“el contenido de la noticia esta constituido por hechos y datos”— y a la ya vieja accuracy de los americanos, término que él refiere con el neologismo acuración —feo, feo— que “tiene su traducción más adecuada en la expresión rigor informativo o precisión en los datos” (Martínez Albertos, 1997: 144), y cuyo significado es, en último extremo, “el conjunto de cautelas y garantías que deben ser tenidas en cuenta para que los hechos comunicados sean tenidos como verdaderos” o, dicho sin pudor ninguno, “los hechos deben ser relatados de tal forma que parezcan verdad” (Martínez Albertos, 1997: 178). O sea, una estrategia de la credibilidad informativa reducida a la mera apariencia de objetividad que proviene de los datos digamos objetivos, ciertos, y de la disimulación de cualquier rastro del sujeto en la información. Y para no dejar la obra a medias, añade que “el segundo parámetro nos traslada al campo de lo que se entiende por Teoría y Práctica de los géneros periodísticos” (Martínez Albertos, 1997: 181), una idea que expuesta con más detalle asegura que “la indispensable distinción entre hechos y opiniones en los textos periodísticos tiene una traducción directa e inequívoca al campo de los comportamientos lingüísticos de los profesionales de la información. El respeto a los cánones lingüísticos del periodismo, tradicionalmente convenidos [los géneros periodísticos, claro] son una garantía para la protección del derecho colectivo a la información” (Martínez Albertos, 1989: 66). Manda huevos Trillo, más sencillo que ocupar Perejil.
De hecho, Martínez Albertos ya había retratado, con bastante precisión y aún más candidez, la estrategia de la credibilidad informativa en aquel su primer libro sobre periodismo:
“En efecto, lo que acredita hoy mundialmente a un medio informativo como algo serio no es precisamente el mayor número de noticias y comentarios que ofrezca en sus secciones, sino la perseverancia en el juego limpio ante los lectores, el respeto continuado y fiel a estas normas y prácticas de trabajo. Normas que vienen resumidas en una regla sencilla: es preciso delimitar claramente los hechos de los comentarios, la información objetiva de la interpretación libre. Incluso es aconsejable que esta delimitación se haga de forma que resulte fácilmente identificable para el receptor, de tal forma que las secciones informativas no se confundan y mezclen con las secciones de comentarios en una peligrosa vecindad en el tiempo o en el espacio que pueda inducir a error. Evidentemente, el receptor de un mensaje divulgado por un medio masivo tiene derecho a saber dónde terminan los datos objetivos y dónde empiezan los comentarios.
“[…] Enfocadas así las cosas, se comprende que estará a salvo el Derecho de Información en un país —o dicho de otra forma, existirá una correcta información de actualidad— siempre que los medios informativos se esfuercen en distinguir perfectamente en su contenido qué cosas son noticias y qué cosas son comentarios [Sin comentarios]” (Martínez Albertos, 1972: 44-45).
Lástima que a nuestro catedrático de la objetividad le haya pasado por alto durante estos intensos XXV años de intensa reflexión, el testimonio clarividente, revelador, que él mismo daba en primera persona sólo media página después de la cita anterior. Un testimonio que, en contra de las advertencias tan solemnemente proferidas antes, delata la insensatez de la objetividad y la peligrosa credibilidad informativa que amamanta, y en consecuencia señala abiertamente —y en contra de él mismo— que el territorio más engañoso y traidor del periodismo es la información:
“La experiencia cotidiana demuestra que los ataques contra el Derecho a la Información de los ciudadanos son producidos más por el silencio y el recorte deformador de los hechos objetivos [(des)información] que por un sistema de comentarios interpretativos y orientadores de tales hechos [opinión]. En realidad la táctica deformadora es doble: por un lado se silencian los hechos ideológicamente peligrosos y se magnifican los favorables, mientras por otro lado y simultáneamente los pensadores al servicio de la idea elaboran sus glosas sobre este sistema de hechos previamente deformados, maleables y cómodos para el manejo ante las masas de receptores del mensaje” (Martínez Albertos, 1972: 45).
La trayectoria teórica de Martínez Albertos ilustra, a mi entender de manera ejemplar, los lugares comunes, los equívocos, las paradojas y las inconsecuencias que han difundido con mucho entusiasmo y escasas luces esos maestros de la ignorancia que vocean supuestas teorías del periodismo y que ahora detallo:
1.— Que la objetividad define y garantiza la ética de la información.
2.— Que la objetividad reclama, como condición capital y casi suficiente, la separación entre información y opinión.
3.— Que la clasificación de los géneros consagra el principio de separación (retórica del objetivismo) y lo articula sobre un eje que opone objetividad a subjetividad (estrategia de la fiabilidad o credibilidad informativa).
4.— Que hay, pues, una información pura, objetiva, fiable.
5.— Que objetividad significa, sobre todo, ausencia de subjetividad. O sea, sacralización de la objetividad y criminalización de la subjetividad.
6.— Que sin embargo se admite que la información es un proceso de naturaleza valorativa e interpretativa.
7.— Que una vez detectada la incongruencia literal, se propone sustituir la objetividad per una serie de sucedáneos —honestidad, veracidad, imparcialidad, neutralidad, etcétera— que, o bien son conceptos igualmente ilusorios, o bien son evidentes e insuficientes, y en cualquier caso delatan la condición equivocada o falaz de la objetividad y la arrastran hacia la paradoja: sólo se puede ser subjetivamente objetivo, o dicho de otro modo, que la ética profesional es un asunto de actitud, de intención, de voluntad, de compromiso, de conciencia… Y de competencia, claro está: de competencia contextual y textual, profesional, en definitiva.
8.— Que en contra del mito de la objetividad, cualquier texto es intencional, subjetivo, pero esta condición inevitable no niega ni deja de negar ni su ética ni su legitimidad, son dos cosas distintas, porque más allá del estilo y más acá del género, siempre está la voluntad, la intención y la (ir)responsabilidad de la periodista.
9.— Que se puede ser tan tendencioso, sectario, perverso o deshonesto con la redacción impersonal, descriptiva, objetivada, de un texto informativo como con el artículo de opinión más tramposo, con la notable diferencia de que en el caso de la opinión todo el mundo da por descontadas la subjetividad, la intencionalidad y la parcialidad, mientras que en el caso de la información toda esta patología se soslaya. O bien se disimula. O directamente se oculta.
10.— Que cualquier información siempre presupone y arrastra valoraciones e interpretaciones y opiniones implícitas, que gobiernan de cabo a rabo el proceso de producción periodística —pretextual, textual y supratextual— y del mismo modo determinan el proceso de interpretación del lector.
11.— Que, finalmente, y consecuencia de la ubicuidad de la interpretación y la valoración implícitas, la información de actualidad es el territorio más inquietante y perturbador del periodismo, porque es el que puede ser más tramposo y traidor, por acción o por omisión, por lo que dice y cómo lo dice, por lo que calla y por lo que da a entender sin decirlo abiertamente, impunemente.
[1] Citado por Martínez Albertos (1972: 40).