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El positivismo lógico, que había resucitado durante los años 30, difundió una teoría del significado reducida a una semántica veritativa de los enunciados, es decir, que si un enunciado no podía verificarse, si no se podía probar su verdad o falsedad, entonces no tenía sentido. Los positivistas, pues, sólo consideraban lso enunciados que describen estados de cosas o hechos, los únicos que según ellos se podía evaluar en términos de verdad o falsedad, y esto comportaba catalogar la mayoría de discursos éticos y estéticos y buena parte de los enunciados del lenguaje ordinario como expresiones sin sentido, lo que no deja de ser un disparate, sólo por el simple hecho de que en estos casos el valor de verdad o de falsedad tiene poco sentido o ninguno. Como explica Serrano, “el neopositivismo, con su manía verificacionista, cae de lleno en una falacia descriptivista, es decir, en el error de valorar uno de los aspectos —de las funciones, deberíamos decir— del lenguaje, el relacionado con la representación y con la asignación de valor de verdad” (Serrano, 1993: 215).

En contra de la llamada falacia descriptivista, aparte de los enunciados que describen un estado de cosas o que informan de un hecho, y que se supone que pueden ser verificados en función de si se corresponden correctamente con la realidad descrita o referida, Austin observa que determinados enunciados declarativos del lenguaje corriente no se utilizan con el propósito de hacer descripciones verdaderas o falsas, sino que además de decir cosas, tales enunciados sobre todo sirven para hacer cosa, o sea que en estos casos decir es también o sobre todo una manera de hacer. Cuando alguien dice “sí, lo prometo” en la ceremonia de aceptación de un cargo o cuando alguien dice “me juego cien libras que mañana lloverá”, en cada caso, razona Austin, “expresar la oración (por supuesto que en las circunstancias apropiadas) no es describir ni hacer aquello que se diría que hago al expresarme así, o enunciar que lo estoy haciendo: es hacerlo” (Austin, 1962a: 46), es decir, que cuando alguien pronuncia tales palabras no describe ni constata una promesa o una apuesta, sino que hace una promesa o una apuesta. Es en este sentido que decir es una manera de hacer, una idea que páginas después Austin precisará con su teoría de los actos lingüísticos.

De acuerdo con estas observaciones, Austin propone distinguir de modo eventual entre enunciados constatativos (constative utterances), que pueden ser verificados y en consecuencia clasificados como verdaderos o falsos, y enunciados performativos (performative utterances)[1], que no describen ni constatan hechos, por lo que no tiene sentido discutir si son verdaderos o falsos, pero que cuando son pronunciados realizan o ejecutan una acción que no se debe confundir con la acción de ser pronunciados. Así pues, en contra de la falacia descriptivista, según la cual el lenguaje tiene una función exclusivamente descriptiva, y a diferencia de las correspondientes expresiones constatativas, que se pueden evaluar en términos de verdad o falsedad, Austin oberva que “la emisión de expresiones rituales obvias [Juro, prometo, ordeno…], en las circunstancias apropiadas, no es describir la acción que estamos haciendo, sino hacerla. […] Tales expresiones no pueden, estrictamente, ser mentiras, aunque pueden ‘implicar’ mentiras” (Austin 1961: 107-108).

Advertimos, sin embargo, que How to do things with words, recopilación póstuma de un ciclo de doce conferencias que Austin impartió en Harvard en 1955 (Williams James Lectures) no tiene una estructura expositiva sino un recorrido argumental, de modo que cada conferencia representa un paso adelante en el camino del razonamiento, o un paso atrás, que a veces también es una forma sorprendente de avanzar. Por esto, las conclusiones de cada apartado hay que tomarlas siempre con reservas, como provisionales, sobre todo para evitar malentendidos y ver venir que en cualquier página puede saltar la sorpresa. En este sentido, después de resolver de manera preliminar[2] que un enunciado performativo, a diferencia de un constatativo, “no consiste, o no consiste meramente, en decir algo, sino en hacer algo, y no es un informe, verdadero o falso, acerca de algo” (Austin 1962a: 66), después de dedicar cuatro capítulos a caracterizar desde el punto de vista convencional o institucional, gramatical y lexical los enunciados llamados performativos, Austin advierte que “los realizativos [performativos] no son tan obviamente distintos de los constatativos […] puesto que es muy común que la misma oración sea empleada en diferentes ocasiones de ambas maneras, esto es, de manera realizativa y constatativa” (Austin, 1962a: 111), y en consecuencia, al final de la conferencia VII, el filósofo de Oxford se ve obligado a reconsiderar y corregir la dirección de sus argumentos:

“Ha llegado el momento, pues, de comenzar de nuevo. Es menester que reconsideremos de un modo más general los sentidos en que decir algo puede ser hacer algo, o en que al decir algo hacemos algo (y también, quizá, considerar el caso diferente en el que por decir algo hacemos algo). Tal vez un poco de clarificación y de definición puedan ayudarnos a salir del enredo. Porque después de todo hacer algo es una expresión muy vaga. Cuando emitimos una expresión cualquiera, ¿no estamos haciendo algo?” (Austin, 1962a: 135-136).

Y es justamente entonces, al razonar en cuantos sentidos se puede entender que decir algo es hacer algo, o que al decir algo hacemos algo más que decirlo, que Austin propone su célebre teoría de los actos de habla o actos lingüísticos (speech acts), según la cual decir algo significa ejecutar de forma simultánea tres clases de actos, a saber, el acto locutivo o locución (locutionary act), que consiste en pronunciar y usas ciertas palabras con cierto sentido y referencia, algo que equivale “aproximadamente al ‘significado’ en el sentido tradicional” (Austin, 1962a: 153); el acto ilocutivo o ilocución (illocutionary act), que interpreta de qué manera o en qué sentido usábamos el enunciado en una determinada situación, es decir, con qué fuerza o con qué intención utilizábamos la locución en una determinada ocasión, si sólo informábamos, por ejemplo, o si aconsejábamos, advertíamos, amenazábamos, etcètera; y el acto perlocutivo o perlocución (perlocutionary act), que representa los efectos que alguien puede provocar en el interlocutor, por ejemplo convencer, persuadir, disuadir…, por el hecho de haber dicho algo (locución) en determinadas circunstancias y por tanto con una determinada fuerza o intención (ilocución). En definitiva, Austin considera que hay que distinguir entre la acción (ilocución) que llevamos a cabo al decir (in saying) algo, como cosa diferente del hecho mismo de decir algo (locución) y diferente también de la acción que provocamos (perlocución) por el hecho de decir o porque decimos (by saying) algo con una determinda fuerza ilocutiva o intención, bien entendido que locución, ilocución y perlocución son tres aspectos o tres dimensiones consubstanciales con el acto de habla o lingüístico.

Llegados a este punto de la reflexión, casi al final del libro, Austin se pregunta si la distinción inicial entre enunciados constatativos y performativos tiene aún sentido o si, por el contrario, estaba mal fundada, y advierte enseguida que la teoría de los actos lingüísticos acabada de presentar, sobre todo la conjunción entre locución (decir) e ilocución (hacer) que comporta cualquier enunciado, contradice la hipótesis propuesta al principio, según la cual el enunciado performativo “debía consistir en hacer algo, como cosa opuesta al mero decir algo” del enunciado constatativo. Si, de acuerdo con la teoría de los actos lingüísticos o de habla, decir algo supone llevar a cabo actos locutivos e ilocutivos al mismo tiempo, es decir, que si decir siempre es, además, una forma de hacer, entonces parece un contrasentido distinguir entre performativos y constatativos en función de si el enunciado significa hacer algo o se limita sólo a decir algo, y asi lo explica Austin, como si él mismo fuera el primer sorprendido:

“Por cierto que nuestra discusión subsiguiente, relativa al hacer y al decir, pareció apuntar a la conclusión de que cada vez que “digo” algo (salvo, quizá, cuando emito una mera exclamación tal como “pfff” o ¡caramba!) realizo conjuntamente actos locucionarios e ilocucionarios. Estos dos tipos de actos parecen ser, precisamente, los medios que intentamos usar para trazar una distinción, bajo la denominación de “hacer” y “decir”, entre los realizativos [performativos] y los constatativos. Si por lo general hacemos ambas cosa a la vez, ¿qué puede quedar en pie de esa distinción?” (Austin, 1962a: 179).

En consecuencia, los constatativos y los performativos pasan a ser sólo dos subclases de actos lingüísticos, que sólo se diferencian porque en el caso de los enunciados constatativos “hacemos abstracción de los aspectos ilocucionarios del acto lingüístico”, mientras que en el caso de los enunciados performativos “nuestra atención se concentra al máximo en la fuerza ilocucionaria, con abstracción de la dimensión relativa a la correspondencia con los hechos”, bien entendido que “el acto locucionario, en igual medida que el ilocucionario, sólo es una abstracción: todo acto lingüístico genuino es ambas cosas a la vez” (Austin, 1962a: 192,193, 194). De este modo, Austin deja a un lado la dicotomía preliminar y, en su lugar, fundamenta una teoría de los actos de habla o lingüísticos concentrada sobre todo en el acto ilocutivo, hasta tal punto que a menudo el término acto de habla se refiere en exclusiva al aspecto ilocutivo del acto lingüístico. En resumidas cuentas, aunque How to do things with words arranca como una teoría sobre una clase especial de enunciados, los performativos, que no se limitan a decir, sino que sobre todo son un modo de hacer cosas, al final se convierte en una teoría de los actos lingüísticos que afecta a cualquier tipo de enunciados.

Quiero destacar, en síntesis, que la teoría de los actos de habla o actos lingüísticos en general, y sobre todo la noción de acto ilocutivo o ilocución, acopla las dos aportaciones cardinales de Austin sobre el lenguaje: la idea de que expresar un enunciado lingüístico es realizar (to perform) una acción que va más allá del simple hecho de decir (to say) algo, o lo que es lo mismo, llevar a cabo un acto al decir (in saying) algo, como cosa distinta del acto mismo de decirla, lo que en definitiva significa reconocer que decir es una manera de hacer o de actuar; y en segundo lugar, en contra de la inclinación secular a explicar la comunicación verbal en términos del significado de las palabras, Austin vincula el lenguaje a situación en que se usa y, claro está, a la intención con que se usa:

“[…] desde hace algunos años venimos advirtiendo cada vez con mayor claridad que la ocasión en que una expresión se emite tiene gran importancia, y que las palabras usadas tienen que ser “explicadas”, en alguna medida, por el “contexto” dentro del cual se intenta usarlas o fueron realmente usadas en un intercambio lingüístico” (Austin, 1962a: 144).

El aspecto capital de la teoría de los actos de habla y sobre todo del concepto de acto ilocutivo es que reconsidera la idea de significado lingüístico en función de la situación y los interlocutores, y esto supone dejar la significación en manos de los implícitos y del juego consiguiente de interpretar las intenciones subyacentes. Y sin embargo, a veces parece que es el mismo Austin quien reduce a la mínima expresión la fuerza de las intenciones en el gobierno de la comunicación, a causa de tanta insistencia en calificar como convencionales los enunciados performativos en primer lugar y luego los actos ilocutivos, como si entre el enunciado y la ilocución no hubiera más que una asociación convencional, sin apenas margen para las intenciones que, en cualquier caso, la convención convertiría en formales, explícitas. Así, por ejemplo, cuando expone las condiciones que determinan la fortuna de los performativos, Austin da por hecho que “tiene que haber un procedimiento convencional aceptado, que posea cierto efecto convencional; dicho procedimiento debe incluir la emisión de ciertas palabras por parte de ciertas personas en ciertas circunstancias” (Austin, 1962a: 56). Y del mismo modo advierte que “el acto ilocucionario es un acto convencional; un acto hecho de conformidad con una convención” (Austin, 1962a: 149).

     Austin se refiere en diversas ocasiones al carácter convencional del acto ilocutivo o, como a veces dice, de la fuerza ilocutiva de los enunciados, y esto abre ciertos interrogantes que piden alguna explicación: Convencional, ¿exactamente qué quiere decir? ¿Qué considera convencional, la fuerza ilocutiva del enunciado o la asociación entre enunciado e ilocución? La convención, ¿no liquida las intenciones? ¿No hay intenciones más allá de las convenciones? Porque, claro, si la convención es tan determinante como a veces parece, entonces las intenciones son tan formales y resultan tan evidentes que la interpretación de los enunciados queda reducida a un simple automatismo, y tanto da quienes son los interlocutores o que el contexto de comunicación sea uno u otro, porque quedan sujetos a las reglas mecánicas del procedimiento convencional. O sea, que parecería que en estos casos lo hecho no va más allá de lo dicho, o que lo dicho define y describe exactamente lo hecho sin lugar a dudas y por lo tanto sin lugar ni a interpretaciones ni discusiones. Luego la experiencia nos dice que las cosas no son así.

Pero antes de atacar todo este asunto de convención e intención, quizá sea conveniente explicar los diversos conceptos que Austin pone en juego alrededor de la teoría de los actos lingüísticos: acto locutivo, significado, fuerza ilocutiva y acto ilocutivo. Asociado al acto locutivo, Austin entiende el significado “en la acepción filosófica y preferida del término, esto es, con una referencia y un sentido determinados” (Austin, 1962a: 138). Asimismo, Austin considera que el significado de un enunciado incluye siempre algún tipo de limitación sobre la fuerza ilocutiva de tal enunciado, y aunque a veces el significado de un enunciado puede agotar su fuerza, es decir, puede no tener más fuerza que la que determina su significado, como cuando alguien usa un performativo explícito (declaro culpable, pido excusas…), lo cierto es que a menudo el significado de un enunciado puede limitar pero no agotar ni mucho menos su fuerza ilocutiva. Entiendo que todo esto es como decir que, a veces pero no siempre, la locución hace o intenta hacer o hace ver que hace explícito el acto ilocutivo que se pretende llevar a cabo. Por otro lado, aunque el acto ilocutivo realizado al proferir un enunciado puede coincidir con la fuerza declarada de tal enunciado, igualmente puede puede divergir, y bien puede ocurrir que si alguien emite un enunciado con la fuerza ilocutiva de una advertencia pero el oyente no lo percibe como tal advertencia sino que lo interpreta sólo como una sugerencia, por ejemplo, entonces no se puede decir que se ha llevado a cabo el acto ilocutivo de advertir, es decir, que la supuesta fuerza (ilocutiva) del enunciado no se corresponde con el acto ilocutivo finalmente ejecutado, o sea, interpretado. En este sentido, Austin concluye que:

“A menos que se obtenga cierto efecto, el acto ilocucionario no se habrá realizado en forma feliz o satisfactoria. […] No se puede decir que he advertido a mi auditorio, salvo que éste oiga lo que digo y lo tome con cierto sentido. Tiene que lograrse un efecto sobre el auditorio para que el acto ilocucionario se lleve a cabo. […] En general el efecto equivale a provocar la comprensión del significado y de la fuerza de la locución. Así, realizar un acto ilocucionario supone asegurar la aprehensión del mismo” (Austin, 1962a: 161-162).

Hechas estas cuatro precisiones, ya nos podemos preguntar, ¿en qué sentido debemos o podemos entender a Austin cuando dice que el acto ilocutivo es un acto convencional, y por tanto hecho de acuerdo con una convención? De entrada, podemos conceder que cualquier acto ilocutivo es un acto convencional en la medida en que un acto ilocutivo es un acto de habla y un acto de habla cualquiera presupone la observación o la explotación de unas convenciones lingüísticas. Pero Austin no se refiere en ningún caso a tales convenciones lingüísticas al decir que el acto ilocutivo es un acto convencional. En un sentido estricto, las convenciones lingüísticas sólo determinan el acto locutivo, y por tanto solamente establecen el significado del enunciado, de acuerdo con la idea de acto locutivo expresada por el mismo Austin: “acto que en forma aproximada equivale a expresar cierta oración con un cierto sentido y referencia, lo que a su vez es aproximadamente equivalente al ‘significado’ en el sentido tradicional” (Austin, 1962a: 153). Más allá de las convenciones lingüísticas que gobiernan de forma inmediata la locución y que de forma mediata afectan a la ilocución, Austin afirma que el acto ilocutivo es un acto convencional, es decir, que en las ocasiones en que la fuerza ilocutiva no se agota en el significado, esta fuerza adicional es de naturaleza convencional, y en los casos en que el significado agota la fuerza del enunciado, también es asunto de convención que la fuerza ilocutiva se agote con el significado.

Pero, ¿en qué sentido Austin considera convencionales los actos ilocutivos? De hecho, apenas da ninguna pista sobre la naturaleza de tal convención, y se limita a decir que los actos ilocutivos son convencionales, a diferencia de los perlocutivos, que no lo son, y a apuntar de forma más bien confusa que un acto ilocutivo “puede, para decirlo sin mayor precisión, ser considerado convencional, en el sentido de que por lo menos es posible explicarlo mediante la fórmula realizativa” (Austin, 1962a: 148). En otra edición española de las mismas conferencias (Austin, 1962b), los mismos traductores ofrecen una versión más sugerente del mismo fragmento: “[…] puede decirse que es convencional en el sentido de que, al menos, podría hacerse explícito mediante la fórmula realizativa”. Considerar que el acto ilocutivo es convencional tan sólo porque podría hacerse explícito mediante la primera persona del presente de indicativo de un verbo performativo, por ejemplo ‘te prometo que’ o ‘te ordeno que’, o sea, mediante la llamada expresión o cláusula performativa o realizativa (performative utterance), esto no deja de ser en todo caso una acepción nada convencional de la palabra ‘convencional’. De todos modos, lo que se podría considerar convencional sería el acto ilocutivo y no la fuerza ilocutiva, porque una cosa es que el acto lingüístico llevado a cabo sea convencional, es decir, que se puede identificar, expresar y reconocer, y otro cosa muy distinta es dar por hecho que la relación entre una determinada locución y una determinada ilocución sea meramente convencional.

Es cierto que un montón de actos lingüísticos son de naturaleza convencional, o sea, actos de carácter institucional, legal, ceremonial, tradicional…, regulados de forma rigurosa por leyes, reglamentos, normativas, procedimientos, convenciones…, que son justamente la clase de ejemplos a los que Austin recurre de buen principio para ilustrar las expresiones performativas: una ceremonia nupcial, el bautizo de un barco, una disposición testamentaria, una apuesta, una sentencia judicial… En todos estos casos, no hay duda que las convenciones, que a menudo tienen fuerza legal, comprometen abiertamente al sujeto sea cual sea su intención, dan por hecho que la intención es la que dicta la convención, es decir, que el reconocimiento de la fuerza ilocutiva vinculada al enunciado es automático, y está determinada y sancionada por el procedimiento, código o reglamento específico que regula su ejecución. En otras palabras, este tipo de actos ilocutivos no tienen sentido fuera de la instituciones, las tradiciones, los reglamentos, los procedimientos, las ceremonias, la convenciones en definitiva, de las que son una parte capital. Es sólo desde este concepto restringido de los performativos explícitos que, al fin y al cabo, “sólo son una clase especial de ceremonia”, que podemos admitir que:

“En suma, el acto ilocucionario es lo que se logra directamente por la fuerza asociada con la emisión de un cierto tipo de enunciado de acuerdo con un procedimiento convencional y, en consecuencia, es determinado (al menos en principio).” (Levinson, 1983: 227).

Arrastrado quizá por la inercia de los ejemplos performativos preliminares, de reconocida naturaleza convencional, Austin endosa la etiqueta de ‘convencional’ a todo tipo de actos ilocutivos que, en un sentido legítimo, representan la metamorfosi natural de los primeros performativos. Y entiendo que Austin se equivoca al proponer como casos paradigmáticos de la ilocución a determinados actos de habla que son convencionales en esencia, sin advertir que la mayor parte de la comunicación humana no tiene ni mucho menos tal condición de convencional, sino intencional y contextual, lo cual siempre comunica un punto o dos de equivocidad y de promiscuidad al sentido. En fin, que dejando de lado los actos lingüísticos de raíz institucional o ceremonial, hay otros muchos en el lenguaje ordinario que no se pueden considerar convencionales en la acepción habitual de la palabra, es decir, regulados por convención o, como dice Austin, hechos de acuerdo con una convención. En este sentido, suscribo de cabo a rabo las observaciones que otro filósofo del lenguaje ordinario de Oxford, Peter F. Strawson, dedicaba al asunto de la intención y la convención en los actos de habla o actos lingüísticos:

“Pero parece igualmente claro […] que existen muchos casos en los que un acto ilocucionario no se realiza conforme a una convención aceptada de ningún género (aparte de aquellas convenciones lingüísticas que ayudan a fijar el significado de la emisión). Seguramente hay muchos casos en los que decir “El hielo de ahí es muy fino” a un patinador es proferir una advertencia (es decir algo con la fuerza de una advertencia) sin que sea el caso de que haya ninguna convención enunciable en absoluto (distinta de aquellas que forman parte de la naturaleza del acto locucionario) tal que pueda decirse que el acto del hablante es un acto llevado a cabo conforme a convención.

“He aquí otro ejemplo. Podemos fácilmente imaginar circunstancias en las que una emisión de las palabras “No te marches” se describiría correctamente no como una petición o una orden, sino como una súplica. No voy a negar que puedan existir actitudes o procedimientos convencionales para suplicar; uno puede, por ejemplo, arrodillarse, levantar los brazos y decir “Te lo suplico”. Pero lo que quiero negar es que un acto de súplica pueda ser realizado sólo conforme a algunas convenciones. Lo que hace que las palabras de X hacia Y sean una súplica para que no se marche es algo —bastante complejo sin duda— relacionado con la situación de X, con la actitud hacia Y, con los modales e intenciones efectivas” (Strawson, 1964: 176).

De hecho, la misma teoría de los actos de habla reconoce indirectamente por lo menos que la ambigüedad afecta a todo tipo de enunciados: a los performativos primitivos o primarios, cuya fuerza ilocutiva es implícita, claro, pero también a los performativos explícitos, que sólo son explícitos de verdad en casos reglamentados por ley o por tradición. Además, debo subrayar que según Austin la fórmula de los performativos explícitos “sólo es el recurso último […] entre los numerosos recursos lingüísticos que siempre se han usado con mayor o menor fortuna para cumplir la misma función” (Austin, 1962a: 117), lo que supone admitir que la comunicación humana se lleva a cabo sobre todo a través de expresiones performativas primarias o primitivas que, a diferencia de las performativas explícitas, nunca manifiestan abiertamente la fuerza ilocutiva de la expresión sino que, según dice el mismo Austin, “conservan la ‘ambigüedad’, o ‘equivocidad’, o ‘vaguedad’ del lenguaje primitivo” (Austin, 1962a: 116). O sea que, ante un performativo primario o primitivo, paradigma de los actos ilocutivos, el interlocutor se ve obligado por fuerza a interpretar el sentido de la expresión, a dilucidar la intención del emisor. Y aunque en algún punto Austin afirme que “el realizativo explícito excluye los equívocos y hace que la acción resulte relativamente determinada” (Austin, 1962a: 121), considero, al contrario, que la ambigüedad y la equivocidad también afectan en una u otra medida las expresiones performativas explícitas, sobre todo en el lenguaje ordinario, claro está: no parece ningún disparate admitir, por poner un ejemplo, que decir “te pido que lo hagas” o “te aconsejo que calles”, según las circunstancias de la interlocución, se pueden interpretar más allá del performativo explícito como una orden en un caso y como una advertencia o incluso una amenaza en el otro. Es decir, que a excepción de los cuatro ejemplos formalmente convencionales, el llamado performativo explícito casi nunca agota ni el sentido de una expresión ni la intención del locutor, o por decirlo de una forma paradójica, el performativo explícito no deja de ser a menudo sino un caso de performativo implícito.

 

16.1 Searle y la Hipótesis de la fuerza literal (HFL)

Searle en primer lugar y algunos lingüistas de la semántica generativa luego se obstinaron tanto en destacar la naturaleza convencional del acto ilocutivo que no pararon hasta liquidar la dimensión pragmática original de la ilocución: si primero fue Searle quien defendió que entre la fuerza ilocutiva y la forma lingüística de un enunciado cualquiera hay una relación sistemática o, por decirlo aún más claro, que cada clase de acto de habla está convencionalmente asociado a una determinada estructura lingüística hasta tal punto, dice, que se puede concluir que “un estudio del significado de las oraciones no es distinto en principio de un estudio de los actos de habla” (Searle, 1969: 27), luego desde la semántica generativa se formuló una adaptación aún más obstinadamente gramatical de la propuesta de Searle mediante la llamada hipótesis performativa (o realizativa), según la cual “la fuerza ilocutiva se considera una parte del significado profundo de la oración, y está asimilada a su estructura sintàctica” (Escandell Vidal, 1996: 67). Por lo tanto, de acuerdo con la hipótesis performativa (HP), una oración cualquiera tiene siempre como cláusula última en la estructura sintáctica profunda, una estructura idéntica al prefijo propio de los enunciados performativos explícitos —(Yo) Vp tú/vosotros (que) O: Te pido que vengas, por ejemplo—, y esto tanto si en la estructura superficial es o no es un performativo explícito. Claro que si se acepta todo esto, entonces la distinción entre performativos explícitos y performativos implícitos es una mera formalidad, porque en ambos casos la ilocución está igualmente predeterminada por la estructura profunda de la oración, con la única diferencia de que en la estructura superficial del performativo implícito se ha elidido la expresión de la fuerza ilocutiva que, de todos modos, está asociada con él de forma inequívoca. En resumidas cuentas, Searle y los demás dan por hecho que entre una clase de oración y una fuerza ilocutiva hay una relación automática, una correspondencia predeterminada, con lo cual deja de tener sentido el contexto, la interpretación, la intención y el mismo sujeto, porque todo se reduce a una función gramatical.

A consecuencia de la vinculación recíproca entre fuerza ilocutiva y forma lingüística, Searle y compañía se ven empujados a suscribir la llamada Hipótesis de la Fuerza Literal (HFL), según la cual los enunciados, y por lo que parece las mismas oraciones en abstracto, tienen una fuerza literal intrínseca justamente porque se da por hecho que hay una correspondencia directa entre la forma gramatical y la fuerza ilocutiva del enunciado; un enunciado que, tal como se presenta, desvinculado del contexto, parece más una unidad gramatical, es decir, una oración, que un enunciado, que es una unidad del discurso, pragmática. Esta correspondencia entre forma y fuerza del enunciado conduce inevitablemente a la HFL a resolver, en primer lugar, que la fuerza de los performativos explícitos está no sólo determinada sino definida por el verbo de la cláusula performativa, y en segundo lugar, que en todos los otros casos, los tres tipos de oración elementales del inglés, y asimismo del español o del catalán, a saber, interrogativas, imperativas y declarativas, son reflejo de un performativo subyacente, razón por la cual se asocian de manera convencional y respectiva con el acto de preguntar, el acto de ordenar o pedir y el acto de declarar, o lo que es lo mismo, tienen asociada la fuerza de una pregunta, de una orden y de una afirmación respectivamente. Estas son exactamente, según explica Gazdar, las dos consecuencias inmediatas de la HFL:

“(i) La fuerza de los performativos explícitos está determinado por el verbo performativo de la cláusula matriz.

“(ii) Si no es así, los tres tipos de oración principales en inglés, a saber, imperativo, interrogativo y declarativo, poseen las fuerzas que tradicionalmente se les asocia, a saber, ordenar (o pedir), preguntar y declarar respectivamente (con la excepción, por supuesto, de los performativos explícitos que posean un formato declarativo)” (Levinson, 1983: 252).

Pero el lenguaje desautoriza de inmediato la hipótesis de la fuerza literal y las conclusiones que se desprenden. En el caso de los performativos explícitos, porque no siempre la fuerza del enunciado se corresponde con la fuerza manifestada por el verbo performativo. En los otros casos, porque la mayoría de enunciados no tienen en el contexto en el que son usados la fuerza ilocutiva literal que la gramática les asigna en abstracto y, además, porque un determinado acto lingüístico es puede llevar a cabo mediante expresiones que formalmente muestran una fuerza ilocutiva distinta de la que tiene de hecho, por ejemplo, un enunciado interrogativo puede ser usado, en contra de la fuerza literal asignada, no para hacer una pregunta sino para expresar una orden, y viceversa, para comunicar una orden no hace falta recurrir a un enunciado imperativo, se puede expresar fácilmente mediante un enunciado interrogativo o declarativo, y de hecho habitualmente así lo hacemos en vez de usar el imperativo gramaticalmente reglamentario. Lo repetiré. Por un lado sabemos que no todas las oraciones interrogativas se utilizan para preguntar, ni tampoco todas las imperativas se usan para ordenar o pedir: lejos de la idea de código, de convención cerrada o de correspondencia automática, un enunciado en forma imperativa, como por ejemplo ‘siéntese’, podría ser una orden, claro está, pero también podría ser una autorización, un ruego, una invitación, una sugerencia, una advertencia… Y por otro lado, nadie discutirá que con frecuencia ordenamos o pedimos sin necesidad ninguna de recurrir al imperativo, sino mediante una pregunta por ejemplo (¿Te importaría cerrar la puerta? ¿Cerrarás? ¿Puedes cerrar, por favor? ¿Cierras o qué? ¿Esperas a alguien, quizás? ¿Y si cerráramos?) o con una declaración (Te agradecería que cerraras la puerta; No has cerrado la puerta; Nos vamos a resfriar).

Ante la contrariedad, la HFL va y sigue la huída hacia adelante: improvisa una prótesis para la hipótesis según la cual, más allá de la fuerza literal determinada por la forma gramatical del enunciado, podemos hallar una fuerza indirecta que se ha de inferir a través del contexto. Entonces, explican, cuando el acto lingüístico llevado a cabo por el enunciado no se ajusta a las ecuaciones elementales de la HFL, pues hablaremos de Actos de Habla Indirectos (AHI). Pero visto lo que hemos visto hace un momento, que en el contexto en que son usados los enunciados a menudo no tienen la fuerza literal que, según la HFL, les asigna la gramática, y viceversa, que una misma clase de acto ilocutivo puede ser ejecutado por enunciados que, según la HFL, son formalmente improcedentes, entonces la pregunta parece inevitable: ¿Tiene ningún sentido mantener una hipótesis que el lenguaje contradice por activa y por pasiva? Si por ejemplo el imperativo raramente se hace servir para expresar peticiones y, en cambio, de modo habitual pedimos a través de enunciados que sólo indirectamente expresan peticiones, es decir, si las excepciones a la hipótesis son a menudo la norma y los supuestos casos normales son excepcionales, ¿no resultará una hipótesis ociosa, improductiva, cara, infundada, la HFL?

En definitiva, quisiera remarcar dos ideas: aún reconociendo que hay algunos actos lingüísticos que son convencionales, es decir, regulados por un reglamento, una norma, una ley o una tradición (que puede llegar a tener fuerza de ley), de ningún modo podemos considerar esta clase de actos como modelo o paradigma de la fuerza ilocutiva en general, sometida a les convenciones de la lengua, ciertamente, pero gobernada por la táctica y las intenciones de los interlocutores y determinada por las relaciones entre los interlocutores y les circunstancias de la interlocución; en segundo lugar, esta idea creativa y estratégica de la comunicación verbal fundamenta la condición interpretativa de los procesos de produción y de comprensión textuales y determina la naturaleza en buena medida equívoca de la ilocución, como da a entender el mismo Austin a pesar de tanta insistencia sobre el carácter convencional del acto ilocutivo:

“Podemos estar de acuerdo acerca de cuáles fueron las palabras efectivamente emitidas, y también acerca de cuáles fueron los sentidos en que se las usó y cuáles las realidades a que se hizo referencia con ellas y, sin embargo, no estar todavía de acuerdo sobre si, en las circunstancias dadas, esas palabras importaron una orden, o una amenaza o un consejo o una advertencia” (Austin, 1962a: 160).

 

La teoría de los actos de habla esbozada por Austin restituye al lenguaje su condición pragmática mediante la irrupción del sujeto, la situación y, en defintiva, la intención, en el negocio de la comunicación humana. Searle, en cambio, representa a mi modo de ver una clara involución que neutraliza la dimensión pragmática del lenguaje a fuerza de acentuar, a la sombra de la gramática generativa, la dependencia convencional entre la fuerza ilocutiva y la estructura sintáctica de una expresión lingüística, hasta el extremo de asegurar, por ejemplo, que en la estructura sintáctica de una oración se puede distinguir un llamado indicador de la fuerza ilocucionaria que, como indica su mismo nombre, “muestra qué fuerza ilocucionaria ha de tener la emisión, esto es, qué acto ilocucionario está realizando el hablante al emitir la oración” (Searle, 1969: 39).

Searle fundamenta su teoría lingüística de los actos de habla sobre dos principios que no necesariamente deberían contravenir la doctrina pragmática: en primer lugar, destaca que “hablar un lenguaje es tomar parte en una forma de conducta (altamente compleja) gobernada por reglas” (Searle, 1969: 22), y en segundo lugar, de acuerdo con el llamado principio de expresabilidad, proclama como verdad analítica que “cualquier cosa que quiera ser dicha puede ser dicha” (Searle, 1969: 27). Pero la naturaleza finalmente lingüística de las reglas que gobiernan el lenguaje, casi hasta el extremo de asimilar el acto ilocutivo al significado, y la interpretación viciada de dicho principio de expresabilidad[3], llevan a Searle a considerar que “un estudio del significado de las oraciones no es distinto en principio de un estudio de los actos de habla”, y que por lo tanto “un estudio adecuado de los actos de habla es un estudio de la langue” (Searle, 1969: 27), lo que me parece una idea contradictoria por definición: según Searle, el estudio de los actos de habla no corresponde al estudio del habla (parole), sino de la lengua, lo que equivale a convertir los actos de habla en unidades del sistema.

Antesala de la llamada hipótesis performativa (HP), la teoría de los actos de habla de Searle significa reducir el sentido al significado (literal, gramatical o proposicional, lo mismo da), el lenguaje a la lengua y, en fin, comporta la disolución o liquidación de la pragmática dentro de la semántica. Searle da por hecho que los actos de habla son “las unidades básicas o mínimas de la comunicación lingüística” (Searle, 1969: 26) y, consecuente con este postulado, afirma que “hablar un lenguaje consiste en realizar actos de habla, actos tales como hacer enunciados, dar órdenes, plantear preguntas, hacer promesas y así sucesivamente, y más abstractamente, actos tales como referir y predicar” (Searle, 1969: 25-26), y asimismo, persuadido de que hablar un lenguaje es una forma de conducta, que decir es también o sobre todo una manera de hacer, considera que “una teoría del lenguaje forma parte de una teoría de la acción” (Searle, 1969: 26). Una hipótesis que en principio no contradice los argumentos de la pragmática, todo lo contrario, los suscribe. Entonces, ¿en qué momento Searle se desdice de la dimensión pragmática del lenguaje y, por el contrario, resuelve que todo acto de habla está convencionalmente asociado a una determinada estructura lingüística, que más o menos es un principio de la semántica generativa? Pues justo en este momento, cuando la hipótesis avanzaba en una clara dirección pragmática, Searle recula y repliega la teoría de los actos de habla en el interior de la lingüística, en el sentido exacto de asociar convencionalmente el acto ilocutivo al significado, hasta el punto de asimilar el uno al otro y de encoger la pragmática a la talla básica de la semántica, que es a fin de cuentas lo que Searle hace al afirmar que los actos de habla se llevan a cabo de acuerdo con las mismas reglas constituivas[4] que determinan la estructura semántica de una lengua: “[…] hablar un lenguaje es un asunto consistente en realizar actos de habla de acuerdo con sistemas de reglas constitutivas” (Searle, 1969: 47).

Searle considera que los actos de habla son tan convencionales que la fuerza ilocutiva de un enunciado, o de una oración como dice él de forma improcedente, depende de la estructura sintáctica de la oración, de tal modo que cada clase de acto de habla está convencionalmente asociado a una determinada estructura lingüística. Para expresarlo de un modo gráfico, podríamos decir que su idea de pragmática es tan restringida que se reduce a una mera semántica, en un doble aspecto, porque el contexto y la intención son considerados simples comparsas de la comunicación verbal, y porque la fuerza ilocutiva queda asimilada a un aspecto del significado. Searle atribuye a los actos ilocutivos un carácter tan convencional, tan explícito y predeterminado, que deja fuera de lugar el juego de las intenciones, la estrategia comunicativa o informativa y los implícitos, la equivocidad, la indeterminación y la interpretación propias de la interacción verbal. Searle considera que el acto ilocutivo es tan convencional que prácticamente liquida el contexto, lo reduce a contexto convencional, y lejos de constituir un factor vivo y determinante del sentido, lo presenta como un mineral enquistado en el mismo significado, una especie de requisito elemental de pertinencia o adecuación del significado de la expresión. Searle cree que los actos de habla son tan convencionales que el peso de la convención estrangula a la intención, restringida a simple intención de comunicar un significado. Y en definitiva, que si la pragmática suponía reconocer y proclamar la naturaleza intencional y contextual de la comunicación verbal y, por esto mismo, denunciaba la doble reducción del lenguaje a lengua y de la lengua a código promovida por la lingüística en general, ahora Searle propone encerrar el lenguaje entre las rejas convencionales de un paradójico código pragmático, lo que supone una injustificable regresión a la lingüística más objetivista, porque reduce las intenciones a la intención primaria de comunicar un significado, porque restringe el sentido al significado literal o gramatical de la expresión y porque, según él, el efecto ilocutivo “consiste simplemente en la comprensión por parte del oyente de la emisión del hablante” (Searle, 1969: 56).

 

 

[1] Los autores de la edición española de Austin (1962a) traducen performative por el término realizativo/a, y asimismo traducen performative utterances como expresiones realizativas; en cambio, el traductor de Austin (1961, 1970), aunque admite la traducción de performative por realizativo, considera inaceptable traducir utterance como expresión, (término que reserva per traducir phrase) y propone como alternativa emisión, y de sete modo titula Emisiones realizativas el capítulo 10 de Austin (1961, 1970: 217) Otros lingüistas, com el catedrático Ramon Cerdà, autor de la versión castellana de Lyons (1977), o la profesora Escandell Vidal (1996) proponen la traducción enunciados ejecutivos, mientras que Santiago Alcoba, autor de la traducción y adaptación al castellano de Lyons (1995) o Àfrica Rubiés, responsable de la versión castellana de Levinson (1983) prefieren el término enunciados performativos, que es también la expresión que usan lingüistas como Serrano (1993) o Castellà (1992), enunciat performatiu, término por el que también yo me decanto.

[2] El mateix autor ja fa una advertència clara només arrencar la Conferència I: “Todo lo que digo en estos apartados es provisional, y debe ser revisado a la luz de lo que se expresa más adelante”. Austin (1962a: 44).

[3] Searle (1969: 30) convierte de hecho el principio de expressabilidad (‘cualquier cosa que se quiera decir puede ser dicha’) en una relación de equivalencia recíproca entre el enunciado (E1) que expresa un determinado acto lingüístico (AP1) y el acto lingüístico mismo. Según Searle, el enunciado (E0) usado para llevar a cabo un determinaod acto de habla (AP1) y el enunciado (E1) que expresa el acto de habla determinado (AP1) son el mismo enunciado ((E0 = E1); una correspondencia que se expone de forma inequívoca al afirmar que cualquier acto de habla (AP1) puede ser expresaso de forma exacta por un enunciado (E1) tal que la emisión literal de tal enunciado (E1) significa llevar a cabo el acto de habla (AP1) descrito. En lugar de esto, me parece que deberíamos corregir la ecuación de Searle de este modo: para todo posibles acto de habla (AP1) hay una posible expresión lingüística (E1) capaz de describir de forma literal ese acto de habla (AP1) llevado a cabo mediante otro enunciado lingüístico (E0) emitido en un determinado contexto (C0), bien entendido que la emisión de la expresión (E1) en este o en cualquier otro contexto (C0…n), normalmente ejecutará un acto de habla diferente (AP2), el cual podrá ser nuevamente interpretado y descrito por otro enunciado (E2), y así ad infinitum. Por ejemplo, si alguien emite un enunciado que, en función del contexto, se interpreta como el acto de habla expresado literalmente por el enunciado “Te aconsejo que no lo hagas”, parece razonable pensar que si este mismo sujeto emite literalmente, en este mismo contexto o en cualquier otro, el enunciado “Te aconsejo que no lo hagas”, el acto de habla interpretado ya no será (necesariamente) el mismo de antes, sino otro de diferente, quizá “Te advierto que no lo hagas”, u otros actos de habla. De hecho, en el ejercicio del periodismo se sigue un camino parecido a esto. En consecuencia, el principio de expresabilidad de ha de entender como un prinncipio de traducibilidad, nunca de equivalencia.

[4] Searle (1969: 42-51) distingue entre reglas regulativas, que regulan una actividad anterior a las reglas mismas, es decir, una actividad cuya existencia es independiente de la reglas, y las reglas constitutivas, que tienen la doble función de constituir y de regular una actividad cuya existencia depende de las mismas reglas, como por ejemplo el reglamento del futbol o, según Searle, el lenguaje mismo.