El periodista inglés David Frost (1939-2013) durante una de las sesiones de la larga entrevista que hizo en 1977 al expresidente americano Richard Nixon (1913-1994), a raiz de su dimisión por el escándalo del Watergate en 1974.

08. DAVID FROST SE QUEDÓ A MEDIAS CON SU “SMOKING GUN TAPE” EN SU ENTREVISTA A NIXON (1977).

            Mediados de junio de 1972, estalla el caso de espionaje político Watergate. Ante su procesamiento político inmediato (impeachment) acusado de obstrucción a la justicia, abuso de poder y desacato al Congreso, el 8 de agosto de 1974, Richard Nixon (1913-1994) se convierte en el primer presidente de los Estados Unidos que renuncia a su cargo. Le sustituye su vicepresidente, Gerald Ford, que justo un mes después, anuncia el perdón absoluto a Nixon por todos los delitos que pudiera haber cometido durante su mandato: “a full and absolute pardon unto Richard Nixon for all offenses against the United States which he, Richard Nixon, has committed or may have committed or taken part in during the period from January 20, 1969 through August 9, 1974”. No habrá, pues, ni condena, ni juicio, ni confesión, ni siquiera un mea culpa, solo inmunidad e impunidad total.

            David Frost (1939-2013) es un periodista inglés que lleva años de éxito con su show televisivo por cadenas de la inglesas, la BBC por ejemplo, y americanas. Después de un relativo fracaso en los Estados Unidos, ahora mismo está en Australia, y no parece ser su mejor momento. A Frost, un tipo listo y ambicioso, entregado a la caza de audiencias mayúsculas, le impresiona un dato: más de 400 millones de personas vieron el discurso de renuncia de Nixon por televisión. Frost, perspicaz, ve ahí su gran oportunidad, el colmo de su ambición: entrevistar a Nixon, lograr su confesión, reventar los récords de audiencia y entrar con nombre propio en la Historia y en el Periodismo. Y se lanza.  

            A pesar de que tres grandes cadenas de televisión van detrás de la exclusiva —NBC, CBS y ABC—, por la que ofrecen hasta 400.000 dólares, Frost no se arruga sino que se arriesga, y ofrece 600.000 dólares por esa entrevista con el presidente de todos los hombres del Watergate. Y justo un año después de la renuncia del presidente, en agosto de 1975, Frost se reúne con Nixon en La Casa Pacífica, su residencia en San Clemente (California), para firmar el contrato.  Las entrevistas, sin embargo, no se llevarían a cabo hasta marzo de 1977: tres sesiones de dos horas por semana —lunes, miércoles y viernes—, y durante cuatro semanas. En total, casi 29 horas de entrevista a Nixon,  que luego se convirtieron en cuatro programas de 90 minutos cada uno, que fueron emitidos en mayo de 1977. El primero de ellos, el 4 de mayo, dedicado íntegramente al Watergate; el cuarto, dedicado a Nixon, el hombre, se emitió el 26 de mayo. Ese primer capítulo fue visto en Estados Unidos por 45 millones de personas, récord histórico para una entrevista política, aún hoy.

            Casi 30 años después, se estrenó en Londres (2006), luego en Broadway (2007), y más tarde en el Lliure (2009), Frost/Nixon, obra del guionista y dramaturgo inglés Peter Morgan que recompone a su modo esa larga entrevista a fin de darle un dinamismo más teatral, casi un combate de boxeo, con sus amagos, sus estrategias y sus golpes bajos, con su intensidad creciente hasta el KO definitivo y la catarsis, pero respetando la autenticidad de las preguntas y las respuestas clave. Poco después, Ron Howard presentaba la versión cinematográfica de ese texto, El desafío: Frost contra Nixon (2008) con los mismos protagonistas de su estreno en Londres:  Michael Sheen como Frost y Frank Langella como Nixon.

            Durante los dos años que duró el Watergate, se fueron sucediendo los golpes de efecto que dejaban al descubierto, en paralelo, las intrigas y las mentiras del Presidente, que le acorralaron hasta el impeachment. En verano de 1973, o sea casi un año después de que estallara el escándalo, se supo que Nixon había hecho instalar en la Casa Blanca un sistema secreto de grabaciones, que a iniciativa suya se puso en marcha a principios de 1971: solo en su mesa había cuatro micrófonos ocultos, que se activaban con la voz.  Otros dos junto a la chimenea, ocultos  en unos apliques. En año y medio, se grabaron cientos de conversaciones más o menos secretas, docenas de tejemanejes y chanchullos más que menos al margen de la ley: “si lo hace el presidente, no es ilegal”, proclamaría luego su delirio de grandeza. Pero un tipo soberbio y endiosado como él, no advirtió el riesgo ni la trampa de sus recelos de patito torpe y feo. Sabiendo lo que sabía, se negó por activa y por pasiva a entregar a la justicia la banda sonora de sus intrigas, de sus tapujos y de sus patrañas, pero ese montón de cintas que recogían conversaciones comprometidas con sus colaboradores más cercanos —Haldeman, Erhlichman, Mitchell, Colson, etcétera— fueron su perdición, le delataron.

            La más célebre de estas cintas fue The Smoking Gun (La Pistola Humeante: referencia habitual a cualquier indicio que aporta la evidencia de un crimen), que recoge una conversación con su jefe de personal, Bob Haldeman, del 23 de junio de 1972, o sea, solo seis días después del asalto a la sede electoral de los demócratas. The Smoking Gun no se hizo pública hasta el verano de 1974, y aunque silenciaron casi 19 minutos que se borraron de un modo ‘accidental’ a todas luces increíble, la cinta confirmaba que Nixon había mentido, que estaba al corriente de todo mucho antes de lo que había reconocido, y que por lo menos había dado el visto bueno al complot para frenar la investigación puesto en marcha por sus fieles ‘perros alemanes’ Haldeman y Erhlichman. Pues bien, durante su entrevista a Nixon, Frost sacaría otra smoking gun tape jr., desconocida hasta ese momento, que dejó tocado y listo para la audiencia al ex presidente.   

            Si en 1977, la bomba fue ese primer capítulo dedicado al Watergate, en la película, que reconstruye esas cuatro semanas de entrevistas en cuatro asaltos, la sorpresa y los tortazos llegan en la última sesión con un golpe de suerte: el hallazgo por James Reston Jr. —aunque no está claro si lo consiguió él o fue otro regalo de ‘Garganta Profunda’— de la transcripción de una conversación oportunamente perdida entre Nixon y uno de sus asesores, Charles Colson —condenado a tres años por el Watergate—, que comprometía abiertamente al ex presidente y que dejaba dos cosas claras: que Nixon había mentido y que estaba al corriente de todo el asunto del Watergate desde el primer momento, porque la conversación con Colson, su muy devoto experto en trabajos sucios, es del 20 de junio de 1972, tan solo tres días después del allanamiento de la sede de los demócratas.

            El guión que recrea las cuatro sesiones y sus prolegómenos aporta muchos ejemplos de estrategias básicas de entrevistas comprometidas que tienen mucho de juego y pulso psíquico, de duelo, como dice Nixon, o de desafío, como dice el título de la película. Me refiero, por ejemplo, a la habilidad del Nixon de ficción para desconcertar en el último momento a Frost —esos zapatos suyos, ¿no son un tanto afeminados? ¿Qué, ha follado esta noche, señor Frost?—, su tendencia habitual a las evasivas y a darle la vuelta a la situación mediante eficaces recursos de demagogia emocional —el caso más claro es como neutraliza el ataque por la brutal campaña en Camboya durante la guerra del Vietnam: le da la vuelta al pathos y lo pone de su parte—, y como consigue no solo desactivar sino jugar a su favor y en contra de Frost esa pregunta digamos que a traición con la que abre el interrogatorio: “¿Por qué no quemó aquellas cintas?”

            Y aunque todos estos recursos tienen mucho interés y recorrido en este tipo de entrevistas en que se persigue una confesión, ahora vamos a centrarnos en el uso estratégico de ese documento determinante —esa conversación con su asesor Colson, esa Smoking Gun jr.— que el equipo asesor de Nixon daba por eliminada o desaparecida o sencillamente se les había olvidado. A mi entender, ese as en la manga no está todo lo bien jugado que cabía esperar, porque a pesar de poner en evidencia el juego sucio y los pocos principios del ex presidente, le permiten a Nixon convertir su confesión final, inevitable, en una redención que un tipo tan canalla como él no se merecía. Para nada. Como muestra de su pasión criminal, transcribo una conversación secreta de abril de 1972 —no se desclasificó hasta febrero del 2002— entre él y su entonces Consejero de Seguridad Nacional Henry Kissinger sobre Vietnam; una conversación que John Pilger recoge en su excelente reportaje sobre la lamentable complicidad de los medios en la guerra de Irak, The War you don’t see (2010), y que también se puede encontrar en la red.

Nixon: And, I still think we ought to take the dike out now. Will that drown people?
Kissinger: About two hundred thousand people.
Nixon: Well, no, no, no… I’d rather use the nuclear bomb.
Kissinger: That, I think, would just be too much.
Nixon: The nuclear bomb? Does that bother you? I just want you to think big! Henry, for Christ’s sakes! The only place where you and I disagree is with regard to the bombing. You’re so goddamned concerned about civilians, and I don’t give a damn. I don’t care.
Kissinger: I’m concerned about the civilians because I don’t want the world to be mobilized against you as a butcher.

            Vamos primero a ver que es lo que ocurre en ese cuarto episodio de El desafío en el que Frost saca esa inesperada prueba de cargo contra Nixon, que de pronto aparece desencajado, confuso, perdido, pues confiaba en que esa conversación con su fiel Colson habría sido debidamente borrada. La cinta sí, se borró, por lo menos en parte, pero por lo visto alguien se preocupó de salvar la transcripción completa por si acaso. En síntesis, el interrogatorio fluye así en la película de Ron Howard:

Frost: ¿Tiene la impresión de haber obstruido la justicia o de haber conspirado para encubrir un delito u obstruir la justicia?
Nixon: No. Creo que está demostrado todo lo contrario, que lejos de obstruir a la justicia, colaboré activamente en su actuación. Cuando Pat Grey del FBI me telefoneó, el 6 de julio, le dije: Pat llegue hasta donde sea con su investigación. Eso no es lo que llamaría obstrucción de la justicia.
Frost: Bien. Es muy posible. Pero dos semanas y media antes del 6 de julio, usted intentaba desesperadamente obstaculizar y impedir la investigación.
Nixon: Bah… No hay ninguna prueba de ninguna clase de que yo…
Frost: Pero si no existe prueba alguna es porque 18 minutos de su conversación con Bob Haldeman de aquel mes de junio, quedaron misteriosamente borrados.
Nixon: Aquello fue un descuido desafortunado [resulta irónica la expresión ‘descuido desafortunado’ a tenor lo que está a punto de suceder]. Y Bob Haldeman [jefe de Gabinete de Nixon] era un hombre muy riguroso y concienzudo tomando notas. Sus notas están ahí, para quien quiera revisarlas.
Frost: Verá hemos encontrado algo mucho mejor que esas notas, una conversación con Charles Colson, que según creo no se ha publicado.
Nixon: No… ¿No, no se ha publicado, dice usted?
Frost: No, pero una de mis investigadores la encontró en Washington, donde esta disponible para cualquiera que consulte los archivos.
Nixon: Ah, bueno, solo quería saber si nosotros la habíamos visto.
Frost: Más que verla señor Presidente. Usted pronunció esas palabras. A ver, usted siempre ha sostenido que se enteró de la intrusión [el asalto a la sede del Partido Demócrata en el edificio Watergate, la madrugada del 17 de junio de 1972 ] el 23 de junio [o sea, 6 días después del asalto].
Nixon: Sí.
Frost: Pero esta transcripción de una grabación de tres días antes nos dice con claridad que eso es falso. En ella usted le dice a Colson: “Toda esta investigación se desvanecerá, a no ser que alguno de los siete [los cinco asaltantes miembros de la CIA más los dos miembros del Comité de Reelección de Nixon que los contrataron] empiece a hablar. Ese es el problema”.
Nixon: Bueno… ¿A qué nos referimos cuando decimos que alguno de los siete empiece a hablar? […] Voy a tener que pedirle que se detenga, cita palabras mías fuera de contexto y sin ningún orden, y además añadiré que he participado en estas 4 entrevistas sin una sola nota delante.
Frost: Porque es su vida señor Presidente. Dígame, ¿de verdad usted espera que creamos que no tenia conocimiento de eso?
Nixon: Oiga, ya he declarado todo lo que sabía al respecto. Aquello lo llevaban Haldeman [jefe de personal] y Ehrlichman [asesor personal de Nixon], yo no sabía nada. De acuerdo, bien. Usted tiene su opinión y yo he dado mi punto de vista. Ahora sigamos, sigamos…
Frost: Un momento, si Haldeman y Ehrlichman [conocidos como ‘los alemanes’, por sus apellidos, o ‘el muro de Berlín’ por como protegían a Nixon] eran realmente los responsables, cuando más tarde lo descubrió, ¿por qué no aviso a la policía y exigió que los arrestaran?  ¿No es eso una forma de encubrimiento?
Nixon: Tal vez debería haberlo hecho, quizás sí. Quizá debía llamar a los federales a mi despacho y decirles, eh, ahí están estos hombres, llevadlos ante el juez, tomadles las huellas y metedlos entre rejas.. No es mi forma de actuar. Esos hombres… Conocía a sus familias, los conocía desde que eran unos niños, pero políticamente la presión que tenía yo para que los entregara se hizo insoportable, así que lo hice, en primer lugar corte un brazo, y después corté el otro…, y no soy un buen carnicero. Yo siempre he mantenido que lo que ellos hacían, lo que hacíamos todos no era un delito. Oiga, cuando se es presidente, en ocasiones uno tiene que hacer muchas cosas que no siempre son en el sentido estricto de la palabra, legales, pero uno las hace porque redundan en el interés general de la nación.
Frost: Espere, solo para ver si le he entendido bien. ¿Está usted diciendo que en ciertas situaciones el presidente puede decidir que algo conviene a la nación y entonces hacer algo ilegal?
Nixon: Lo que digo es que si el presidente lo hace es porque no es ilegal.
Frost: Eh… ¿Perdone?
Nixon: Eso es lo que creo. Pero soy consciente de que nadie más comparte esa opinión.
Frost: Bien. En ese caso, ¿va usted a aceptar, para que quede claro de una vez por todas, que formó parte de un encubrimiento y que sí que infringió la ley?
Nixon: [Silencio. Suspiro largo.] Aah…
Asesor de Frost: Ya le tenemos.

            Frost utiliza esa conversación olvidada con Colson para documentar que Nixon estaba por lo menos al corriente del asunto del Watergate, pero para poco más. De hecho, su estrategia se limita a poner en duda lo que dice el ex presidente: Dígame, ¿de verdad usted espera que creamos que no tenía conocimiento de eso? A mi entender, sin embargo, era posible ir mucho más allá de la censura política —lo veremos dentro de un momento—, y alcanzar la descalificación personal, algo que habría definitivamente incapacitado a Nixon para soltar ese confesión final almibarada que si bien le condena como político a la vez le redime como persona. Muy propio de la moral cristiana, con su falsa contrición, sin otro dolor de los pecados que el haber perdido la presidencia, sin propósito de enmienda, sin otra penitencia que esa confesión pública por televisión, lo que persigue Nixon es la absolución de la audiencia, conmovida ante ese primer plano del político supuestamente acorralado y hundido que recita sus pecados a 100.000 dólares la hora, que vendrían a ser como un millón de ahora o quizás más. Veamos el momento, tal como lo presenta Howard:

Frost: Señor Presidente, hablábamos de los errores que cometió, verdad. Y quería saber si hablaría usted de algo más que de errores, una palabra que parece insuficiente para que la gente llegue a entenderlo.
Nixon: Usted con que palabra lo expresaría.
Frost: ¡Válgame Dios! De acuerdo. Creo que hay tres cosas que a la gente le gustaría escucharle decir; una: probablemente hubo algo mas que errores, hubo mala intención, y sí, también pudo haber un delito; en segundo lugar, abusé del poder que tenia como presidente; y por último, sometí al puedo norteamericano a dos años de martirio innecesario, y por ello me disculpo.
Nixon: Nooo…
Frost: Sé lo difícil que resulta para cualquiera, sobre todo para usted.
Nixon: Gracias.
Frost: Pero creo que el pueblo necesita escucharlo. Y estoy seguro de que a no ser que usted lo exprese, la duda le va a estar persiguiendo [al pueblo se supone, no a él] el resto de su vida.
Nixon: Bien, es cierto, cometí errores, errores terribles, incluso algunos de ellos no eran dignos de un presidente; otros no lograban alcanzar los niveles de excelencia con los que siempre había soñado de joven, pero si se acuerda usted, era una época difícil: de pronto me vi atrapado peleando en cinco frentes, contra unos medios partidistas, una cámara del congreso partidista, una comisión Ervin partidista… Pero, sí, debo admitir que hubo momentos en que no estuve a la altura de mi responsabilidad y estuve involucrado en un encubrimiento como usted lo llama, y de todos aquellos errores me arrepiento profundamente. Nadie se hace una idea de lo que supone renunciar a la presidencia, aunque si lo que pretende es que me ponga de rodillas, e implore, no, nunca! Insisto en que fueron errores dictados por el corazón, no por la cabeza, pero yo cometí esos errores y no culpo a nadie por ellos. Yo mismo fui el que se derribó. Les entregué una espada y ellos me la ensartaron y me la retorcieron con fruición. Imagino que de haber estado en su lugar hubiera hecho lo mismo.
Frost: ¿Y el pueblo americano?
Nixon: Los defraudé a todos. Defraudé a mis amigos, defraudé a mi país, y lo peor de todo, defraudé a nuestro sistema de gobierno. Y los sueños de todos aquellos jóvenes que deberían aspirar a estar en nuestro gobierno y que ahora piensan que todo está muy corrompido y cosas así. Sí, defraudé al pueblo norteamericano, y voy a tener que llevar esa tremenda carga conmigo durante el resto de mi vida. Mi vida política ha acabado.

            No se equivoquen, esta confesión no es el triunfo de Frost sino el de Nixon: en vez de provocar rabia, ese calculado examen de conciencia acaba suscitando compasión primero y perdón después. Y si eso es así, es porque Frost se lo permite o porque en parte se equivoca. Lo explico. Además de utilizar ese documento delator —la conversación con su asesor Chuck Colson— para probar que el ex presidente ya sabía lo que decía que no sabía, lo podía usar para poner en evidencia que Nixon era un tipo sin moral, un tramposo sin escrúpulos y un mentiroso sin vergüenza, que mintió entonces igual que miente ahora, delante de usted, en esta entrevista. Si Frost lo hubiera resuelto así, entonces la confesión de Nixon habría sido un inevitable reconocimiento de culpa sin derecho a perdón y mucho menos a compasión. La estrategia consistiría en comprometerlo moralmente, mediante preguntas cuya respuestas conocemos de antemano, porque son forzosas, ineludibles, antes de sacar a la luz el documento acusador, la otra smoking gun tape. Más o menos podría ser esto:

Frost1. Dígame Sr. Nixon, ¿le parece sensato y justo afirmar que un presidente de los Estados Unidos no puede mentir nunca en el ejercicio de su cargo, y que si lo hace merece el más absoluto de los desprecios?
Frost2. Señor Presidente, dígame la verdad, ¿Mintió alguna vez en sus declaraciones públicas sobre el Watergate?
Frost3. Esto no es un tribunal, señor Presidente, pero recuerde que le está viendo toda la nación y que toda la nación le va a juzgar. Usted ha asegurado una y otra vez que no se enteró del escándalo Watergate hasta el día 23 de junio. Dígame la verdad, señor Presidente, ¿es cierto esto o mintió cuando lo dijo?
Frost4. Señor Presidente, tenemos un documento, una conversación suya con Colson, que prueba que usted no dice la verdad, que mintió entonces y que miente ahora. Escuche lo que usted decía sólo tres días después del asalto a la sede de los demócratas: “Toda esta investigación se desvanecerá, a no ser que alguno de los siete [los cinco asaltantes miembros de la CIA más los dos miembros del Comité de Reelección de Nixon que los contrataron] empiece a hablar. Ese es el problema”.

            En la medida que en la entrevista original, la descalificación personal y moral no se produce, Nixon pudo permitirse el guiñol de esa confesión sin apenas arrepentimiento y menos expiación. Si le hubieran confrontado ante las cámaras con lo dicho y hecho bajo secreto, le hubieran comprometido de tal modo que incluso a él le habría caído la cara de vergüenza. Y sobre todo nadie le habría dado ningún crédito a su repentino y forzado arrepentimiento. Y nadie le habría compadecido. Nadie decente, quiero decir.

            Quedémonos pues con la estrategia básica para todo tipo de smoking guns, ese as en la manga que el otro, la persona entrevistada, ni siquiera sospecha. Se trata de comprometer públicamente al entrevistado en relación con el asunto en litigio, del que tenemos una evidencia más o menos incriminatoria y a la vez desconocida, o porque él no la conoce o porque está convencido de que nosotros la desconocemos. De este modo, con las preguntas de nuestra estrategia le obligamos a pronunciarse abiertamente en contra de lo que hizo o dijo en su momento, a sabiendas de que tampoco tiene otra opción, porque sus respuestas son tan previsibles como inevitables. Y una vez comprometido —porque ha mentido, en el caso de Nixon—, ahora sí, ahora vamos a pillarlo mediante nuestra smoking gun particular. Y gracias a esta estrategia, no solo conseguimos poner al descubierto su delito sino también sus mentiras, no solo delatamos los hechos o los dichos, sino también su mala fe, su falta de principios, el descaro con qué miente, la poca vergüenza.

            Veamos otro caso, que el periodista resuelve de manera ejemplar, que s pesar de no ser exactamente igual, porque en este caso es un asunto a tres bandas, a fin de cuentas la estrategia es la misma. Es una entrevista que Arcadi Espada, entonces todavía en El País, hace a Pilar del Castillo, ministra de Educación, Cultura y Deportes del gobierno de Aznar, que se publica a doble página en el cuadernillo de Domingo (6 de mayo de 2001). Estaba cantado que en esa entrevista iban a salir dos asuntos de actualidad. Primero, esas palabras del entonces rey de España que sonaban a burla para muchos: “Nunca fue la nuestra lengua de imposición, si no de encuentro [menos mal]; a nadie se obligó nunca a hablar en castellano”. Y segundo, el asunto de un tramposillo a quien la ministra había colocado como director de la Biblioteca Nacional y que, según ella, era “un intelectual de amplio espectro y demostrada solvencia”. Cabeza de cartel por Esquerra Republicana de Girona en las primeras elecciones democráticas, Luis Racionero era desde hacía años un ‘intelectual’ en la órbita y sobre todo en los trampolines del PP, que ya le había obsequiado antes con otro espléndido puesto: director del Instituto de España en París. En abril de 2001, la ministra le nombra director de la Biblioteca Nacional, en sustitución de Jon Juaristi, otro que tal porqué si entonces era ya el intelectual jefe del PP, de joven militó en ETA, luego en LCR, más tarde en el PCE… y así hasta llegar a Nueva Zelanda. A lo que íbamos. Un lunes de mediados de abril, Racionero tomaba posesión de su cargo, y dos días después El País le dedicaba una página entera de Cultura, cuyo titular decía: “Racionero reprodujo pasajes enteros de un libro de 1921 para escribir su ‘Atenas de Pericles’”. Que era tanto como decir: ¡Ojo, el director de la Biblioteca Nacional le da al plagio! Fatal, claro, y nada casual, evidente.

            La ministra, pues, estaba sobre aviso, y ya había preparado su respuesta, su lamento y su defensa para cuando Espada sacara el cuchillo jamonero: “Es llamativo que un mismo medio y en relación a personas nombradas por este gobierno, se encuentre uno con eso. Primero, Luis Alberto de Cuenca, que es secretario de Estado; ahora el director de la Biblioteca Nacional. Es un poco llamativo, ciertamente [que] Luis Alberto de Cuenca, poeta reconocido, escritor desde hace muchos años, lo nombran secretario de Cultura y ¡zas! Luis Racionero, director del Instituto de España, con una muy larga vida profesional, nadie dijo nunca nada sobre él, y cuando le nombran director de la Biblioteca, ¡zas! A mi me llama la atención.” Lo que no sabía la ministra era que Espada tenía otra prueba de cargo reciente, casi caliente, de escándalo, y que iba a ejecutar un elegante, jocoso y a la vez demoledor ejercicio de esgrima. Para ello, lo primero era comprometer a la ministra con esas preguntas cuyas respuesta, lo dije ya, son tan previsibles como inevitables, porque no puede decir otra cosa.

Espada:  Pasemos a otro asunto infinitamente más cómodo, cual es el plagio.
Ministra: Ja, ja… Pasemos al plagio.
Espada: Plagiar parece feo y serio.
Ministra: Compartido.
Espada: Usted ha escrito algún libro…
Ministra: Sí, uno sobre la financiación de los partidos. Y he participado en varios como editora; como editora, digo, en el sentido anglosajón del término.
Espada: Supongo que no le gustaría demasiado que alguien descubriera plagios en sus trabajos.
Ministra: Para mí sería tremendo. Yo, con este asunto, he sido siempre muy cuidadosa.

            Adviértase que este tipo de preguntas o tiene un sentido estratégico, como es el caso, o no tienen sentido, porque ya sabemos lo que responderá tanto si plagia como si no plagia, que no. O sea, que ya tenemos a la ministra a punto de caramelo, donde queríamos, oyéndola decir en voz alta que eso de plagiar es feo pero que muy feo. En este punto, el periodista se permite un pequeño paseo que tiene algo de deleite y recreo, porque al cabo de tres respuestas en que la ministra subraya lo llamativo que le resulta todo el asunto, porque es evidente que alguien saca trapos viejos solo para fastidiar, y que digan lo que digan Racionero es un tipo muy cabal y muy profesional, etcétera, entonces el periodista recupera el florete y lanza su estupendo allegro ma non tropo asalto final:      

Espada:  ¿Plagiar es una corrupción?
Ministra: Desde luego.
Espada: Permítame que le muestre este párrafo del último premio de Racionero, ‘El progreso decadente’, Espasa, 2001, página 158: “La ciencia está exenta de juicios de valor; nos dice lo que es, no lo que debería ser: un electrón no es ni bueno ni malo; simplemente, es. La ciencia, al describir los hechos básicos del universo, no tiene nada que decir sobre bien o mal, lo sabio o lo necio, deseable o nocivo. La ciencia puede ofrecer la verdad, pero no cómo usarla sabiamente. El objetivo de la ciencia es la verdad; el de la religión, la sabiduría, y sobre todo su aplicación a la moral.
Ministra: ¿…?
Espada: Ahora, compárelo con este otro párrafo, de  ‘Ciencia y religión’, un libro de Ken Wilber, Kairós 1999: “La ciencia está básicamente exenta de valores, la ciencia no nos dice lo que debería ser ni lo que tendría que ser, sino lo que es: un electrón no es ni bueno ni malo, es simplemente lo que es; un sistema solar no es bueno ni malo, es simplemente lo que es. Consecuentemente, la descripción o elucidación que la ciencia hace de los hechos básicos del universo tiene muy poco que decirnos acerca del bien y del mal, de lo adecuado y de lo inadecuado, de lo deseable y de lo indeseable. Porque si bien la ciencia puede hablarnos de la verdad, no puede decirnos nada acerca del modo de utilizar sabiamente esa verdad (…) La ciencia, dicho de otro modo, no opera dentro del campo de la sabiduría ni del valor, sino de la verdad”.
Ministra: ¿…?.
Espada: ¿Y bien?
Ministra: No me haga usted pronunciarme sobre esta cita.

            Glorioso. El único pero es que la entrevista no fuera por televisión. Habría sido tremendo y sabroso ver la metamorfosis completa del rostro de la ministra, más pronunciada que la que sufrió su espíritu, que si a los 20 años andaba con Bandera Roja, antes de los 40 se apuntaba a la patria rojigualda del PP.