02. ENTREVISTAS, UNA GEOGRAFÍA
Cuando uno tiene poco o nada que decir y explicar sobre las entrevistas, se enzarza en supuestas teorías que dan risa, por su ridícula obviedad, o se entrega al delirio de las tipologías, de las clasificaciones, de las variedades…, algo sin otro sentido que llenar páginas, porque apenas aporta conocimiento alguno. Además, los criterios son dispares, y a veces tienen tanto fundamento como distinguir entre entrevistas de mañana y de tarde. Una clasificación de las entrevistas debería discernir entre estructuras formales de los textos —escritos, audiovisuales, multimedia— de acuerdo además con el tipo de asunto y de objetivo, no para establecer un abanico de tipos porque sí, sino para facilitar el manejo y el conocimiento integral y orgánico del género: una geografía de la entrevista.
A mi entender, el elemento que define a la entrevista como género periodístico es la pregunta, las preguntas que hacemos a alguien con el fin de saber algo que no se sabe o se sabe mal o se sabe poco o incluso que no se puede saber a ciencia cierta, de conocer algo que quizá ya se sepa pero tu auditorio desconoce, o para que alguien cuente a su manera algo que otros cuentan de modo distinto. Hacemos entrevistas para nuestro auditorio, pero la idea de auditorio —lector, oyente, espectador— no es universal, sino relativa y heterogénea, variable, propia de cada medio, e incluso de cada pieza. Que la pregunta —y la respuesta, claro— es el elemento genuino y constitutivo de cualquier entrevista, parece fuera de toda duda, por lo menos en su proceso de elaboración, porque se han publicado cientos de entrevistas en las que las preguntas como tales han desaparecido en parte o por completo.
Baltasar Porcel, dos que hablan pero no se hablan
Por ejemplo las latosas entrevistas que Baltasar Porcel publicó en Destino de 1967 a 1971 en las que eliminó cualquier rastro de conversación original y el texto era como dos monólogos en sucesión que, para evitar la locura del vaivén continuo, se veían empujados a alternarse con largos, pesados párrafos de cada uno. Ni es perfil ni semblanza, porque se interrumpe y rompe a cada rato, ni mucho menos es diálogo o conversación. Extraña manera de entender una entrevista. Les llamó Los encuentros, Porcel, pero no dejan de ser unos encuentros muy raros: dos que hablan pero no se hablan. Aquí tienen una muestra de ese despropósito:
Yo he sido un notable aficionado a la Fiesta Nacional. Ello ocurría quince años atrás y en Palma de Mallorca, las calurosas tardes domingueras de un verano encendido, la mar inmóvil y difuminados los horizontes. Íbamos hacia el coso mis amigos Diego, Jaume y un servidor, el ánimo pinturero y fumando un puro de acre pestilencia. El bochorno aquietaba el aire, mustiaba las hojas polvorientas de los plátanos. Nos situábamos en una andanada de sol, con soldados, gitanos y peones del ramo de la construcción inmigrados del sur peninsular. Entre el griterío disparatado, la calor picante y el humo hediondo, entrábamos en un estadio de euforia incontrolada y chulapa. Un día nos agregamos a un pelotón de aficionados encalabrinados por el entusiasmo, y emprendimos el trote hacia el centro de la ciudad llevando un torero a hombros. Íbamos ligeros, voceando vivas. Entramos en la estrecha y atiborrada calle de Sant Miquel y entre el gentío estupefacto y los coches desfilamos: un tipo cansado y ensangrentado, bailoteando sobre los hombros de una docena de individuos sudorosos, roja la cara, que expelían gritos inconexos. Lo descargamos en un bar llamado El Ruedo, en la Plaça Major, donde yo, de un codazo, rompí un cristal. Tuvimos que abonar ochenta pesetas a escote mientras el torero, molido, se metía en un taxi.
Hasta ahora, que he ido a encontrar a Paco Camino, no había vuelto a contemplar el espectáculo español. Y durante tres días he hablado largamente con el diestro.
—Tengo veintiséis años y empecé a torear el 52, de novillero sin caballo, de pantalón corto, en Cumbres Mayores, provincia de Huelva, donde hay el mejor jamón del mundo. Fue lo más importante de mi vida. ¿Que cómo me dio por ahí? Hombre, pues aquello fue que fui con mi padre, que era banderillero. Que «Hombre, torea», que me dijo. Y maté una becerra, fíjese. Una becerrilla. Estuve rodando por los pueblos hasta el 58, que debuté en Zaragoza el 5 de junio, sin caballo, donde aquel año toreé catorce novilladas. Ya con caballo salí el 6 de septiembre, también en Zaragoza. Como matador me presenté el año 60, en Valencia, donde se me dio la alternativa. Es lo que más recuerdo, para mis adentros. Entre España y América, en ocho años, habré hecho unas novecientas corridas. De toros, habré matado ponga usted unos mil ochocientos. ¿Que si he pasado miedo? ¡Joer, he pasado más miedo que no le digo! Miedo, bueno, miedo.. No sé, miedo. Responsabilidad de uno mismo, que quizá sea el miedo, no sé. Si ves salir un bonito toro, alegre, ya le tienes ganado un cincuenta por ciento de simpatía, de confianza en ti mismo. La desconfianza es no creer en uno mismo. Es el miedo, supongo yo, vamos. Yo he tenido años muy malos, como el 61, y los he recuperado a base de confianza en mí mismo y de voluntad. El miedo es como si le pusieran a uno los nervios de punta, como un ataque de nervios. Yo lo he sentido cuando me he pegado un trompazo con el coche. Una cosa muy rara en el cuerpo, que te escaparías a escape, joer. Pero delante del toro es una tensión de nervios, que vives comido por la faena, por el animal, por el ambiente. Es que, ¿sabe?, desde el toro hasta el picador pasando por el caballo y el público, todos son enemigos tuyos. Todos. Toreando bien quieres vencerlos. Y si sale mal sientes envidia, te ves poco, te ves inferior, y te peleas contigo, con tu alma. ¿Sabe que le digo?: que sientes más miedo a hacer el ridículo que al toro.
Encontré a Paco Camino siguiendo la más estricta finalidad perseguida por esta sección: contabilizar unas gentes señeras y la situación temporal de este país. Porque el señor Camino, al decir de los taurómacos -—y ahí está la responsable opinión de Mariano de Lacruz, crítico de la revista Destino—-, es, de los toreros jóvenes, el más perfecto y completo, como Antonio Ordóñez lo es de la generación granada.
Fuera del ruedo —en casa del monárquico Antonio Senillosa, en el bar del Hotel Manila—-, Paco Camino es un muchacho de estatura mediana, erguido, que viste de gris plomizo, ceñido. Es moreno, de pelo aplastado contra el cráneo y ligeramente ondulado. Si no fuera por sus ojos de vivacidad constante y por su sonrisa de simpatía adolescente, sus cejas caídas le imprimirían un aire tristón. Habla con acento andaluz y contesta con prontitud, con naturalidad.
—Satisfecho de mí mismo, es difícil que lo esté. Satisfecho, satisfecho me he sentido pocas veces: dos toros en Maracay, que es Venezuela; uno en Méjico, otro en Barcelona, uno en Madrid . Entonces me he sentido a gusto. A gusto. Orgulloso de mí. Cuando he cortado cuatro orejas y un rabo, siempre siento una gran alegría, desde luego. Pero luego me acuesto, y con la cabeza en la almohada es cuando yo pienso en lo que he hecho, en las cosas de la vida. Y entonces, al pensar, es cuando uno mismo ve cómo le ha ido. No, situarme como torero no me costó. Lo difícil es mantenerse. Lo difícil es estarse doce, quince años, como primera figura. Prueba de esto es que hay poquitos. Yo siempre he pensado estarme por lo menos doce años, que es cuando se puede decir que uno ha sido una primera figura. Yo me definiría como un torero largo, de buen arte y profundo. ¿Usted no sabe qué quiere decir todo esto? Bah, son palabras de toreros. Largo quiere decir que es un torero para años. Arte es una cosa… pues, bueno, arte es el que tiene arte para bailar, para cantar. Y profundo, cuando se ha toreado un toro que se queda grabado en la cabeza de la gente y se acuerdan al cabo de veinte años. Que no soy un torero corriente, vamos. ¿Qué tengo como malo? Pues que la gente dice que toreo muy seguro. A la gente le gustan así las cosas de mucho ver, de peligros. Pero toreando bien se arriesga uno más que toreando mal, porque tienes que llevar y traer los toros, dominarlos. Yo me lo pienso, lo que hago. Tengo una cabeza que dicen privilegiada. Me llaman el sabio de Camas, que es mi pueblo.
Que las intervenciones de cada uno son largas, resulta evidente. Y en este caso, la pesadez del texto es atenuada porque Porcel, por su parte, se limita a contar una anécdota personal —el relato y la descripción de esa tarde, con sus amigos, camino de la plaza de Palma—, más un apunte de Paco Camino y apenas hay comentario, y porque la ‘respuesta’ del torero casi se limita al relato gracioso de su historial de matador. Es fácil advertir el rudimentario artificio del que se vale Porcel para atenuar la extraña sensación que produce una respuesta sin pregunta: hace que sea el entrevistado mismo quien se pregunte, aunque en alguna ocasión la pregunta está implícita en la forma de articular la respuesta: “satisfecho de mí mismo, es difícil que lo esté.” Es una estrategia recurrente en Los encuentros de Porcel que, a mi entender, pone de manifiesto la incomodidad del mismo autor ante el texto y su forma de hacer, ante la aparición de una ‘respuesta’ que no se sabe a qué pregunta da contenido, una forma de reconocer que su estilo violentaba la entrevista misma y que a veces alcanza rasgos de caricatura:
—¿Si he ganado mucho dinero? Hombre, no me puedo quejar. ¿Si pasé hambre, antes de ser torero? No, nunca me quedé sin comer, aunque no nos sobraba nada. Mi padre era tonelero y banderillero. Luego lo cogí conmigo de banderillero y conmigo se retiró… ¿Qué si se afeitan los toros, si hacen menos peso del reglamentario, si nosotros compramos la crítica? No, no; apenas si hay de esto, créame. Yo no veo nunca un toro afeitado ni doy dinero a ningún crítico… ¿Buenos toreros en España? Buenos, muy buenos, pocos: Ordóñez, Aparicio, Puertas, Antoñete, el Viti y Teruel, uno que empieza… ¿Si he pasado momentos muy malos en mi carrera? Hombre, algunos que hasta me han metido en la cárcel, fíjese usted. Fue en Lima, que es del Perú, en noviembre del año pasado. El público decía que yo estaba mal y me tiraban almohadillas, botellas. Me negué a matar el toro y me encarcelaron. ¡Ajá, y la cornada que tuve en Bilbao! La estuve medio palmando. Fue el 22 de agosto del 61. Un toro de Atanasio. Me entró el pitón por la ingle, en la parte del femoral. Me acuerdo de cuando caí al suelo: yo me cogí la cabeza, caí y vi que me salía sangre como una fuente burbujeante, ansí. Pero no sentía dolor: veía sangre, creí que me desangraba completamente, el toro bufando a mis espaldas… Me invadió una angustia por encima de todo: como si me observara a mí mismo y viera que todo se acababa. El toro allí, el charco de sangre, no me llevaban a la enfermería… Yo la cabeza cogida entre las manos… ¡Uf!
Azorín, en la finca del cacique Romero
Parece que Porcel quería protagonismo y ser original a cualquier precio. Y evitar que le confundieran con un periodista raso, claro. Eso es más o menos lo que confiesa al final de la Nota Previa al segundo volumen de Los Encuentros (Destino, 1971): “una de las peores desgracias de ese oficio de llenar papeles es el verse obligado a llegar, a través de todas las autocrueldades imaginables, a ser quien se es. A la individualidad —a la originalidad—, sea cual fuere”. Eso mismo, crueldades. Antes, con una modestia digamos que mal simulada, Porcel asegura que “con verdadero asombro he leído con frecuencia que mis entrevistas han creado un estilo nuevo de hacer esta especie de literatura […] que muchos señores imitan, más o menos literalmente”, aunque reconoce que “es muy agradable ser un maestro, sobre todo cuando no existe, ni por asomo, maestría ninguna en mis escritos”. Luego, con un desdén fingido, Porcel se las apaña para situar sus ‘entrevistas’ justo al lado de los grandes maestros: “Porque, puestos a calcar, ¿a santo de qué hacerlo con mis tentativas, cuando Josep Pla ha construido sus Homenots, elípticos análisis de apasionante colorido; cuando Azorín, a principios de siglo, tejió piezas tan reposadas y aceradas como aquel Romero en el Romeral; cuando Indro Montanelli ha publicado en Corriere della Sera sus incontri rebosantes de ironía?” Resulta algo curioso que como ideales del género —¿pero de qué género?—, Porcel proponga esos memorables ejemplos que poco o nada tienen de entrevista y sí, en cambio, mucho de perfil y retrato, o incluso de crónica personal, según el caso. Porque los Homenots de Josep Pla son sabrosas, agudas, luminosas semblanzas, pero nada tienen que ver con la entrevista como género, ni con la pregunta como herramienta, como se puede apreciar en este homenot dedicado a Dalí:
“Sembla que és un element important del grup surrealista de París. Els diaris de la capital de França el pistonegen i publiquen els seus impressionants exabruptes amb complaença. Farà molt de camí, si és que es vol dedicar a aquesta professió de vedetisme desenfrenat. Examinant les coses fredament, el que resulta literalment fabulós és que Dalí, repetint les collonades, ximpleries i animalades que es deien als cafès de Figueres en els anys de la seva adolescència i la seva primera joventut (manifestades per ell amb un francès fantàstic i amb una barra descomunal), es vagi fent un tipus no solament de París, sinó de molt més enllà de París —un tipus que tira per la fama mundial, com es va veient cada dia. En aquells anys, Figueres s’especialitzà en un humorisme sense solta, de gra molt gruixut, d’un primarisme grotesc. Aquest humorisme fou cultivat en els cafès i en algunes cases particulars”.
Porque la célebre, novedosa y en su momento escandalosa pieza que cita de Azorín es sin discusión una crónica un tanto furtiva en la que el escritor cuenta lo que ha visto y oído durante su visita a la finca El Romeral que Francisco Romero Robledo (1838-1906), ex ministro de Gobernación y de otras carteras y entonces presidente del Congreso, tenía en Antequera: “El señor Romero Robledo se ha levantado y acaba de oír misa. Dan las doce. Yo estoy en una estancia ancha, cuadrada; el piso es de diminutos mosaicos levantinos…˝ Y claro que en el texto aparecen guiones de diálogo, e incluso diálogos, pero no son preguntas ni respuestas a un periodista, no obedecen a ninguna entrevista, son el relato de lo que se dijo y se habló ese día “desapacible y frío” de la primavera de 1905, en ese cortijo descomunal, latifundio de régimen feudal, enajenado al municipio décadas atrás por el avispado Romero cuando la desamortización de Madoz. O sea, el relato de las confidencias, juicios y exabruptos de ese vehemente político andaluz al que alguien calificó como “supernotable rey del caciquismo rural”:
El señor Romero Robledo ha levantado la cabeza y se ha guardado sus lentes.
—¡Bueno, bueno! —exclama el ilustre orador repantigándose en el ancho sillón.
—Don Francisco —me atrevo yo a decir, como quien no hace la cosa—; don Francisco, parece que este viaje [del Rey Alfonso XIII a Valencia] es un éxito de Villaverde… [Presidente del Consejo de Ministros]
No os pintaré la mirada que el insigne parlamentario me ha lanzado con estos sus ojos pequeñitos, vivos y azules; yo he debido parecerle en este instante al gran orador el más ingenuo de los mortales.
—Villaverde —replica con voz lenta el señor Romero Robledo— es un desgraciado.
Y después, con más rotundidad, con más firmeza, con más satisfacción:
—Ya lo verán ustedes cuando vaya a las Cortes, si es que se atreve a ir. Ya lo verán ustedes a la cabecera del banco azul azorarse, perder la cabeza y hacerse un lío…
Yo comienzo a advertir en el ilustre orador, en sus ademanes, en sus gestos —en sus movimientos, en las inflexiones de su voz—, un aire de íntima, de suave, de irremediable melancolía. ¿Son los años? ¿Son los achaques? ¿Son las decepciones perdurables de una vida de afanes?
—Villaverde —repite con vago desdén en señor Romero Robledo— es un desgraciado. Yo no he visto jamás lo que estoy viendo ahora; no hay gobernantes; no hay en el Parlamento aquellos grandes oradores de antes; yo no sé dónde vamos ni qué va a ser de nosotros.
Y a seguida, como si el Parlamento constituyera su obsesión:
—Vayan ustedes, vayan ustedes recorriendo todos los lados de la Cámara y verán cuáles son los hombres con que contamos. ¿Ustedes creen que hay un orador como Cánovas? Maura es un orador de oposición, habla bien sólo cuando se le acorrala, cuando se le excita, cuando está indignado. Salmerón es un orador de una dicción admirable, pero es monótono, está anticuado, sólo tiene una nota. Melquíades Álvarez necesita prepararse para hacer un discurso; es decir, no es parlamentario, puesto que el orador parlamentario ha de ser como el cazador, ha de tirar la liebre cuando salte. Canalejas habla bien, tiene brío e inspiración, pero es hombre que desfallece, que se amilana, que pierde toda su fuerza y toda su inspiración si nota que una frase en que él confiaba no hace su efecto; yo lo he visto comenzar un discurso magnífico y acabar de pronto, de cualquier modo, porque el auditorio no le aplaudía.
—Y no hay nadie más —continúa luego—; Silvela no asoma por el Congreso, y en cuanto a Alejandro Pidal, está agotado… Esto en el supuesto de que Alejandro Pidal haya sido alguna vez orador, que yo no lo creo.
—Porque —añade el señor Romero Robledo en tono terminante, abriendo lo brazos—; porque, ¿qué orador es ese que se agota de pronto? ¿Se puede concebir —concluye un poco asombrado el presidente—, se puede concebir que un orador se agote?
Una voz recia grita en este momento desde la puerta:
—¡El señor está servido!
—Vamos a comer, Azorín —dice el señor Romero Robledo levantándose con gesto displicente, cansado.
En esta indiscreta y estupenda crónica de Azorín, hay un montón de guiones, e incluso diálogos, pero esto nada tiene que ver con entrevistas ni con preguntas ni tan siquiera con respuestas, sino con el relato —descripción también, y retrato— de ese mediodía de monólogos más que de plática del lenguaraz y confiado Romero Robledo rodeado de su fiel camarilla, que cuando vio impresas en El Imparcial sus lindezas y reproches, en especial la que dedicó repetidamente al presidente del Consejo de ministros, no tuvo más remedio que desautorizar al cronista y mandarle un telegrama de disculpa a Villaverde negando esos improperios: “Tenga usted por completamente falso cuanto Azorín me atribuye hoy en El Imparcial. Es ajeno a mi carácter y contrario a mis manifestaciones y a mis actos”. Vaya hipócrita, o vaya tipo listo, que usó Azorín a fin de propalar sus ninguneos y luego, solemne, negarlos. De todos modos, ese telegrama no debió gustar nada al periodista, porque tres días después le dedicaba una nueva crónica —Alarma en el Romeral (28-04-1905)—, esta vez sí inventada, aunque no por ello falsa, en la que con una mala leche muy fina Azorín imagina los comentarios, gracias y rechiflas de Romero Robledo y compañía al leer la crónica en la que el mandamás del Congreso despelleja a los cabecillas del Parlamento. Esa segunda crónica, por la que le echaron del periódico, es una ingeniosa preterición con notable guasa que permitió a Azorín no sólo repetir lo que ya había publicado —pero ahora viendo a Romero Robledo que se regodea al leerlo—, sino justificar también su proceder periodístico:
—¿Qué ocurre, don Francisco? —pregunta vivamente don Joaquín alarmado.
—Nada —replica don Francisco—: que Azorín ha publicado un artículo tremendo en El Imparcial.
—¡Hombre! —exclama don Joaquín—-. ¿Dice usted que Azorín ha publicado un artículo?
—Sí, sí —replica el ilustre orador, todavía estupefacto—. Sí, sí, ese Azorín —añade con aire de desdén— que parecía un hombre atontado y que no despegaba los labios.
—¡Pero no puede ser! —grita don Joaquín—. Usted, don Francisco, ¿celebró con él alguna conferencia?
—¡Ca, hombre, ca! —gritó también el ilustre orador—. ¡Si ese Azorín no me preguntó nada!
—Entonces —observa don Joaquín—, no lo comprendo.
—Ni yo tampoco —concluye el presidente, dejando sobre la mesa el telegrama y guardándose sus lentes de concha.
Y no se puede comprender, en efecto, dados la antigua norma y patrón de la interview política, que un cronista visite a un político ilustre, le oiga hablar, le vea moverse, observe su casa, los muebles, la indumentaria, los amigos que le rodean, y crea firmemente, rotundamente, que todo esto tiene más importancia y le ha de interesar más al público que unas declaraciones abstractas, secas, convencionales, preparadas, en que no hay vida, ni gestos, ni espontaneidad, ni ingenuidades.
Los encuentros del maestro Montanelli
Porcel cita también como referente de lo que él pretende hacer los Incontri que el periodista italiano Indro Montanelli (1909-2001) publicó en Corriere della Sera a finales de los cincuenta, y que luego fueron recogidos en un volumen, Gli Incontri (1961), que en su versión española si tituló Personajes (1966). De los tres ejemplos que propone, quizá sería el más cercano a la entrevista, aunque en su periferia, porque los Incontri son algo así como un reportaje de personas, mezcla de perfil y retrato, y de crónica, que a veces surge de un encuentro concertado —una charla en casa del personaje o una conversación en su despacho oficial— o bien ocasional, como el texto que dedica a Carmen Amaya y su tribu, con quienes coincide algunas noches en un bistrot de París cercano al teatro donde actuaba ese estallido de genio, ese milagro flamenco que creció en las barracas del Somorrostro. Pero casi siempre los incontri de Montanelli van más allá de un escenario y una escena concretos, beben de recuerdos y de lecturas y de anécdotas, y lo que tienen en común todos ellos es que son relatos sobre personas, casi siempre conocidas, reales, pero en algún caso de ficción, como esa historia ejemplar y estremecedora del general Della Rovere, un mito que surgió de su penoso paso por las cárceles de Mussolini en 1944, de las que escapó horas antes de ser fusilado, y que Rossellini convirtió en un clásico del cine (1959).
Además de conversar y sobre todo escuchar y observar, doy por hecho que en muchos de esos encuentros, sobre todo en los más formales, Montanelli hizo preguntas concretas al personaje, y es en este sentido que digo que sus incontri tienen algo —un substrato— de entrevista, de conversación. Pero luego en el texto, aunque aparezcan declaraciones, citas literales, e incluso diálogos, el resultado no es una entrevista, porque todo lo cuenta la voz única del periodista, que se convierte así en un narrador de no-ficción que cuenta reportajes sobre personas —y semblanzas de personas— a las que ha conocido, con las que ha conversado largamente, con la intención, claro está, de retratarlos: no un retrato de fotografía, quieto, congelado, sino como un relato, con el personaje en su mundo y en su ambiente, un retrato mucho más cercano al cine o al teatro. Por ejemplo, este fragmento del incontri con el militante antifascista, pintor y escritor Carlo Levi (1902-1975), autor de Cristo si è fermato a Eboli (1945), que más que una novela es casi reportaje —enorme, intenso, emotivo, magnífico— que da cuenta de la durísima vida de esa pobre gente de Gagliano, que “hasta hace poco, no conocía la rueda”, en la antigua Lucania, al sur de Italia, ‘abandonados incluso por Dios’ y no digamos por el gobierno, que Levi conoció durante los dos años que estuvo allí —un mundo aislado, triste, desolado—, confinado por las autoridades fascistas:
Será por lo menos la décima vez que, después de una velada pasada con Carlo Levi, vuelvo a casa, escribo su nombre en el principio de una cuartilla en blanco y comienzo a trazar una pequeña semblanza suya. Pero, al segundo punto y aparte el miedo me para la mano y me obliga a tirar la cuartilla.
Levi es el hombre más apacible y amable del universo, también el más provisto de sense of humour. Soporta las críticas, tolera la ironía con paciencia de un viejo sabio de Sión. Pero no admite la imprecisión. Un día me mostró un artículo difamatorio contra él publicado hace unos años en un pequeño semanario de provincia. De todo le acusaban: era mal escritor, mal pintor, mal ciudadano y mal médico. Carlo estaba humillado.
“No comprendo —dijo— por qué los periodistas, a veces, han de ser tan inexactos.” “¿Inexactos? —me rebelé—. Aquí no se trata de inexactitud. Se trata de calumnia, de mala fe, de partidismo sectario. Dejemos de lado tus cualidades de médico, que acaso sean inferiores a las de Frugoni. Pero tu valía como artista…” “Ah, no sé —dijo—. No hablo de eso. Me refiero a la chaqueta.” “¿Qué chaqueta?” “La chaqueta, ¿no lo has leído? Dice que yo siempre llevo chaqueta de pana, con particular preferencia de color verde. No es verdad. De vez en cuando llevo chaqueta de pana verde, de vez en cuando de otro color. Pero la mayoría de las veces mis chaquetas son de lana corriente, gris o marrón. Serán bonitas o feas, de buen o mal corte. Pero, de cada siete días a la semana, cinco visto como tú, como todos. ¿Por qué describirme como el hombre vestido de pana? No es exacto, dispensa, no es exacto.”
Total, que de todas las acusaciones que impunemente le habían lanzado, la única que le impresionó y ofendió fue la relativa a la chaqueta de pana verde que, por casualidad, lleva de verdad; y cuando no la lleva, se venga poniéndose la camisa de terciopelo. Si fuese psicoanalista, me entregaría a explorar los sobrentendidos y freudianos porqués, no tanto de esa preferencia, sino de la vergüenza que Levi parece experimentar de esa prenda de vestir y que le impele a ocultarla como un pecado poco menos que monstruoso. Quien sabe lo que hay bajo ese complejo del terciopelo. Acaso solamente una venganza de la naturaleza que, habiendo regalado a Levi un carácter de oro, tolerante, generoso y comprensivo, ha querido desquitarse otorgándole una flaqueza, aunque sea la más inocua para todos, menos para el pobre retratista, que si quiere retratar a Levi de verdad, debe dejarle como es: vestido de pana o por lo menos con algo que sea de pana. Lo que a él le sentará mal.
Conversar, dialogar, a veces incluso preguntar, y sobre todo escuchar, observar: esas son las herramientas del autor de la gloriosa y memorable Storia di Roma (1957) en sus Incontri. En este sentido, en la contraportada de la edición española de sus Personajes, se dice que Montanelli es un periodista que “en vez de preguntar, escucha; en vez de disecar a los personajes a través de un formulario sabiamente preparado, los deja vivir libremente ante sí, y sólo de cuando en cuando se permite una observación irónica, sutil, que encauza el diálogo por los derroteros que le interesan a él […], y mientras sus personajes hablan, él los escucha entre líneas”. En fin, ya que Porcel calcó el título a Montanelli —Gli Incontri: Los encuentros—, también podía haber imitado el formato del periodista italiano, tan libre además, de relato y retrato, de semblanza o reportaje de personajes, en vez de esas entrevistas mas bien ranas: dos que hablan pero no se hablan.
Las preguntas, el origen de la información
Sigamos. Las ruedas de prensa de verdad, no esas conferencias de prensa sin preguntas que tanto gustan a los políticos, ya son en alguna medida una entrevista coral, pero nunca —excepto en algún caso en que la escena y el diálogo tuvieran un valor documental— se publican en forma de entrevista, de pregunta y respuesta, ni en prensa escrita ni en audiovisuales: se recogen citas en el texto, o cortes de voz en el relato oral, o fragmentos de videos en la información audiovisual, eso es todo. Esto no quita, sin embargo, que en una información en la red, se adjunte un vídeo que recoge fragmentos de esa rueda de prensa de la que informa, o incluso la rueda de prensa entera, como documento anexo. La preguntas son o deberían ser el eje y el sentido de la ruedas de prensa, y por esta razón serían el primer territorio del periodismo donde aparece el fundamento de la entrevista: preguntar para que respondan y se expliquen, porque queremos saber.
En ocasiones, los periodistas preguntan en demanda de información, sobre todo cuando tras el asunto está la urgencia de la noticia: acaba de producirse un atentado o un accidente de aviación o la policía detiene un rato a no sé qué político o banquero corrupto o el Rey anuncia que abdica la corona, por ejemplo, y claro, lo primero que se busca son datos, si ha habido muertos o heridos, quien puede estar detrás de la explosión, si hay supervivientes, de dónde eran los pasajeros y el avión, quien es el político o el banquero, de quién es amigote del alma, de qué se le acusa, qué ha dicho el rey de la sabana y de las sábanas, cómo se lleva a cabo la abdicación, o la proclamación del siguiente…En casos así, aunque dependerá de la gravedad, de la importancia y la cercanía del asunto o del siniestro, lo primero que demandan los medios, la audiencia en general, son datos, información, y luego, en segundo lugar, la valoración, la explicación, la interpretación: ¿El Estado Islámico es mucho más peligroso que Al Qaeda?¿No habrá más remedio que otra intervención de la OTAN en Oriente Medio? ¿Las líneas low cost implican mayores riesgos de accidente? ¿El caso Pujol, afectará al llamado proceso soberanista? ¿Por qué abdica el Rey? ¿Es una forma de salvar la monarquía? ¿De frenar los escándalos de la familia?
Sobre todo en medios audiovisuales, noticias de este tipo y calibre pueden dar lugar, de inmediato, a conexiones y entrevistas en directo con autoridades o con responsables, primero, y luego, una vez ya se tienen algunos datos, también con expertos. La urgencia y la oportunidad hacen que esa entrevista meramente informativa y, en segunda instancia, también valorativa, se emita tal cuál, como entrevista propiamente dicha, con preguntas y respuestas: en directo, si se puede, y si no en diferido. Luego, a medida que se conozcan nuevos datos, puede haber nuevas entrevistas, claro. Pero una vez remita la urgencia de la actualidad y la redacción disponga de tiempo para la edición audiovisual, esas entrevistas dejarán de emitirse como tales entrevistas, como secuencia de preguntas y respuestas, y serán recuperadas parcialmente como cortes de voz o fragmentos de vídeo en nuevos relatos informativos. Aunque el medio digital permite publicar de inmediato, en prensa escrita no existe el directo, y estas entrevistas informativas o de valoración de urgencia casi nunca se publican como tales entrevistas, con sus preguntas y respuestas, sino que ya desde el primer momento se reutilizan como contenido de las crónicas informativas que elabora el periodista. Puede haber excepciones, claro: cuando la entrevista es una exclusiva, por ejemplo; o cuando la entrevista tiene un valor documental, a veces sobrevenido (acaban de asesinar al político que entrevistaste hace unas horas, por ejemplo), a veces premeditado, como esa transcripción de una entrevista telefónica que Ricardo Martínez de Rituerto publicó en El País en para redondear ad hoc una crónica suya—Racionero reprodujo pasajes enteros de un libro de 1921 apara escribir su Atenas de Pericles (18-04.2011)— en la que denunciaba por plagio a Luis Racionero, horas después de que el galardonado escritor, muy cercano al PP de Aznar, tomara posesión como director de la Biblioteca Nacional de España:
“Se trata de intertextualidad y no de plagio”
M. DE R., Chicago
Luis Racionero acaba de presentar El pecado original, su última novela, la historia de una secta que llega a nuestros días desde el origen del hombre y cuyos miembros comen el cerebro de los otros en busca de la perfección humana.
Pregunta. No es mal pecado original apropiarse del cerebro del prójimo. Su libro Atenas de Pericles contiene pasajes que guardan un extraordinario parecido con El legado de Grecia.
Respuesta. No tanto. He utilizado ideas de otros. Se llama intertextualidad: buscar lo que han dicho otros y contarlo. No vas a inventar. Lo hacemos todos.
P. ¿Todos? ¿Puede darme nombres de quienes hagan lo mismo?
R. Lea y compare.
P. He leído y comparado su libro sobre Atenas y El legado de Greciay el primer capítulo es un calco del de Gilbert Murray.
R. Habrá ideas. No me dedico a traducir. No tengo por qué dar explicaciones. Puede que haya utilizado párrafos y frases, pero citándolo.
P. Es un párrafo tras otro. No cita ni una sola vez a Murray ni a Livingstone y pasa de puntillas por Kitto, Hamilton y Toynbee.
R. Es que no es una tesis doctoral. Hay referencias en la bibliografía que doy al final. Si no, sería pesadísimo.
P. En la bibliografía usted dice haber tomado ‘referencias y planteamientos, datos y anécdotas’, pero lo que hace es reproducir con generosidad, sin comillas y sin citar, a unos y a otros.
R. Ahí diferimos. No necesito copiar a nadie. He viajado, leído y estudiado lo suficiente como para no tener que copiar a nadie.
P. Y, sin embargo, lo hace. ¿Es plagio conforme a la definición del diccionario de la Academia?
R. Ja, ja. ja. ¿Y qué? ¿Y qué? No es plagio. Es intertextualidad. He utilizado a estos autores como hacen otros. Me da un poco de risa que me llame ahora, a los ocho años de que saliera el libro. ¿Me va a denunciar?
P. Sólo le hago notar que reproduce página tras página sin citar.
R. No es cierto.
P. ¿Niega la evidencia?
R. Yo sé cómo se hizo ese libro. Fue un libro de encargo, fruto de bastantes años, que me costó mucho trabajo.
P. ¿Está Florencia de los Médicisescrito del mismo modo?
R. Vaya y búsquelo.
P. En otros libros cita constantemente las fuentes y aquí las oculta.
R. Si me he olvidado, lo siento. Es una guía para viajeros. En una tesis doctoral se cita. Las guías para viajeros son cosas distintas. Mire lo que hacía Josep Pla. No vas a ir página por página citando. ¿Me está juzgando? ¿Es la Inquisición? Para mí todo esto es absurdo y grotesco.
P. ¿Qué es grotesco?
R. Está invadiendo mi intimidad. No hay más que hablar.
Entrevistas temáticas y de personaje
La entrevista temática, en cambio, —a la que dedico un capítulo luego—, en la medida que ya no está sujeta a la rabiosa actualidad, porque sus preguntas y sus respuestas tienen una fecha de caducidad más o menos larga, se publica como tal entrevista, con su estructura de pregunta y respuesta, tanto en prensa escrita como en medios audiovisuales. Aunque a menudo encuentra su razón, motivo o pretexto en la actualidad, la entrevista temática no depende de la cambiante actualidad, no es víctima de la inmediatez, ni de la urgencia ni del tiempo en general, y si no se publica hoy, lo habitual es que no ocurra nada y pueda publicarse igual mañana o pasado, y además lo normal es que no pierda vigencia por unos días o semanas, sus contenidos son de largo recorrido. En la entrevista temática abordamos asuntos recurrentes que afectan de uno u otro modo a todo el mundo —el paro, la obesidad, el fracaso escolar, la corrupción, el machismo, el fanatismo y tantos otros ismos— y en los que hay dudas, diversidad de opiniones, formas distintas de verlos, pros y contras, discrepancias, conflictos, hipótesis diversas, esperanzas y también miedos… Y para ello recurrimos a expertos, personas a las que reconocemos o reconocen autoridad sobre el tema para que, desde sus conocimientos, su experiencia y sensibilidad, nos valoren, interpreten y expliquen ese asunto, y mediante su pronóstico fundado nos puedan orientar y aconsejar.
La tecnología digital permite que ese tipo de entrevistas no desaparezcan en un día, que es lo que ocurría hasta hace poco con la prensa escrita, y peor aún en los medios audiovisuales, porque una vez emitida, adiós muy buenas. En cambio ahora, las webs de los medios digitales o convencionales, tanto escritos como audiovisuales, pueden mantener las entrevistas temáticas en un primer plano durante tiempo, alargar así su vida y su difusión y, en fin, sacar el máximo provecho al trabajo de las periodistas.
Cambiamos de terreno. Las llamadas entrevistas de personaje o en profundidad o de personalidad o creativas o literarias o de perfil o de retrato…, da igual el nombre, gozan de una mayor libertad estructural, sobre todo en prensa escrita, donde no sólo pueden desaparecer las preguntas, como hemos visto en Los Encuentros de Porcel, o redactar preguntas que no se hicieron así o que ni tan siquiera se formularon, sino que incluso se puede alcanzar un cierto grado de ficción —de recreación, de invención— con la libertad casi de quien elabora un retrato pero con formato de entrevista. Lo veremos con más detalle en el capítulo que dedico a este tipo de entrevistas. En las entrevistas audiovisuales de personaje, que a menudo se emiten en directo, o grabadas en tiempo real, son raros la edición y el montaje en este sentido, y a la sumo se realizan algunos cortes que los cambios de plano disimulan fácilmente. Pero más allá de estos retoques de duración o de contenido, sería absurdo eliminar justamente el valor añadido de las entrevistas audiovisuales: la entrevista que surge y avanza ante nuestros oídos y ante nuestros ojos, la entrevista en vivo, haciéndose, creciendo con sus preguntas y sus respuestas y sus réplicas, con sus dudas y silencios, con todo el plus de información no verbal —miradas, gestos, rubores…— y no lingüística —tono, exclamaciones, risas, sollozos, suspiro— que acompaña a las palabras. En las entrevistas audiovisuales, además de buenas preguntas, claro, hace falta un buen sonido y, en televisión, unos buenos cámaras y una atenta realización, capaces de observar y destacar todos los indicios visuales que ratifican, subrayan, corrigen o contradicen a las palabras.
En las entrevistas llamadas en profundidad o creativas o de personaje o…, el tema es justamente ese personaje, y nuestras preguntas y nuestro objetivo pueden ser de orden profesional o también de índole personal, dependerá de muchos factores, del tipo de personaje entrevistado, del tipo de programa o de medio o de sección, del tono habitual de la entrevista… Podemos entrevistar a una escritora, por ejemplo, y ceñirnos a asuntos literarios —inspiración, método, críticas, éxitos, fracasos…—, o entrar ya en aspectos más de retrato personal o incluso ideológico y moral, sobre la vanidad y la soledad, sus aficiones y sus manías, sus flaquezas y sus miedos, sus sueños y sus fantasmas… No hay, en principio, límites más allá del respeto a la dignidad y la intimidad de las personas, y todo se puede preguntar si uno es capaz de ganarse la confianza y suscitar la complicidad. Como decía el maestro Manuel del Arco (1909-1971), “se puede preguntar lo más cruel, lo más feroz, lo más escandaloso, lo más indiscreto, en fin, si antes se ha preparado el terreno. Hay que crear un clima de confianza primero; luego ya viene la audacia sin temor al descalabro. Pero de buenas a primeras lanzar una pregunta que se lleva en conserva es exponerse al revolcón” (Enciclopedia del Periodismo, Noguer, 1966).
Como en cualquier otro tipo de entrevista, en éstas se alternan tres voces básicas: el periodista que habla al auditorio, ya sea lector, oyente o espectador, y que podríamos llamar Comentario, el periodista que Pregunta y el personaje que Responde. Así como en las entrevistas audiovisuales se tiende a respetar el orden natural de esa alternancia, en prensa escrita el autor tiene licencia para hacer lo que crea necesario, oportuno u original, dependerá en última instancia de su interés, de su ambición, de su vanidad y de su inteligencia, claro está: puede entender que la entrevista ha de ser un fiel reflejo de esa conversación, de su clima y ritmo, de su tensión y recelos, de sus complicidades y desencuentros, o puede entender que esa conversación original no es más que la materia bruta o incluso un mero pretexto para fabricar un artefacto más o menos literario que quiere dejar huella de su estilo y de su destreza. A ver, que el periodista deberá editar todo ese material sonoro original —la conversación mantenida—, eso es seguro, inevitable, imprescindible, pero en este proceso de elaboración de la entrevista escrita, puede casi respetar el orden natural del diálogo, o puede modificarlo bastante o mucho, puede corregir o eliminar algunas preguntas o incluso todas, puede cortar algunas o parte de las respuestas, puede fragmentar respuestas demasiado largas y para ello añadir preguntas que no hizo a fin mejorar el ritmo… En fin, el margen de manipulación, de corrección o de creación o de aberración es sustancial. De modo que la estructura de cualquier entrevista de personaje escrita puede seguir el patrón elemental de introducción y luego preguntas y respuestas —C-P-R-P-R-P-R…—, o bien eliminar todas las preguntas —C-R-C-R-C-R-C-R…—, como hace Porcel en Los encuentros, o bien cualquier combinación de ambas: C-R-P-R-P-R-C-R-P-R-P-R-C-R-P-R-P-R-C, de manera que el comentario del periodista sería como un punto y aparte que, a modo de gozne, articularía el flujo de la entrevista como en capítulos, más o menos.
Fallaci, la entrevista que desnudó a Kissinger
Como lector, me gustan las entrevistas que transmiten toda la energía de la conversación original, que recrean ese clima intenso del diálogo de dos personas que se observan, que se interrogan, que quizá se admiran o quizás se temen, que calculan o amagan y a veces se sinceran y a menudo engañan. Como lector, me gustan las novelas que no solo te cuentan una historia, sino que tienen tal fuerza visual que tienes la sensación de haber estado allí, de estar viendo a los personajes de carne y hueso y saber cómo hablan y cómo piensan y en qué sueñan, de ver los paisajes y sentir el bochorno, la brisa o el olor de la tierra mojada: Las confesiones de un italiano, El callejón de los milagros, El amor en los tiempos del cólera, Pedro Páramo, El embrujo de Shanghai, Háblame del tercer hombre…Esa es también mi forma de entender una entrevista escrita, que sea capaz de evocar ese encuentro. No me basta con leer qué dijo o respondió no sé quién, quiero ver cómo sucedió, como surgieron esas palabras, a cuenta de qué habló de ese modo, como si fuera testigo de esa entrevista. En una buena entrevista, el interés no está sólo en las respuestas, sino en presenciar el vaivén vivo del diálogo, el juego de las mentes a través de las palabras, la emoción del viaje. Por eso me entusiasma, por ejemplo, la entrevista que la grandísima Oriana Fallaci (1929-2006) le hizo en 1972 a Henry Kissinger, entonces aun consejero de Seguridad Nacional —meses después Nixon le nombraría Secretario de Estado — para L’Europeo, semanario italiano de referencia que desapareció como tal en 1995, tras cincuenta años de periodismo. En esa y otras diecisiete entrevistas que hizo para el mismo semanario —Hailé Selassié, Mohamed Reza Palevi, Golda Meir, Ali Bhutto, Indira Gandhi, Sirimavo Bandaranaike…—, reunidas luego en un libro, Entrevista con la historia (1974), todo un máster sobre cómo hacer buenas entrevistas, a Fallaci le guiaba la misma intención de “buscar una respuesta a la pregunta en-qué-son-distintos-de-nosotros” las personas que tienen el poder, para descubrir finalmente que “quien determina nuestro destino no es realmente mejor que nosotros, no es más inteligente, ni más fuerte ni más iluminado que nosotros”. Gente con poder o con mucho poder, pero acomplejados, ridículos y vulgares como cualquiera. Así sucede en este fragmento del desnudo que Fallaci le sacó al todopoderoso Kissinger, “un personaje increíble, inescrutable, absurdo en el fondo, que se encuentra con Mao Tse-tung cuando quiere, entra en el Kremlin cuando le parece, despierta al presidente de los Estados Unidos cuando lo cree oportuno”, pero que de cerca, incluso en su despacho de la Casa Blanca, resulta decepcionante y nada seductor, “tan bajo y robusto y prensado por aquel cabezón de carnero, que ni siquiera es desenvuelto ni está seguro de sí”.
—Doctor Kissinger, ¿cómo explica entonces el increíble divismo que lo distingue, como explica el hecho de ser casi más famoso y popular que un presidente? ¿Tiene una explicación para este asunto?
—Sí, pero no se la daré. Porque no coincide con la tesis de la mayoría. La tesis de la inteligencia, por ejemplo. La Inteligencia no es tan importante en el ejercicio del poder, y a menudo, desde luego, no sirve. Al Igual que un Jefe de Estado, un tipo que haga mi trabajo no tiene necesidad de ser demasiado inteligente. Mi tesis es completamente distinta, pero, repito, no se la diré. Mejor es que me diga la suya. Estoy seguro de que también usted tiene una tesis sobre los motivos de mi popularidad.
—No estoy segura, doctor Kissinger. La estoy buscando a lo largo de esta entrevista y no la encuentro. Supongo que en la raíz de todo está el éxito. Quiero decir que como a un jugador de ajedrez, le han salido bien dos o tres jugadas. China sobre todo. A la gente le gusta el jugador de ajedrez que se come al rey.
—Sí, China ha sido un elemento muy importante en la mecánica de mi éxito. Y, a pesar de ello, no es ésta la razón principal. La razón principal… Sí, se la diré. ¿Qué importa? La razón principal nace del hecho de haber actuado siempre solo. Esto les gusta mucho a los norteamericanos. Les gusta el cowboy que avanza solo sobre su caballo, el cowboy que entra solo en la ciudad, en el poblado, con su caballo y nada más. Tal vez sin revólver, porque no dispara. El actúa y basta; llega al lugar oportuno en el momento oportuno. Total, un western.
—Comprendo. Usted se ve como un Henry Fonda desarmado y dispuesto a pelear por honestos ideales. Solitario, valeroso…
—Lo del valor no es necesario. De hecho a este cowboy no le sirve de nada ser valeroso. Le basta y le sirve estar solo: demostrar a los demás que entra en la ciudad y se las arregla solo. Este personaje romántico, asombroso, se parece a mí porque estar solo ha formado siempre parte de mi estilo o, si lo prefiere, de mi técnica. Junto con la independencia, que es muy importante en mí y para mí. Y, por último, la convicción. Estoy siempre convencido de que lo que hago es lo que tengo que hacer. Y la gente lo siente, lo cree. Y yo espero que me crea; cuando se conmueve o se conquista a alguien no se le debe engañar. No se puede sólo calcular y nada más. Algunos creen que yo proyecto cuidadosamente cuáles serán, de cara al público, las consecuencias de una iniciativa o de una empresa mía. Creen que no puedo quitarme de la cabeza esta preocupación. Sin embargo, las consecuencias de lo que hago, me refiero al juicio del público, no me han atormentado nunca. No he pedido la popularidad, no la busco. Incluso, por si le interesa, no me importa nada la popularidad. No me da ni pizca de miedo el perder a mi público; puedo permitirme decir lo que pienso. Estoy aludiendo a la sinceridad que hay en mí. Si me dejase impresionar por las reacciones del público, si avanzase impulsado sólo por una técnica calculada, no haría nada. Fíjese en los actores: los que son realmente buenos no se sirven sólo de la técnica. Actúan siguiendo una técnica y al mismo tiempo su convicción. Son sinceros, como yo.
—¿Está diciéndome quizá que usted es un hombre espontáneo, doctor Kissinger? Si dejo aparte a Maquiavelo, el primer personaje con quien se me ocurre asociarle es con el de un matemático frío, controlado hasta el espasmo. Quizá me equivoque, pero usted es un hombre muy frío.
—En la táctica, no en la estrategia. De hecho creo más en las relaciones humanas que en las ideas. Utilizo las ideas, pero necesito las relaciones humanas, como he demostrado en mi trabajo. Lo que me ha sucedido, ¿no ha sido, en el fondo, por casualidad? Yo era un profesor totalmente desconocido. ¿Cómo podía decirme a mí mismo: «Ahora maniobraré las cosas de tal modo que llegaré a ser internacionalmente famoso»? Hubiera sido una locura. Quiero estar donde suceden las cosas, pero nunca he pagado nada para estar allí. Jamás he hecho concesiones. Siempre me he dejado guiar por decisiones espontáneas. Alguien podría decir: entonces todo ha sucedido porque tenía que suceder. Se dice siempre esto cuando las cosas ocurren. Pero nunca se dice esto de las cosas que no ocurren: nunca se ha escrito la historia de las cosas que no ocurrieron. En cierto sentido soy fatalista. Creo en el destino. Estoy convencido, sí, que hay que luchar para lograr algo. Pero también creo que estamos limitados en la lucha por conseguirlo.
—Otra cosa, doctor Kissinger: ¿cómo se las arregla para conciliar la tremenda responsabilidad que tiene y la frívola reputación de que disfruta? ¿Cómo consigue que le tomen en serio Mao Tse-tung, Chu En-lai, Le Duc Tho, y luego se le juzgue como un despreocupado tenorio o, mejor dicho, un playboy? ¿No le molesta?
—En absoluto. ¿Por qué tiene que molestarme cuando voy a negociar con Le Duc Tho? Cuando hablo con Le Duc Tho sé lo que tengo que hacer con Le Duc Tho, y cuando hablo con las chicas sé lo que tengo que hacer con las chicas. Y, por otra parte, Le Duc Tho no negocia conmigo precisamente porque yo sea un ejemplo de pura rectitud. Acepta negociar conmigo porque espera alguna cosa de mí, de la misma manera en que yo espero algo de él. Verá usted, en el caso de Le Duc Tho, como en el caso de Chu En-lai o de Mao Tse-tung, creo que la reputación de playboy me ha sido y me será útil porque ha servido y sirve para tranquilizar a la gente. Para demostrarle que no soy una pieza de museo. Y, además, la reputación de frívolo me divierte.
—¡Y pensar que yo la consideraba una reputación inmerecida, una especie de puesta en escena más que una verdad!
—Bueno, en parte es exagerada, por supuesto. Pero en parte, admitámoslo, es cierta. Lo que importa no es hasta qué punto es cierta o hasta qué punto me dedico a las mujeres. Lo que cuenta es hasta qué punto las mujeres forman parte de mi vida, son una preocupación central. Pues bien, no lo son en absoluto. Para mí las mujeres son sólo una diversión, un hobby. Nadie dedica un tiempo excesivo a los hobbies. Y que yo le dedique un tiempo limitado se comprende dando un vistazo a mi agenda. Le diré más: no es raro que prefiera ver a mis dos hijos. Los veo a menudo, pero no como antes. Normalmente pasamos juntos la Navidad, las fiestas importantes, algunas semanas en verano, y voy a Boston una vez al mes. Para verlos. Ya sabe que estoy divorciado hace años. No, el hecho de estar divorciado no me pesa. El hecho de no vivir con mis hijos no me produce complejo de culpabilidad. Desde el momento en que mi matrimonio terminó, y no terminó por culpa de uno o del otro, no había razón para renunciar al divorcio. Además, estoy mucho más cerca de mis hijos ahora que cuando era el marido de su madre. Incluso soy más feliz con ellos, ahora.
—¿Está usted contra el matrimonio, doctor Kissinger?
—No. Lo del matrimonio o no matrimonio es un dilema que puede resolverse como cuestión de principio. Podría suceder que volviera a casarme…, sí que podría suceder. Pero verá usted: cuando se es una persona seria, como yo, convivir con otra persona y sobrevivir a esta convivencia, es muy difícil. Las relaciones entre una mujer y un tipo como yo son inevitablemente muy complejas… Hay que andar con cuidado. Me resulta difícil explicar estas cosas. No soy una persona que se confía a los periodistas.
Esta es mi idea de entrevista escrita, un texto que tenga la capacidad de transmitir la tensión del diálogo, que suene natural, como si estuviéramos ahí mismo escuchando lo que dicen, viendo lo que ocurre, a hurtadillas casi. Me gusta lo que escribe sobre este oficio Fallaci nada más arrancar el prólogo: “Yo no me siento, ni lograré jamás sentirme, un frío registrador de lo que escucho y veo. Sobre toda experiencia profesional dejo jirones de mi alma […],y ante los dieciocho personajes no me comporto con el desasimiento del anatomista o del cronista imperturbable. Me comporto oprimida por mil rabias y mil interrogantes que antes de acometerlos a ellos me acometieron a mí, y con la esperanza de comprender de qué modo, estando en el poder u oponiéndose a él, ellos determinan nuestro destino. […] No es raro, ante un acontecimiento o un encuentro importante, que sienta como una angustia, el miedo de no tener bastantes ojos, bastantes oídos y bastante cerebro para ver y oír y comprender, como una carcoma infiltrada en la madera de la historia˝. Esa es la actitud, la pasión por conocer y descubrir, y el gozo, mayúsculo, de saber más. Y pasamos página.
Manuel del Arco, maestro de la entrevista breve
Dentro de esta categoría, merece un apunte aparte la entrevista breve o de caricatura, pero entiéndase esta última expresión no en un sentido de deformación o exageración al objeto de despreciar o ridiculizar o reírse del entrevistado, no, no es eso, aunque en algún caso pueda ser así, si el tipo se lo merece, sino caricatura en el sentido de ser capaz con cuatro trazos tan precisos como certeros de componer una imagen puede que sorprendente, quizá graciosa pero sobre todo elocuente, reveladora, del personaje. La tendencia en este tipo de entrevistas, ahora mismo lamentablemente abandonadas, es a las preguntas y respuestas más bien cortas, al ritmo ágil, incluso nervioso, más cercano al ping-pong que al tenis, que requiere tener algo de ingenio y agilidad mental. No hay una medida estándar, pero debería estar más cerca de un folio que de cuatro, está claro, entre dos y tres mil caracteres, por ejemplo. Me dediqué a este tipo de entrevistas durante unos cuatro años en Diari de Barcelona, y aunque el tamaño fue variando en función de la sección, de la páginas, del diseño y del mandamás de turno, mi idea siempre fue la misma: debía estar en la contraportada —años más tarde, y después de proponerles sin éxito la fórmula, La Vanguardia dedicó esa última página a La Contra, sección diaria de entrevistas cortas—, debía estar acompañada de caricatura y no de fotografía —yo trabajé con un mago del lápiz al que perdí la pista, Pedro Espinosa, rápido y brillante, que clavaba las caras y las almas de la gente—, debía ser lo suficientemente breve para que pudiera ser leída entre dos estaciones de metro, y en esos dos minutos escasos debía ofrecer un retrato vivo, vibrante, perspicaz del personaje, que atrajera al lector como un juego de manos, más o menos. Algo no muy distinto escribía hace cincuenta años Manuel del Arco al explicar el sentido y la brevedad de sus interviús: “Procuro, por todos los medios que está a mi alcance, la amenidad y la claridad. Ninguna de las dos cosas está reñidas con la seriedad. Ser ameno es invitar a que nos lean. Pretendo ser claro y para ello no empleo otro lenguaje que el que uso en la calle, en casa, dondequiera que hablo. Me he impuesto la brevedad, porque considero que si no acierto, no canso; si entretengo, o intereso, mejor es que sepa a poco.” Como ejemplo, veamos este fragmento de la entrevista que del Arco, maestro sagaz de la entrevista breve y también de la caricatura, le hizo hace más de medio siglo a Conchita Piquer, la señora de la copla:
—Conchita, ¿le molesta que la imiten?
—No.
—¿La imitan?
—Sí.
—¿La superan?
—No.
—¿Por qué la imitan?
—Porque seguramente lo haré bien.
—¿Cómo lo hacen las que la imitan?
—Muy mal.
—¿El público advierte la diferencia?
—Creo que sí; el público no es tonto.
—¿Y ellas?
—Ellas, sí.
—¿Aunque ganen dinero?
—Aunque lo ganen.
—¿Usted lo gana?
—Sí, señor.
—¿Y usted no es tonta?
—No, señor.
—¿Usted cree que ha recibido lo que se merece?
—Yo, sí, señor.
—¿Y las otras?
—También.
—¿Hay intención en la respuesta?
—Soy una ingenua.
—¿Quiere decir algo a las otras, sabiendo que las otras dicen algo de usted?
—Que Dios las ayude.
—¿No las teme?
—Yo no temo a nadie.
—Ya lo veo.
Manuel del Arco publicó, calculo yo, unas diez mil ‘columnas’, como llamaba él a sus entrevistas, durante más de veinticinco años de periodismo, primero en Diario de Barcelona y luego en La Vanguardia, donde estrenó su Mano a mano diario el 4 de febrero de 1953 con una entrevista al general norteamericano Ernest Henry Phelps, que había luchado junto a los cubanos contra el ejército español en la guerra de Cuba; y mantuvo su sección como quien dice hasta su último aliento: el 10 y el 11 de junio de 1971, dos semanas antes de morir, publicaba sus dos últimas entrevistas, ya más cortas de lo habitual, una al dibujante y escritor Antonio Mingote, y la última, al escultor Camil Fàbregas. Luego, el 26 de junio, en homenaje al hombre de la corbata blanca, La Vanguardia recuperaba Un servidor de ustedes, autoentrevista que del Arco había publicado el 1 de enero de 1970 para hacer balance a sus 25 años de entrevistas, y en la que entre otras cosas, señalaba la trampa de la Ley de Prensa de Fraga, ministro de Información y Censura:
—¿Qué tal le ha ido el año que se fue, como entrevistador?
—Más duro que los anteriores.
—¿No has gozado de los beneficios de la Ley de Prensa?
—Dije durante la gestión de esta ley y antes de ser promulgada, que no la necesitaba. Para mí, con el Código Penal, no mentir y mi conciencia, tenía más que suficiente. Pero con la dichosa ley y el peligro de expediente, de la sanción y de todo cuantos imponderables traen consigo, uno se autocensura. Con el lápiz rojo, ya desaparecido, uno escribía más tranquilo.
Marcel Proust y Bernard Pivot, cuestionarios célebres
Este tipo de entrevistas tienen a menudo un aire de retrato psicológico, de entrevista de personalidad digamos, y por eso mismo a los llamados test de personalidad —una batería de preguntas sobre gustos, querencias y preferencias de respuesta breve—, en especial al más célebre, el conocido como cuestionario Proust, el escritor que recuperó su infancia en Cambray a través del sabor y el aroma de una madalena —“un de ces gâteaux courts et dodus appelés Petites Madeleines qui semblaient avoir été moulées dans la valve rainurée d’une coquille de Saint-Jacques”— mojada en tila. Marcel Proust (1871-1922) conoció este tipo de cuestionarios, de moda entonces en Inglaterra, durante su adolescencia a través de su amiga Antoinette Faure, hija del futuro presidente de la Tercera República Francesa Félix Faure. Hacia 1890, cuatro o cinco años después de responder a ese test de 33 preguntas que le hizo su amiga, Proust elaboró y respondió su propio cuestionario, muy parecido al original inglés, que tituló Marcel Proust par lui-même. Estas son la preguntas—y algunas de sus respuestas, en cursiva— de ese manuscrito de Proust que fue encontrado en 1924 por André Berge, hijo de su amiga Antoinette, y que fue vendido en subasta en 2003 por más de 100.ooo euros:
—El principal rasgo de mi carácter (La necesidad de ser amado y, para ser precisos, la necesidad de ser acariciado y mimado más que la necesidad de ser admirado).
—La cualidad que prefiero en un hombre (Los encantos femeninos).
—La cualidad que prefiero en una mujer.
—Lo que más aprecio de mis amigos (Ser tierno conmigo, si es lo bastante exquisito para dar importancia a su ternura).
—Mi principal defecto.
—Mi ocupación preferida (Amar).
—Mi sueño de felicidad.
—¿Cuál sería mi mayor desgracia? (No haber conocido a mi madre ni a mi abuela).
—¿Qué quisiera ser? (Tal como me quieran las personas a las que admiro).
—El país en el que me gustaría vivir.
—El color que prefiero (La belleza no está en los colores, sino en su harmonía).
—La flor que me gusta (La suya, y luego todas las demás).
—El ave que prefiero (La golondrina).
—Mis autores favoritos en prosa.
—Mis poetas favoritos.
—Mis héroes de la ficción.
—Mis heroínas favoritas de la ficción.
—Mis compositores preferidos.
—Mis pintores favoritos.
—Mis héroes de la vida real.
—Mis heroínas de la historia.
—Mis nombres favoritos.
—Lo que detesto sobre todo (Lo que hay de malo en mí).
—Personajes de la historia que más desprecio.
—El hecho militar que más admiro (Mi servicio militar).
—La reforma que me parece más importante.
—El don natural que quisiera tener (La voluntad y la seducción).
—Como me gustaría morir.
—Estado actual de mi espíritu.
—Faltas que me inspiran la mayor indulgencia.
—Mi lema.
Aún contando con la sincera complicidad del personaje, el interés del cuestionario Proust tal cuál parece muy limitado, porque todo resulta más bien superficial, incluso banal, tópico, a no ser que se eliminen más de la mitad de preguntas y se use como colofón de una conversación, por ejemplo, y no como si esto fuera una entrevista. No se olvide que el cuestionario original no era más que test para ociosos, un entretenimiento de moda en ciertos ambientes ingleses, que no tenía pretensión alguna de retrato psicológico sino de juego social. Y si el cuestionario original tiene un interés escaso, no tienen interés ninguno las infinitas copias, falsificaciones, remedos, imitaciones que se han publicado en numerosas revistas de todo tipo y de todo el mundo que tienden ya no a la banalidad sino a la tontería, a la impostura y, en el mejor de los casos, a la parodia. Una vez se descubre el cuestionario Proust, tan simple y elemental, cualquiera se ve capaz no ya de plagiarlo sino de crear su propio y estúpido cuestionario, de modo que las sandeces crecen y se multiplican a ritmo de epidemia: ¿Qué prefiere, nata o natillas? ¿Qué color, naranja o limón? En verano, ¿playa o montaña? En casa, ¿perro o gato? Si fuera una planta, ¿qué planta le gustaría ser? ¿Un lugar para fugarse? No sé, lejos, pero que muy lejos de tanta tontería.
De entre la tremenda sarta de secuelas de esas confesiones de Proust, hay una que destacaría sobremanera aunque sólo fuera por el éxito que alcanzó en la televisión francesa durante diez años de la mano de su autor, Bernard Pivot (1935), célebre periodista cultural francés, creador de Apostrophes (1975-1990), programa de culto que se emitía la noche de los viernes en Antenne 2 dedicado a la literatura, del que se recuerdan algunos episodios de leyenda: la entrevista a Vladimir Nabokov (1975), por ejemplo, o a Charles Bukowski (1978), que apareció borracho y montó un jaleo de mucho cuidado e incluso sacó una navaja; o la entrevista clandestina a Lech Walessa (1987), líder del sindicato Solidaridad, que poco después doblegaría al régimen comunista de Jaruzelsky, o el programa dedicado al genocidio cultural en el Tíbet con el Dalai Lama (1989), poco antes de que le concedieran el Nobel de la Paz. Tras esos más de 700 Apostrophes, Bernard Pivot puso en marcha otro programa, Bouillon de culture (1991-2001), dedicado a la cultura en general —literatura, pero también cine, arte, etc.—, donde ‘sometía’ a sus invitados a lo que ya se conoce como cuestionario Pivot, más corto y mucho más jugoso y punzante que el soso del melindroso Proust. Estas son las diez preguntas con las que Pivot, que desde enero de 2014 preside la Academia Goncourt, terminaba su cocido cultural, y entre paréntesis, algunas de sus respuestas a su propio cuestionario:
—¿Cuál es su palabra preferida? (Aujord’hui; con un apóstrofo en medio).
—¿Qué palabra detesta?
—¿Cuál es su droga favorita? (La lectura de los periódicos en general, y de L’Équipe en particular).
—¿Y el sonido, el ruido que más le gusta? (El sonido discreto al pasar las páginas de un libro, o el sonido también discreto de la pluma sobre la hoja de papel).
—¿El sonido, o el ruido que usted detesta?
—¿Cuál es su maldición, palabrota o blasfemia preferida? (¡Oh, puta! ¡Oh, puta! ¡Oh puta! —Así, tres veces).
—¿Qué hombre o mujer escogería para ilustrar un nuevo billete?
—¿Qué trabajo no le hubiera gustado hacer? (Presidente de France Télevisions o director de una cadena pública).
—¿En qué planta, árbol o animal le gustaría reencarnarse? (Me gustaría reencarnarme en una vid de la Romanée-Conti).
—¿Si Dios existe, qué le gustaría, después de morir, oírle decir? (Entonces, señor Pivot, ¿How do you do? ¿Cómo? I am sorry my God but I don’t speak English. ¡Ah, entonces es cierto que usted no habla inglés! ¡Bueno, bueno! Tiene usted toda la eternidad por delante para aprender inglés. Y le voy a buscar un buen profesor. Por favor, vaya a buscar a sir William. Shakespeare of course !).