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O como convertir a un delincuente en  inocente

Quizás haya objetivistas de buena fe —simple ignorancia a fin de cuentas—, pero si los hay, además de ser un peligro porque van a engañar sin ni tan siquiera saberlo, se van engañar ellos mismos hasta que no descubran y entiendan que, más allá de lo que decimos abiertamente, está todo lo que callamos y todo aquello que damos a entender con lo que decimos y lo que callamos. Lo que damos a entender es fundamental, determinante, en la comunicación humana, porque ante cualquier duda antes nos fiamos de lo que entendimos, aunque no lo dijeran abiertamente, que no de lo abiertamente dicho. En caso de contradicción entre lo que se dice y lo que se da a entender o entendemos, se impone siempre lo segundo, siempre. No lo digo yo, lo dice la experiencia. Un examen medio atento de las definiciones de noticia o de objetividad que se exhiben sin pudor ni rubor en la mayoría de manuales de periodismo permite descubrir la inconsistencia, la contradicción interna o el engaño estratégico que se esconden detrás del tópico ético de la información objetiva que, a regañadientes, delata la condición intencional, interpretativa, y por eso mismo objetiva, de la labor informativa. Emil Dovifat, professor de la Universidad Libre de Berlín, autor de una de las definiciones clásicas más acertadas, escribía hace casi medio siglo, que noticia es “un hecho anteriormente desconocido que se comunica a grandes masas después de ser interpretado y valorado” (Benito, 1995: 246). Décadas después, José Luis Martínez Albertos, por aquel entonces catedrático de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Autónoma de Barcelona y pronto adalid de la milicia objetivista, proponía “una definición empírica y explicativa del concepto de noticia” donde, según asegura él mismo, “está también recogido —e implícitamente resuelto— el debatido problema que se encuentra en la raíz de toda teoría general de la noticia: la objetividad y la interpretación” (Martínez Albertos, 1972: 37): “Noticia es un hecho verdadero, inédito o actual, de interés general, que se comunica a un público que pueda considerarse masivo, una vez que ha sido recogido, interpretado y valorado por los sujetos promotores que controlan el medio utilizado para la difusión” (Martínez Albertos, 1997: 178)[1]. Dovifat y Martínez Albertos coinciden en destacar que la información es un proceso “de interpretación y valoración”, y si esto es así no veo cómo podrá ser objetiva la información, ni objetivo el periodista que, en cualquier caso, sólo podría ser subjetivamente objetivo, lo cual parece un contrasentido. De todos modos, antes conviene aclarar qué entienden o qué hemos de entender por objetividad, y aquí nos encontramos interpretaciones para todos los gustos. Los hay que resuelven el asunto de modo expeditivo, casi con un puñetazo sobre la mesa, como por ejemplo un tal profesor Francisco Vázquez: “Existe una grave confusión a la hora de valorar la información bajo el parámetro de su dimensión y contenido deontológico. Es frecuente, en libros al uso en Facultades de Ciencias de la Información, hacer equivalentes los términos verdad, objetividad y veracidad informativas. Y nada más falso. Me atrevo a afirmar que constituye un sinsentido hablar de verdad informativa y que supone una pura utopía la expresión objetividad informativa. Hay que advertir, con neta precisión, que lo contrario de verdad es error y que lo contrario de objetividad es subjetividad; sin embargo, lo contrario de veracidad es mentira o mendacidad” (Vázquez, 1992: 229). A ver, que hay confusión acerca de la deontología periodística y, en concreto, acerca de la objetividad, me atrevería a decir que sí, notable embrollo. Que la objetividad informativa es una utopía…, bueno, no sé en qué sentido usa utopía —ideal deseable o sueño imposible—, aunque yo me inclino a hablar de ilusión, de fantasía, de engañifa, de falacia, de fraude, y no de utopía. Tampoco sé si el profesor Vázquez y un servidor compartimos el significado de contrario, porque hasta donde yo sé, que no es mucho, ciertamente, el contrario de verdad no es error, sino mentira. Tampoco entiendo por qué razón objetividad y subjetividad son contrarios: supongo que lo escribe con la misma intención con que lo afirman, por ejemplo, los libros de estilo de la mayoría de diarios, es decir, que la objetividad consiste sobre todo en la ausencia o, mejor, el enmascaramiento de la subjetividad. En todo caso, los mismos que recetan la idea o el ideal de la objetividad de la información se encargarán de desmentir muy a su pesar que subjetividad sea lo contrario de objetividad, y viceversa, porqué al fin y al cabo el asunto que se ventila cuando hablamos de objetividad casi siempre es una propiedad o cualidad de naturaleza plenamente subjetiva. Incluso la información más objetiva, con apariencia de objetividad —en el sentido de información reducida a datos ciertos— está viciada, mediatizada sin remedio por decisiones de signo interpretativo o valorativo, aunque sólo sea por el hecho mismo de considerarla noticia, que es algo decisivo, capital. En este sentido, en 1959 Dovifat ya alertaba ante la estrategia informativa que, así como amplifica o magnifica unas noticias, del mismo modo oculta, calla y silencia otras, si mala intención, claro: “Puesto que la noticia es una comunicación, pasa a través del sujeto que la comunica y por tanto está expuesta a la influencia de este sujeto comunicante [contaminante, diría yo]. Los influjos de esta clase comienzan a operar ya en la formación y en el descubrimiento de la noticia, pero se intensifican al seleccionar y formar. Toda selección, todo cuanto sea realzar y dar énfasis a una noticia es un paso de naturalesa subjetiva. “[…] Luego viene la utilización consciente de las noticias para fines completamente definidos, así como la técnica de interceptar ciertas noticias para evitar sus efectos. […] Es éste un procedimiento usado a diario en la política e incluso en toda la vida pública [y privada, claro]. Nosotros la llamamos política informativa. Política informativa es la influencia que se ejerce conscientemente sobre el público por medio de la propagación de determinado grupo de noticias o de la retención de noticias de otro grupo” (Dovifat, 1959: 57-60).

Aparte de Dovifat, otros analistas europeos también advertían cuarenta años atrás la condición subjetiva de la labor informativa, e incluso llegaban a denunciar la objetividad fotográfica que otros predicaban y que empujaba al periodista a dimitir su responsabilidad y abandonarse a la demencial pasividad de quien se limita a pasar platos que no ha cocinado, como si fuera posible la ilusión de ser un simple y neutral taquígrafo de la actualidad, como si bastara con transcribir las palabras para restituir las intenciones, para reconstituir el sentido. Y sin embargo, estos mismos teóricos se resistían a perder la fe en un incierto objetivismo, descrito en términos de una Itaca siempre perdida entre la niebla moral del horizonte, con el propósito de persuadir al lector de que no sería víctima de manipulación informativa alguna. Por ejemplo, el profesor polaco M. Kafel explicaba que “por objetividad de las noticias es necesario entender, sobre todo, el acuerdo de la información con los hechos, su veracidad y su autenticidad. Pero no se puede evitar, en efecto, o es algo muy difícil de conseguir, el que cada noticia no sea interpretada subjetivamente en el sentido más amplio del término”[2]. Atrapado también por la paradoja de la subjetividad de la objetividad, Luka Brajnovic, un clásico de los estudios sobre periodismo y uno de los primeros que publicó un manual de deontología periodística, advierte el carácter subjetivo de la información y la condición insuficiente de la objetividad que, según él, “nunca puede ser total o completamente satisfactoria”, y en consecuencia reconoce que la información pura es finalmente una quimera: “Al hablar de la objetividad de la información periodística, hace falta considerarla como una tendencia y un empeño o meta, como un firme intento del que informa [o sea, que la objetividad es de naturaleza subjetiva, porque depende de la voluntad del sujeto, lo que no deja de ser una paradoja y una estupidez], para ver, comprender y divulgar un acontecimiento tal como es y como se produce en su ambiente y contorno, prescindiendo de las preferencias, intereses o posturas propias […] Por lo tanto, la objetividad es un ideal al que se tiende (en un sentido subjetivo). “[…] Una objetividad fotográfica, que tanto defienden algunos teóricos como piedra angular del periodismo, no expresa toda la verdad, sino tan sólo una parte: la más sencilla [¡Y por esto mismo la insuficiencia de la digamos objetividad!]. No obstante, el periodista debe contar sin miedo la verdad entera, no sólo su escenario y el parlamento de sus actores, como quieren los defensores de una supuesta objetividad en el periodismo [¿insinua, pues, la necesidad de la interpretación para entender de forma plena, contextual, el sentido de la información?]. “[…] Por consiguiente, es imposible que una información esté desprovista por completo del juicio del informador. Ya las famosas cinco W, o, lo que es lo mismo, el orden lógico de un primer párrafo de la noticia, incluyen no sólo el orden de importancia, sino también el valor de la importancia, concebido por el informador” (Brajnovic, 1978: 101, 105).

Bajo las contradicciones elementales de los argumentos expuestos, parece que Kafel pero sobre todo Brajnovic sugieren una idea de objetividad restringida a la objetividad de los datos, y por consiguiente la interpretación de la máxima “facts are sacred” dejaría de ser “los hechos son sagrados” y, de forma sensata, se limitaría a recordar que “los datos son sagrados”. Y entonces ya casi nos podríamos entender, porque los datos no sólo pueden ser objetivos y ciertos, sino que deben ser objetivos y ciertos, porque si son objetivos pero no son ciertos, una de dos, o son erróneos o son falsos. No obstante, es preciso hacer dos advertencia de urgencia sobre la consagración de los datos informativos: en primer lugar, aunque los datos sean objetivos, ciertos y por tanto indiscutibles, esto no quita que no puedan engañar[3]; y en segundo lugar, que la ecuación formulada —si no son ciertos, o serán erróneos o serán falsos— sólo será exactamente así en el caso de datos exactos, porque si sólo son aproximados, algo que a menudo es signo de una calculada imprecisión, entonces pueden ser legítimos o, todo lo contrario, engañosos, sin necesidad de ser ni erróneos ni falsos[4]: es decir, que pueden engañar sin necesidad de mentir, que es como mentir pero con coartada, impunemente. Con más convicción que Brajnovic, Dovifat considera que la objetividad se ha de restringir a los datos, y que de ningún modo se puede aplicar a la información. Así, después de reconocer la presencia del sujeto en la información, Dovifat expone que “hay noticias que no están expuestas a influencia subjetiva alguna, como, por ejemplo, la comunicación del nivel alcanzado por las aguas, el cambio de la bolsa, una cotización de precios” (Dovifat, 1959: 57), pero enseguida advierte que esto son aspectos elementales de la información porque de modo habitual, dice, “la noticia lleva consigo en casi todos sus aspectos fuerzas formadoras de voluntad. Esto radica en su naturaleza y es inevitable; solamente se exceptúan los comunicados que contienen noticias puramente objetivas (cifras, números, precios, cotizaciones)” (Dovifat, 1959: 62). En este aspecto, nada que decir: si la objetividad sólo significa que los datos de la información han de estar documentados, han de ser ciertos…, es decir, que si dicen que han detenido a cuatro personas es que hay cuatro detenidos y no tres o cinco, que si dicen que el paro ha bajado un 0’1% pues esto, que todo continúa más o menos lo mismo, que si dicen que no sé quién ha dicho no sé qué, pues que es cierto que lo ha dicho, vean sino las imágenes, etcétera, entonces plenamente de acuerdo, porque claro, o bien los datos son ciertos, objetivos por así decirlo, o bien entramos directamente en el territorio de la mentira o del error. Claro que hay gente que se equivoca, o porque no están atentos o porque son vagos o porque simplemente son incompetentes, pero hoy ya casi nadie es tan ignorante o tan rudo como para mentir cuando resulta tan fácil engañar de manera digamos objetiva (hay excepciones, claro, más por animal que por burro: por ejemplo la emisora de los obispos y los santos).

Quiero decir que la objetividad así entendida —datos ciertos,  objetivos— es un requisito imprescindible pero también insuficiente, porque en ningún caso garantiza —ni deja de garantizar, claro está— que la información no sea tendenciosa, engañosa. Sobre esto, Núñez Ladevéze argumenta con razón que: “[…] al término ‘objetividad’ […] se le utiliza como sinónimo de ‘imparcialidad’ o de ‘neutralidad’, cuando no lo es […] Se puede hablar ‘objetivamente’ ya que se habla de objetos, si tal es el caso; pero ‘parcialmente’ […] Cuando se habla de la ‘objetividad del periodista’ en el sentido subjetivo de la ‘imparcialidad del informador’, se alude a si en su tarea informativa el periodista cumple o no, aplica correctamente o no, esas reglas de juego a las que expresa o tácitamente la sociedad o los lectores entienden que ha de ajustarse la selección del lenguaje y de los hechos. Es decir, si se selecciona o no el lenguaje o los datos con un criterio imparcial, sin tomar posición ideológica (en el caso de que la ideología constituya el problema). En esto, la actividad del periodista es similar a la de otros profesionales cuya función social es interpretar, juzgar o distribuir, como el juez que tiene que decidir el litigio. Pero esto, en fin, no debe confundirse con la ‘objetividad’ de la información: pues si hablando propiamente cualquier dato que se aporte acerca de lo ocurrido es en sí mismo ‘objetivo’, eso no implica que la selección de tal dato (o, eventualmente, su ocultamiento) responda a un criterio de imparcialidad” (Núñez Ladevéze, 1991: 107-108). En cualquier oficio, y más aún en el periodismo, el error concierne a la responsabilidad profesional, mientras que la mentira conduce a la responsabilidad ética y, muy pocas veces, penal; si uno es producto de la incompetencia o de la desidia o la negligencia, la otra es obra de la mala fe. Y sin embargo, error y mentira son igualmente signos estridentes de incompetencia. Y no es una boutade. En el caso del error, la cosa parece clara, pero que la mentira a menudo delata a los ineptos, quizá parezca raro. Veamos: mentir, o sea, presentar como cierta una cosa que se sabe de cierto que es falsa, esto te condena a la insidia y te conduce primero al descrédito y luego a veces a los tribunales, por lo que no parece una estrategia muy acertada, sobre todo cuando resulta tan fácil engañar de forma tan objetiva como impune, sin decir mentira alguna. ¿Cómo? Pues bien simple: informar de datos ciertos, objetivos por así decirlo, incontestables, con la intención disimulada de dar a entender cosas que o son falsas o en todo caso no son ciertas. De trucos y trampas de este tipo, los diarios saben un poco bastante y mucho. De hecho, cualquier periodista medianamente lista sabe que con textos titulados y redactados de forma digamos objetiva, con datos indiscutibles, se puede hacer una información bien tendenciosa, perversa incluso, delictiva diría. Dos muestras.

Cuentan que un célebre diplomático británico viajó a Nueva York y, nada más llegar, un sabueso de la información le asaltó de este modo, “¿Tiene pensado visitar clubes nocturnos durante su visita a Nueva York, lord Selwyn?”, y con un punto de ironía, el visitante respondió: “¿Hay clubes nocturnos en Nueva York?” ¡Cazado! A la mañana siguiente, el ingenioso carroñero publicaba  una crónica que arrancaba así: “¿Hay clubes nocturnos en Nueva York? Esa fue la primer pregunta que hizo ayer el diplomático británico lord Selwyn cuando llegó a Nueva York.” (Rivers y Methews, 1992: 109). ¡Hay que ver cómo son los británicos…! Una información objetiva, por supuesto: fue la primera pregunta que hizo al llegar a Nueva York, eso no se discute. La veracidad de la información, entendida en el sentido de objetividad de los datos aportados, porque no sé en qué otro sentido se puede entender, es condición necesaria pero no es garantía de la ética de la información ni de casi nada: de la certeza de los datos a lo sumo. La veracidad de los datos, pues, se presupone, porque si no entraríamos en el terreno del error —incompetencia profesional— o de la mentira —mala fe—, que no sé qué es peor. En todo caso, la veracidad entendida en el sentido restringido apuntado, de condición cierta de los datos de la información, forma parte de un grado cero de la deontología periodística que hay que respetar a conciencia y también exigir con intransigencia, pero que casi nunca supone suficiente garantía ni informativa ni ética, más bien todo lo contrario, porqué a menudo conlleva una información deficiente, engañosa y, en el mejor de los casos, incompleta, equívoca.

Segundo caso: la sentencia del Tribunal Supremo que desestimó, de una parte, el recurso de Gabriel Cañellas, ex presidente de las Baleares y del PP balear, que había sido absuelto en primera instancia por el Tribunal Superior de las Baleares en el llamado caso del túnel de Sóller: absuelto, ciertamente, pero sólo por prescripción del delito de cohecho, o sea, que la sentencia le consideraba culpable de soborno pero no le condenaba porque había prescrito la responsabilidad penal; de la otra parte, la sentencia del Supremo también desestimaba el recurso de la acusación popular ejercida por Izquierda Unida, que insistía en imputar a Gabriel Cañellas un delito de prevaricación continuada y al mismo tiempo solicitaba la anulación de la prescripción del delito de soborno. Para entendernos, Cañellas no se daba por satisfecho con la absolución, pretendía una declaración formal de inocencia, mientras que la acusación buscaba una condena que hiciera evidente el delito y la culpa. Pues bien, los dos primeros párrafos del despacho principal que publicó la agencia EFE eran así de objetivos: “El Tribunal Supremo ha confirmado hoy la absolución del ex presidente de Baleares y del PP balear Gabriel Cañellas por el caso del túnel de Sóller, por el que en su día dimitió de sus cargos, según la sentencia hecha pública hoy. “El Supremo casa [anula] parcialmente la sentencia dictada en julio de 1997 por el Tribunal Superior de Justicia de Baleares, que absolvió al ex presidente del Gobierno balear de los delitos de prevaricación y cohecho de los que fue acusado por la presunta[5] adjudicación irregular de las obras del túnel de Sóller”.[6] Alguien que no sepa gran cosa del caso, después de leer estos dos fragmentos es probable que piense, “ves, pobre hombre, no hay derecho, le obligaron a dimitir de sus cargos y ahora resulta que era inocente”, porque la rutina nos lleva a asociar la absolución con la inocencia, claro está: algo que se supone que tenía muy claro quien redactó ese despacho de la agencia EFE, siempre a su servicio, Jefe. Y habría que esperar hasta el tercer párrafo para encontrar una primer dato clave del sentido enmascarado de la noticia: “El Tribunal balear consideró que la adjudicación del túnel fue legal, aunque Cañellas fue responsable de un delito de cohecho, que había prescrito, por haber admitido los 50 millones de pesetas que le entregó el adjudicatario de la obra, Antonio Cuart, por la concesión”.[7] Es cierto que el teletipo de la agencia no miente, pero también es indudable que engaña o induce al engaño, y para acreditarlo basta con proponer a los alumnos que redacten una información a partir del despacho de EFE: si no todos, la inmensa mayoría titula algo así como “El Supremo confirma la absolución de Cañellas”[8], sin advertir ni sospechar lo que dan a entender con un título así. En fin, que cayeron en la trampa de la agencia: porque es una trampa y no una casualidad, supongo.

Cuando propongo el ejercicio de percepción y redacción de la noticia a las alumnas, a medio curso más o menos, les adjunto otro despacho de EFE cuyo primer párrafo dice que “el ex presidente balear Gabriel Cañellas no se pronunciará sobre la sentencia del Tribunal Supremo en la que confirma su absolución en el caso del túnel de Sóller, por el que dimitió en 1995, hasta que no conozca el texto completo del fallo del Alto Tribunal”[9]. Pues bien, arrastradas por la martingala del teletipo, no les sorprende el contrasentido aparente del asunto, ni se dan cuenta de que hay gato encerrado, ni advierten que hay preguntas que están pidiendo a gritos una respuesta: a ver, ¿cómo se entiende que le absuelvan y diga que no hablará hasta que tenga el texto completo de la sentencia? ¿Se ha vuelto loco y pretende que le condenen? Pues claro que no. La cuestión es que Cañellas no estaba nada satisfecho con la sentencia, pretendía que además de absolverlo le declararan inocente. Entonces sí, entonces todo encaja y tiene sentido, pero claro, según cómo se cuente, puede que cueste verlo, sobre todo si la agencia o el periódico desplaza o directamente enmascara la parte sustancial del asunto, es decir, el soborno que el Supremo ratifica. El efecto del teletipo habría sido muy diferente, todo lo contrario, digo yo, si la agencia hubiera resuelto los dos primeros párrafos de la información con estos otros términos por ejemplo, igualmente objetivos, porque tampoco mienten pero que a mi entender engañan mucho menos: “El Tribunal Supremo ha confirmado hoy que el ex presidente de Baleares y del PP balear Gabriel Cañellas cometió un delito de cohecho en el llamado caso del túnel de Sóller al aceptar 50 millones del constructor de la obra, Antonio Cuart, por la concesión. “Asimismo, la sentencia ratifica la absolución dictada en su día por el Superior de Baleares por prescripción del delito, aunque el Supremo lamenta no poder condenarle porque, dice en la sentencia, “los efectos irradiantes de la preocupación y alarma social que produce el comportamiento corrupto de los servidores públicos, y más aún cuando ostentan cargos de relevancia pública institucional, no se extingue tan fácilmente por el transcurso de cinco años”.[10] Del mismo modo, y al margen de la incontestable condición objetiva de la información, los titulares que los diarios del día siguiente (16/12/1998) dedicaron a la sentencia del llamado caso del túnel de Sóller parecían dispares a primera vista, contradictorios en algunos casos, engañosos incluso: unos escondían o disimulaban lo que otros mostraban o destacaban. ¡Paradojas de la objetividad¡

El Supremo confirma la absolución del ex presidente de Baleares Gabriel Cañellas por el caso del túnel de Sóller” (ABC, a tres columnas, sección Regiones, p. 45).

El Supremo confirma que el cohecho de Cañellas ha prescrito” (La Razón, a tres columnas, sección Nacional, tribunales, p. 12).

El TS ratifica la prescripció del suborn en el cas Sòller” (Avui, a cinco columnas, sección Política, p. 15).

El Supremo confirma que Cañellas cometió cohecho, pero el delito ha prescrito” (El País, a cuatro columnas, sección España, p. 20).

El Supremo confirma que Cañellas cometió un delito de cohecho” (El Mundo,  a una columna, sección España, p. 10).

El Supremo ratifica la absolución de Cañellas en el caso Sóller pero dice que fue un corrupto” (La Vanguardia, a cinco columnas, sección Política, p. 17).

El Tribunal Supremo lamenta la absolución de Cañellas” (El Periódico, a cinco columnas, sección Política, p. 18).

Que la separación entre información y opinión es en un sentido riguroso un asunto inviable —ilusorio o falaz, depende de la intención con que se propone—, lo avalan diversas sentencias del Tribunal Constitucional anteriores a la presidencia predemocrática pero patriótica de Jiménez de Parga[11]y sus sucesores hasta el día de hoy. Incluso más, porque el mismo tribunal apunta también una interpretación restrictiva de la objetividad, limitada a la objetividad de los datos informativos, que es algo muy distinto de la objetividad de la información, en el sentido de que los datos objetivos en ningún caso garantizan esto que algunos llaman objetividad informativa y otros directamente la verdad. Peor todavía, añado por mi parte, porque con datos objetivos, acreditados, incontestables —condición suficiente, dicen, del rigor y la veracidad de la información—, resulta muy fácil construir una información fraudulenta, engañosa, ilegítima en definitiva, porque más allá de lo que se dice, la noticia está condicionada por lo que no se dice o se calla porque no se quiere o no se puede decir y, sobre todo, por todo aquello que se da a entender. Todo ello, claro está, se ejecuta con la impunidad que brinda la objetividad de los datos, reducidos a coartada del tramposo. Dicho esto, veamos dos fragmentos de una significativa sentencia del Tribunal Constitucional que trata de fundamentar jurídicamente la distinción entre libertad de expresión y derecho a la información, y que a mi entender legitiman de modo razonable las ideas expuestas al principio del párrafo: “[…] El derecho a comunicar y recibir libremente información versa, en cambio, sobre hechos o, tal vez más restringidamente, sobre aquellos hechos que puedan considerarse noticiables. Es cierto que, en los casos reales que la vida ofrece, no siempre es fácil separar la expresión de pensamientos, ideas y opiniones de la estricta comunicación informativa, pues la expresión de pensamientos necesita a menudo apoyarse en la narración de hechos y, a la inversa, la comunicación de hechos o de noticias no se da nunca en un estado químicamente puro y comprende, casi siempre, algún elemento valorativo o, dicho de otro modo, una vocación a la formación de una opinión. “[…] Cuando la Constitución requiere que la información sea veraz no está tanto privando de protección a las informaciones que pueden resultar erróneas —o sencillamente no probadas en juicio— cuanto estableciendo un específico deber de diligencia sobre el informador, a quien se le puede y debe exigir que lo que transmita como hechos haya sido objeto de previo contraste con datos objetivos, privándose, así, de la garantía constitucional a quien, defraudando el derecho de todos a la información, actúe con menosprecio de la veracidad o falsedad de lo comunicado [adviértase de que el Constitucional entiende que veracidad equivale a datos objetivos].  El ordenamiento no presta su tutela a tal conducta negligente […], pero sí ampara, en su conjunto, la información rectamente obtenida y difundida, aun cuando su total exactitud sea controvertible. En definitiva, las afirmaciones erróneas son inevitables en un debate libre, de tal forma que, de imponerse la verdad como condición para el reconocimiento del derecho, la única garantía de la seguridad jurídica sería el silencio”[12]

Hay manuales de deontología de la información que son un modelo de contradicción sistemática: lo que ahora afirman, enseguida lo desmienten, y así sin solución, como si nada, un lío. Por ejemplo un tal Jesús González Bedoya, quien asegura que “no se puede hablar de objetividad absoluta, puesto que desde el momento en que el periodista da cuerpo a la noticia, siempre desde su particular punto de vista y su manera de entender las cosas, se convierte ésta en algo subjetivo y particular [si esto es así, ya me dirán qué sentido tiene hablar de objetividad ni absoluta ni relativa]”, y al mismo tiempo, apenas un par de líneas antes, escribe que “ante todo, los Medios en general y cada informador en particular deben diferenciar escrupulosamente lo que es información de lo que es opinión” (González Bedoya, 1987: 72), sin advertir que esta obstinada satanización de la opinión por lo menos es inconsecuente con la percepción subjetiva de la información que él mismo suscribe de inmediato . Pero incansable, González Bedoya regresa al laberinto, y tras reiterar que “el informador, al hacer la selección de material informativo, ineludiblemente lo hace a través de sus criterios, gustos, prejuicios… De esta forma transmite, inadvertidamente [¿Seguro? ¿No será más bien ‘intencionadamente’?] su escala de valores”, no tienen ningún reparo en asegurar que “la objetividad es posible y exigible en la información que se refiere a hechos [¿hechos, o simplemente datos?]”, y para facilitar la labor al periodista repite que una de las condiciones para alcanzar la objetividad informativa —es decir, aunque no lo diga, para conseguir la apariencia de objetividad que ampara la estrategia de la credibilidad informativa— es “distinguir claramente lo que es noticia de lo que es artículo, comentario, opinión” (González Bedoya, 1987: 107). Servidor se siente incapaz de entender los consejos deontológicos de González Bedoya, capaz de afirmar, por un lado, que “la objetividad es posible y exigible en la información que se refiere a hechos”, y por el otro, confirmar que “todo hecho que acontece significa algo, pero esa significación es casi siempre dudosa, por lo cual requiere una interpretación que vaya más allá de la forma en que se nos presenta dicho suceso” (González Bedoya, 1987: 101). Ya lo decía el broncosaurio Manuel Fraga hace un montón de gaitas: “todo hombre es contradictorio”.[13]

Y para cerrar esta muestra de formulaciones inconsecuentes o contradictorias de la objetividad informativa, una última cita que reconoce abiertamente lo absurdo de la objetividad, con lo que el precepto queda si no tocado y hundido, por lo menos inservible: “La información objetiva es así en términos rigurosos, la que transmite el objeto o la realidad tal como es, sin ingrediente subjetivo alguno. “[…] La objetividad viene a ser el esfuerzo del sujeto por conseguir que su conocimiento sea objetivo, es decir, verdadero como adecuado al objeto. Si la fuente previa del conocimiento es la realidad, la objetividad es la imparcialidad del sujeto con respecto a esa realidad que se conoce o intenta conocer. Curiosamente se advierte y se confirma que la objetividad es una actitud del sujeto. Que, en último término, la objetividad es una especie de subjetividad en tanto en cuanto parte del sujeto [Y luego de un desvarío como éste, él, tan tranquilo]. “[…] La objetividad informativa no es atribuible al objeto, sino al sujeto de la información. No es una cualidad objetiva, sino una actitud subjetiva. [Y venga disparates]. “[…] La objetividad informativa es, por tanto, exigible en la noticia. […] La objetividad en la información de hechos no es una cualidad de la información misma exigible con referencia al objeto, sino una actitud de probidad exigible directamente al sujeto: es un problema de deontología profesional.” (Desantes Guarner, 1976: 41, 43, 60). Como texto cómico, bueno. Ni Faemino y Cansado.

No sé, pero ¿alguien cree que valía la pena darle tantas vueltas a la cuestión para llegar finalmente a la conclusión de que la objetividad, la imparcialidad, la honestidad, etcétera, son un problema de ética profesional y que, en consecuencia, dependen de la actitud, de la intención y de la voluntad del sujeto que, al fin y al cabo, dependen de la competencia del mismo sujeto? Engañar o no engañar, simular o disimular, magnificar o silenciar, todo esto obedece a las intenciones del sujeto, a los propósitos de la periodista, a la voluntad del informador, y así lo reconocen incluso los paladines de la objetividad. Pondré el ejemplo del ya citado González Bedoya que, definitivo, sentencia que “la veracidad es un hábito de la voluntad, el hábito de ser veraz, que induce a decir habitualmente lo que se piensa o se conoce acerca de aquello sobre lo que se está hablando” (o sea, ajustar lo que decimos a lo que sabemos, sin esconder nada que sabemos relevante: en definitiva, a no mentir y a no engañar), del mismo modo que “la mendacidad es el hábito de ser mendaz, o sea, de decir mentira o lo contrario de lo que se piensa o se sabe con intención de engañar” (GB, 1987: 108), o dicho de otro modo, la mentira es “una declaración falsa hecha con el propósito de engañar” (GB, 1987:109).

Pero podemos engañar sin necesidad de mentir, claro: a diferencia de la mentira, que busca engañar diciendo algo que sabemos falso, el engaño es una declaración cierta que alguien hace con la intención de engañar, no por lo que dice, que es cierto, sino por lo que calla y sobre todo por lo que da entender mediante lo que dice y calla, que es la forma de decir impunemente aquello que uno no quiere o no se atreve a decir. Todo el mundo da por hecho que detrás de una mentira hay un mentiroso, alguien que tiene la voluntad de mentir, de decir algo que sabe que no es cierto, con el propósito de engañar, claro; así mismo, detrás del engaño hay alguien que tiene la intención de engañar más allá de que lo que dice sea cierto. Mentir y engañar es un asunto de estrategias distintas pero de intenciones idénticas, y la intención es exclusiva del sujeto. Y lo mismo ocurre con la veracidad: un sujeto que es veraz es que tiene la intención de decir no la verdad, ojo, sino su verdad o, como bien dice en este caso González Bedoya, “lo que se piensa o se conoce acerca de aquello sobre lo que se está hablando”. Y es que no puede ser de otro modo. En definitiva, o bien la objetividad remite al sujeto, y en ese caso uno sólo podría ser subjetivamente objetivo o subjetivamente imparcial o subjetivamente veraz, algo que no deja de ser una contradicción y una perfecta estupidez, o bien reducida por defecto a la certeza objetiva, acreditada, de los datos —grado cero de la deontología periodística— la hemos de considerar un requisito indispensable de la información, por supuesto, pero a la vez insuficiente, porque no garantiza ni deja de garantizar la bondad del periodismo. Porque con datos igualmente objetivos, ciertos, indiscutibles, se puede engañar o dejar de engañar, informar de un hecho o desinformar, magnificarlo o empequeñecerlo. O peor aún, silenciarlo, ocultarlo, que es una decisión de una gran eficacia, a menudo invisible porque a penas deja rastro.

Relataré un ejemplo de ocultación, subjetiva e intencionada, claro está, que en esta ocasión pudo ser conocida y denunciada. Cuando el domingo 6 de mayo de 2001 ETA asesinaba al presidente del PP de Aragón, Manuel Giménez Abad, Televisión Española silenció tanto en el Telediario segunda edición (21h., más de tres millones de espectadores), como en el Avance Informativo de media noche (22h. 45m., unos tres millones de espectadores), la declaración institucional de condena del atentado expresada por el lehendakari Ibarretxe. Un silencio que se mantuvo en el Telediario matinal del día siguiente, y eso que, según el comunicado de “condena, lamento y exigencia de responsabilidades” hecho público por el Comité de Empresa de TVE Bilbao, “la señal de comparecencia del lehendakari fue enviada en directo a los servicios centrales, al filo de las 20h. 40m., y de forma simultánea al Canal 24 Horas y a TVE Cataluña; siendo grabada en TVE Bilbao. Mientras tanto y por la vía de reserva se enviaron a TVE Madrid declaraciones de otros líderes políticos vascos, inclusive una vez finalizada la comparecencia pública del lehendakari, que sí fueron emitidas en el TD-2, tanto en su apertura como en su cierre”[14]. En fin, vistas las cosas de este modo, si algún medio o cualquier profesional pretende hacer una manifestación pública de objetividad, por favor, que sea claro, honesto si puede, que declare abiertamente su ‘objetividad’, es decir, su punto de vista, su ideología, sus principios, sus intereses, sus propietarios y, en definitiva, su honrada subjetividad informativa, que diría J. M. Puyal, cosa legítima y sobre todo inevitable—, tal como hizo por ejemplo el director de Libération, Serge July, al anunciar en 1973 el lanzamiento del diario: “C’est très sérieusement que nous disons que Libération sera un journal objectif. Libé fera campagne pour l’objectivité de la presse, de toute la presse […] Enfin, quand certains journalistes, certains journaux donnent la parole, c’est aux autorités, aux répresentants irrévocables pendant longues années, députés, dirigeants syndicaux, ministres, conseillers, policiers… Le système représentatif actuel, par délégation incontrôlable de la souveraineté populaire, est accepté comme tel, et comme source naturelle d’information. L’objectivité, alors, serait de donner, dans un conflit du travail ou dans un conflit judiciare, la parole aux deux parties, les deux parties ayant la même valeur, le patron et les grévistes, le justiciable et la machine judiciaire qui le broie. Cette objectivité-là relève du maintien de l’ordre. La presse est parlementarisée: ce sont toujours les mêmes qui ont la parole. “Appeler cela l’objectivité de la presse est un abus de langage. Ce n’est pas le nôtre. Ce n’est pas celle que refusent les journalistes qui ont pris position contre les pressions économiques et financières. Elle censure l’expression de la population, de l’ouvrier en grève, de l’employé, du fonctionnaire ou du juge… Cette objectivité donne la parole aux autorités, aux représentants contestés et non à ceux qui sont les détenteurs du pouvoir réel, qui sont la source des idées. “L’objectivité pour laquelle nous combattons, c’est une information qui sera sous le contrôle public et direct de la population”[15].

Con esta declaración pública de objetividad particular, intencionada, abiertamente parcial, descaradamente tendenciosa, si se nos permite tal manifiesto contrasentido, Libération ponía en práctica y sobre todo confesaba la autenticidad subjetiva que Dovifat reclamaba a mediados de siglo XX a cualquier periódico: “Todo periódico, ya se rotule neutral, apolítico, por encima de lo político, independiente, o cosa parecida, da a sus lectores con la propia noticia una determinada orientación. Quien niegue este hecho, niega el periódico mismo, y además nunca llegará a ajustarse a esa autenticidad subjetiva que se requiere de todo periódico” (Dovifat, 1959: 62).

 

[1]  De hecho, el autor se cita a él mismo y remite a otro libro suyo (Martínez Albertos, 1992: 45), donde el autor se vuelve a citar a él mismo y remite a otro libro suyo antes citado, (M.A., 1972: 37). Es curioso el caso de este autor, catedrático de Redacción Periodística, que se dedica libro tras libro, capítulo tras capítulo, a citarse y recitarse de forma sistemática: un ejemplo escogido al azar, sin trampa: en su libro El lenguaje periodístico (1989), al final del capítulo X (173-177), el autor incluye 69 Notas y referencias bibliográficas, 23 de les cuales son autoreferencias.
[2] Kafel, M.: ‘L’information, phénomène sociale’, en L’enseignement du journalisme, Estrasburgo, abril 1960, núm. 5). Citado por Martínez Albertos (1972: 38).
[3] Titular, por ejemplo, que “Sólo el 2,1% del público de Cataluña vio el año pasado cine en catalán” (El País, edición Cataluña, 5 de mayo de 2000, p. 54) es como decir, para entendernos, que por tan pocos sería mejor dejar esta tontería del cine en catalán (el sólo les delata), o peor, que el público no quiere cine en catalán: ¿Para qué, no? No dudo en ningún momento de que el dato —2,1% del público— es cierto, y que es verdad, si así quieren decirlo, pero claro, el título no dice cuanta gente representa este tanto por ciento, ni qué índice de ocupación de la oferta, ni cuál era la oferta de cine en catalán. Al leer la información, te enteras de que este miserable 2,1% son 606.221 personas, que representaban un aumento del 55% en relación a la temporada anterior (390.407 espectadores) y que sólo 55 de las 1.025 películas estrenadas durante la temporada de referencia se proyectaron en catalán. En fin, me parece que la información habría cambiado sustancialmente con títulos como por ejemplo: “Más de 600.000 personas vio el año pasado cine en catalán”, o por ejemplo, “Aumenta más de un 50% el público de cine en catalán”, etcétera. En los tres casos, sin embargo, los datos son incontestables, objetivos, indiscutibles, pero esto no quita que la información no sea tramposa, engañosa.
[4] Por ejemplo, un título como “Cientos de miles de coches pagarán el doble por el impuesto de circulación” (El País, edición Cataluña, 10 de abril de 2000, portada) puede provocar una alarma general entre el personal, porque centenares de miles es mucha gente (y seguro que a ti te toca), aunque no sabemos si son tres, seis o nueve centenares de miles de afectados (según la información, unos 400.000). Si uno lee la información, resulta que estos “cientos de miles de coches” representan sólo el 3% de los 12 millones de propietarios de coches. Quiero decir que el impacto de la noticia habría sido muy distinto, si el diario hubiera titulado: “El 3% de los conductores pagarán el doble por el impuesto de circulación”, y todavía mejor, a la manera del título examinado en la nota anterior, si dijera que “Sólo el 3% de los coches pagarán el doble por el impuesto de circulación”, que sería como decir que los afectados son cuatro gatos. Claro que, entonces, el título no podría ir a portada, ya no habría alarma. En fin, que todo esto es como un juego. Y en los juegos, ya se sabe, los hay que son tramposos, y los hay que hacen trampas: es cuestión de técnica.
[5] El despacho de EFE, lo mismo que hacen a veces muchos periodista, utiliza de manera equivocada el término ‘presunta/o’, que se usa en un sentido de suposición, de sospecha, de hipótesis, y por tanto también de duda, de incertidumbre, cuando de hecho el adjetivo significa casi lo contrario: que se da por hecho que lo que se afirma presuntamente es tal como se afirma y presume aunque no se haya probado. Y es en este sentido que se habla de presunción de inocencia, es decir, que se da por hecho que alguien es inocente aunque no se haya probado y mientras no se demuestre lo contrario. Así pues, la “presunta adjudicación irregular” del teletipo, o es un error o es una redundancia, y por tanto debería corregirse: “la supuesta adjudicación irregular”. Y cuando se habla, cosa corriente, del “presunto homicida”, se debería decir el “supuesto homicida”, o bien el “acusado de homicidio” o “detenido por homicidio”, etcétera.
[6] Despacho de la agencia EFE: El Supremo confirma absolución Cañellas (Madrid, 15-12-1998, 14.46’)
[7] Ibídem.
[8] Transcribo una muestra plenamente representativa de los titulares elaborados por alumnas de tercero de periodismo del curso 2002-2003 y 2006-07 de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la URL, que son muy parecidos por no decir idénticos a los títulos redactados por las alumnas de los mismos cursos de primero de la UAB: “El Supremo absuelve a Cañellas del delito de cohecho en la adjudicación del túnel de Sóller”; “El Tribunal Supremo absuelve al ex presidente de Baleares y del PP balear, Gabriel Cañellas, por el caso del túnel de Sóller”; “El Supremo absuelve a Cañellas por el caso del túnel de Sóller”; “El Supremo desestima los recursos y confirma la absolución de Cañellas por el caso del túnel de Sòller”; “El Tribunal Supremo confirma la absolución de Cañellas al desestimar todos los recursos en el caso Sóller”; “Cañellas, absuelto de los delitos de prevaricación y cohecho por el caso del túnel de Sóller” (2002-2003). “El Supremo confirma la absolución de Cañellas”, “El Supremo confirma la absolución del ex presidente de Baleares Gabriel Cañellas”, “El Tribunal Supremo absuelve a Gabriel Cañellas por el caso del túnel de Sóller”, “Gabriel Cañellas es absuelto por el caso del túnel de Sóller”, “Absuelto Gabriel Cañellas, ex presidente de las Baleares y del PP balear, por el caso del túnel de Sóller”, etcétera (2006-2007).
[9]  Despacho de la agencia EFE: Cañellas no se pronunciará sobre fallo hasta no lea sentencia (Madrid, 15-12-1998, 14.17’).
[10] El fragmento citado de la sentencia no aparece en el teletipo original de EFE hasta el párrafo 12, que no está nada mal.
[11] Manuel Jiménez de Parga, higiénico juez que tuvo el coraje de delatar a los sucios catalanes y compañía cuando en un discurso en defensa de la nación española de la España única, recordó que “en el año 1000, cuando los andaluces teníamos varias docenas de surtidores de agua de sabores distintos y olores diversos, en algunas zonas de las llamadas comunidades históricas [léase Catalunya y Euskadi] ni siquiera sabían lo que era asearse los fines de semana.” (Despacho Europa Press, Forum Europa, Madrid, 21-01-2003). J. De P. se lavó mucho, pero no consiguió sacarse toda la mierda.
[12] Sentencia núm. 6/1988, del 21 de enero, del Tribunal Constitucional, publicada por el B.O.E. del 5 de febrero de 1988, suplemento, p. 19-27. Fragmentos de la sentencia citados por Martínez Albertos,(1989: 60-61).
[13] Montero, Rosa: ‘Manuel Fraga Iribarne, un susto encarnado en ex ministro’, El País dominical, 25-06-1978.
[14]  Nota Informativa del Comité de Empresa TVE Bilbao, dos páginas, 7 de mayo del 2001.
[15] Declaraciones en rueda de prensa de Serge July (04-01-1973), citadas por Martin-Lagardette (1994: 113-114).