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       Si todo el mundo está de acuerdo en esto —que los hechos son sagrados por objetivos y que la opinión es libre por subjetiva—, es que debe ser así, por narices. ¿Cómo se podría entender, si no, esta salmodia coral de satanización de la opinión (y de la interpretación incluso) que recitan todo tipo de libros de estilo de diarios, sean de la trinchera que sean, cada estatuto de la radio y la televisión públicas, sean del palo que sean, o cualquier código deontológico profesional o institucional? Si todos y todos están de acuerdo en esto, es que esto es así y no puede ser de otro modo: “Observar sempre una clara distinció entre els fets i opinions o interpretacions, evitant tota confusió o distorsió deliberada d’ambdues coses”, proclama el primero de los doce mandamientos que articulan la Declaració de Principis de la Professió Periodística a Catalunya[1]. Y de forma casi calcada, el punto 3 del Código Ético del Periodismo aprobado por el Consejo de Europa[2] manifiesta que “el principio básico de toda consideración ética del periodismo debe partir de la clara diferenciación, evitando toda confusión entre noticias y opiniones”. Lo dicho, los sagrados hechos y la satánica opinión.

La máxima tampoco era nueva, había sido expresada por vez primera el 5 de mayo del 1921 per C. P. Scott, director del Manchester Guardian, en un editorial firmado en el que, entre otras cosas, sentenciaba: “Cada uno es libre de comentar lo que quiera, pero los hechos son sagrados” (Randall, 1996: 25). La idea hizo tal fortuna, la estrategia ha sido tan copiada, que la fórmula original pronto se disfrazó de proverbio solemne, lapidario, e inviolable, claro está: “Facts are sacred, comments are free”. O sea, que los comentarios son libres, pero los hechos son los hechos: o son o no son, claro que sí. Una sacralización de los hechos siempre coordinada con la criminalización estratégica y finalmente inconsecuente[3] de la opinión, que profesa, per ejemplo, el Wall Street Journal de Nueva York en su declaración de principios: “Creemos que los hechos son hechos, creemos por tanto que es posible llegar a la verdad colocando un hecho sobre otro hecho como en la construcción de las catedrales” (Colombo, 1995: 53). Periodismo opus dei, como si nada.

Desde entonces, la máxima maniquea de estricta separación entre información y opinión —los sagrados hechos y la satánica opinión, o sea, el bien y el mal, o esto parece— se ha fortificado en textos preceptivos de todo tipo de medios de comunicación como puntal básico de una estrategia de la credibilidad o fiabilidad informativa dispuesta a sostener, en contra del sentido común más elemental, el mito, la ilusión y el engaño de la objetividad. Un simple repaso de los principios de política editorial o del libro de estilo de cualquier periódico o una ojeada superficial a los primeros párrafos de los estatutos de la radio y la televisión públicas o de los códigos de deontología profesional internacionales no hará sino confirmar la obsesión de los medios, de las empresas editoriales, de los profesionales y de las instituciones por garantizar, a veces incluso con pompa de sermón, la supuesta, ilusoria, tramposa objetividad de la información, que unos y otros imaginan pura, sin mácula, libre de cualquier pecado de interpretación y de opinión.

Así, por ejemplo, el Estatuto de la Radio y la Televisión españolas[4] o la Ley Reguladora del Tercer Canal de Televisión[5] dictan con caligrafía clónica que la actividad de los medios de comunicación social del Estado y de los terceros canales de televisión de ha de inspirar, entre otros principios fundamentales, en “la separación entre informaciones y opiniones[6]. Y asimismo lo reproducen, de manera literal, los estatutos de todas la televisiones autonómicas[7] a excepción de la catalana, que en el punto correspondiente se limita a proclamar que la programación de la CCRTV se ha de inspirar  en “el respeto a la libertad de expresión”. De todos modos, el giro singular de los Principis inspiradors de la programació de la Corporació Catalana de Ràdio i Televisió no deja de ser una excepción relativa, más bien anecdótica y sobre todo inconsecuente, porque en el punto precedente reproduce, igual que todos los otros estatutos, la consigna de “l’objectivitat, la veracitat i la imparcialitat de les informacions”[8].

Igualmente, los códigos de deontología periodística de los países europeos, la mayoría de los cuales se han aprobado o reformado durante la década de los 90, además de acordar casi por aclamación la adhesión incondicional al principio de la veracidad informativa[9] —a excepción de Noruega, que ha elaborado un código ético renovador, lúcido y coherente[10]—, también han suscrito el principio de separación de la información y la opinión. Así, por ejemplo, el Código de Principios Periodísticos acordado por los editores y los profesionales belgas (1982) establece que “la separación entre hechos y comentarios debe ser claramente visible”; más rotundo, el Código Deontológico redactado por la Federación de Asociaciones de la Prensa de España (1993) dispone que “el periodista establecerá siempre una clara e inequívoca distinción entre los hechos que narra y lo que pueden ser opiniones, interpretaciones o conjeturas”; igualmente de acuerdo con la estrategia universal de satanización de la opinión, el Código Deontológico aprobado por el Sindicato de Periodistas de Portugal (1993) advierte que “la distinción entre noticia y opinión debe quedar clara a los ojos del público”; también las empresas editoras de la Gran Bretaña han pactado un Código de Conducta de la Prensa (1994) que, redactado con un punto de cinismo, recuerda que “aunque los diarios tienen libertad para ser partidistas, deberán distinguir con claridad entre lo que son comentarios, conjeturas y hechos”; y esto mismo insinúa, quizá con más insolencia, el Código de Ética Profesional aprobado por la Federación Rusa de Periodistas (1994) cuando dice que “un periodista está estrictamente obligado a separar los hechos informativos de las opiniones, versiones y suposiciones [pero] al mismo tiempo no tiene la obligación de ser neutral en sus actividades profesionales”; y en fin, coherente con todos ellos, como tiene que ser, el Código Europeo de Deontología del Periodismo aprobado por la Asamblea General del Consejo de Europa (1993) proclama con una solemnidad engolada que “el principio básico de cualquier reflexión ética del periodismo debe partir de una clara diferenciación entre noticias y opiniones, evitando cualquier confusión” (Villanueva, 1996: 79,110,149,151,158,46).[11] Que todo el mundo esté de acuerdo, el sabihondo y el palurdo, parece en principio un principio absurdo.

En el caso de los periódicos en particular, su libro de estilo de encarga de izar deprisa y en portada de su credo esta especie de bandera de la cruz roja de la información fundada por Scott. Algunos lo hacen de manera lacónica, y aún simple, como si esto de separar la información de la opinión fuera como aventar la paja del trigo, así de fácil y sencillo. El Libro de Estilo de ABC, por ejemplo, se limita a decir que “deberá separarse escrupulosamente la información de la opinión”[12], y que en cualquier caso, la opinión, “en último extremo, tiene su acomodo en las páginas o secciones editoriales del periódico” (Abc, 1993: 49). En las otras páginas, pues, nada de nada, información a secas, que se presentará, eso sí, “con máxima objetividad, corrección, impersonalidad y amenidad” (Abc, 1993: 51). De forma parecida, El País declara en sus principios de política editorial que “la información y la opinión estarán claramente diferenciadas entre sí” (El País, 1990: 15), y lo repite cuando, en el apartado 1.12 dedicado a la información, asegura que “el periodista transmite a los lectores noticias comprobadas, y se abstiene de incluir en ellas sus opiniones personales” (El País, 1990: 16-17). ¡No faltaría más!

Con un espíritu similar, pero con un redactado que apunta ya la contradicción latente en esta máxima del objetivismo, El Mundo establece que “el objetivo de la noticia es reflejar con la mayor exactitud posible la realidad a la que ha tenido acceso el periodista”, y aún reconociendo que “la selección y colocación de los elementos en una noticia implica necesariamente una elección subjetiva”, recuerda que en la información “no hay lugar para incluir opiniones o juicios de valor” (El Mundo, 1996: 23). Y que nadie piense que es cinismo, ¿eh? También El Periódico de Catalunya se expresa en términos que contradicen en buena medida i de forma significativa el mismo precepto, porque después de advertir que “la opinión del periodista no es un hecho informativo. El periodista debe limitarse a su papel de transmisor”, enseguida añade que el periodista “no tiene vedada, sin embargo, la posibilidad de proporcionar elementos interpretativos que sirvan para que el lector comprenda con mayor claridad las causas de los hechos noticiosos o las consecuencias que éstos puedan acarrear” (El Periódico de C., 1989: 1). Pues eso.

En cambio, La Vanguardia se adhiere al principio de separación entre información y opinión con un entusiasmo cargado de intenciones inexplicables. En este sentido, afirma que “en el ejercicio de funciones específicamente informativas el periodista mantiene el firme propósito de evitar la manifestación explícita o implícita de sus opiniones personales sobre los hechos tratados” (La Vanguardia, 1986: 13). Ellos lo remarcan y yo lo subrayo: la opinión, ni explícita ni implícita, ¡qué carajo¡ Ni rastro de opinión, sólo información auténtica, genuina, cien per cien pura. Y por si no había quedado bastante clara la devoción, repite el aviso a manera de amonestación: “Cuando se escribe acerca de determinadas materias opinables, el informador debe dejar a un lado sus ideas y preferencias personales [Pero dónde, a la derecha, a la izquierda, ¿dónde? También podrían ser más explícitos, ¿no?] No es ético aprovechar la tribuna que ofrecen las páginas del diario para entreverar la información con opiniones subjetivas [Así que también hay opiniones objetivas: ¡caray, tu¡] que vayan contra la tónica de mesura que nos es habitual”(LV, 1986: 19). Y convencidos de que los hechos son sagrados y satánica la opinión, porque no puede ser de otra manera, la manía general de evitar toda confusión entre información y opinión desemboca, como era de prever, en una confirmación incondicional de los géneros periodísticos históricamente establecidos: “Las características de forma y contenido propias de un diario del modelo informativo-interpretativo y de servicios, consolidado por La Vanguardia a lo largo de sus cien años de historia, exigen una estricta separación entre hechos y opiniones, entre géneros informativos, géneros interpretativos y géneros de opinión”(LV, 1986: 13). Y bla, bla, bla.

Caso curioso el reciente libro de estilo de Vocento, grupo de comunicación que integra a trece periódicos, como por ejemplo Abc, La Verdad, El Correo, El Norte de Castilla o Las Provincias, además de Telecinco y la agencia Colpisa. En la primera página de sus principios periodísticos, Vocento defiende abiertamente “un periodismo que no se conforma con dar noticia de los hechos y acontecimientos de actualidad, sino que aspira a su correcta contextualización, interpretación y análisis para un mejor servicio al lector”, y en consecuencia declara que la vocación de sus medios es “practicar un periodismo informativo e interpretativo que trascienda de los hechos para relacionarlos entre sí y ofrecer una visión lo más completa posible de la realidad y su contexto” (Vocento 2003: 19 y 28). Por fin, piensa uno, un medio que no sólo reconoce que no existe información pura, sino que además no tendría sentido, de ahí la necesidad de interpretarla, de contextualizarla. La grata sorpresa, sin embargo, apenas unas pocas páginas, porqué en el primer punto de los principios de estilo periodístico, Vocento regresa al rebaño del objetivismo y de los géneros al proclamar que:

“La separación nítida de información, opinión y publicidades esencial. El lector debe distinguir claramente, por un lado, la información y, por otro, sus interpretaciones y las opiniones que se aporten para ayudarle a construir sus juicios y criterios.

“Los profesionales respetarán siempre la máxima de que, en la información, los juicios debe hacerlos el lector. Al periodista corresponde proporcionar la información más veraz, completa, comprensible, rigurosa e imparcial para que el lector pueda formar su opinión de la forma más cabal.

“El periódico, naturalmente, tiene derecho a tomar partido, pero lo hará siempre en las páginas de opinión.” (Vocento 2003: 27-28 y 22).

Parece, pues, que toda esa profesión de fe contextual se hizo sin demasiada convicción, y en consecuencia estamos otra vez en la misma ciénaga de siempre, donde se rinde culto ciego o cínico a la objetividad y donde se proclama sin rubor la separación entre información por un lado y la interpretación y la opinión por el otro como principio deontológico capital y, sobre todo, aunque no lo dicen ni reconocen, como coartada de la manipulación informativa al servicio de sus intereses políticos e ideológicos. De hecho, Vocento pronto enseña la oreja y las intenciones, aunque sea con la excusa de una justa causa, y en el punto dedicado a las noticias de terrorismo, −y ya sabemos que si conviene, en eso del terrorismo podemos implicar incluso al Parlamento de Cataluña, a excepción del PP, se entiende− confiesa abiertamente que:

“En las informaciones sobre hechos terroristas, el periodista no es un mediador neutral, sino que debe considerarse parte agredida. Ello no obstante, deberá mantener intactos los criterios de objetividad informativa, si bien desde la mencionada perspectiva.” (Vocento 2003: 23)

En fin, el principio de separación tiene cuerda para rato. El razonamiento parece incontestable: si la información y la opinión se pueden separar, entonces también se han de poder separar los géneros correspondientes. Digo que parece incontestable, el razonamiento, pero no digo que lo sea. Todo lo contrario. Nuestra intención es demostrar que la separación entre información y opinión es equívoca, inestable, permeable, y además imposible, y que sobre todo puede ser plenamente engañosa. Y es que tal como la presentan los medios, casi tan simple como una línea, sólo puede ser una ilusión, un malentendido o una falacia, o quizá las tres cosas a la vez, que no hacen más que engordar una retórica de la objetividad a veces ingenua, siempre equívoca y a menudo fraudulenta. Una retórica de la objetividad que, al servicio de la secular estrategia de la credibilidad, adultera y enmascara cuando no oculta la naturaleza subjetiva de la información, inevitablemente subjetiva, intencionada e intencional. Tan intencional y tan subjetiva como la opinión, sin duda alguna. Me parece insensato y finalmente contradictorio afirmar como hacen ciertos teóricos que “el relato [la story de los anglosajones, en oposición al comment] periodístico está obligado a revestirse del máximo de no-intencionalidad” (Martínez Albertos, 1989: 65), y que en cambio esta (inconcebible) no-intencionalidad fundamental en el caso de la información “no es aplicable cuando el periodista se aplica a elaborar comentarios: todo comentario, por definición, es intencional y subjetivo”(Martínez Albertos, 1983: 54). ¡Qué disparate¡ Y no lo digo por si se aplica o no se aplica al periodista que se aplica.

O sea, que la opinión es intencional, intencionada, subjetiva, —quién osaría predicar lo contrario, ¿verdad?— y en cambio la información es no-intencional, sin intención, objetiva, libre de subjetividad, como si la subjetividad fuese una tara que hay que desactivar o por lo menos disimular. Según esta (per)versión objetiva del periodismo, el sujeto de la información no es que no tenga mala intención, es que ni tan siquiera tiene intención ninguna, es neutral, pasivo, impersonal, y por tanto, aquiescente, indiferente, objetivo porque renuncia a ser sujeto, o esto es lo que se nos quiere hacer tragar, una información sin sujeto, una solemne tontería. Vamos a ver, una cosa es que la periodista disimule mejor o peor el engaño, pero en cualquier caso la no-intencionalidad que predican sólo puede ser una estrategia ingenua o hipócrita cargada de intenciones: en todos los casos sólo se puede ser intencionadamente no intencionado, si se nos permite la paradoja. Detrás de la no-intencionalidad sólo puede haber o incompetencia o mala fe: el sujeto que dice que informa de manera no-intencional, o se engaña, o engaña, o bien engaña y se engaña a la vez. Desengañémonos, pues, no hay información sin sujeto, y no hay sujeto sin intención, que por acción y  omisión se proyecta en el texto informativo:

“Il n’y a pas de vérité sans sujet ni d’interprétation sans interprète. Ce n’est pas affirmer seulement l’existence d’une subjectivité, mais établir un rapport intime, essentiel, entre l’objet d’interprétation et le sujet interprétant qui, dans son travail de compréhension, engage une compréhension de soi-même. Au sens fort, le journaliste comme interprète de l’actualité s’investit dans son interprétation: il se découvre dans le remarquable qu’il distingue.” (Cornu, 1994: 369).

Así pues, cualquier texto es intencional, y también la información lo es, siempre, por principio, porque no hay manera humana de que sea de otro modo. Decir que la opinión es subjetiva y que la información es objetiva o es un disparate basado en una oposición sin sentido o la coartada de una estrategia del engaño. De hecho se puede ser tan subjetivo (en el sentido perverso que los objetivistas atribuyen al término), tan tendencioso o tan sectario con la redacción impersonal y descriptiva de una información, como en un artículo de opinión. Tanto o todavía más, porque todo el mundo presupone la subjetividad, la intencionalidad y la parcialidad de la opinión, mientras que no todos acostumbran a tener clara la naturaleza subjetiva e intencional de la información, más bien todo lo contrario, a causa de los equívocos suscitados por la retórica de la objetividad que, con toda la buena fe del mundo, claro está, orquestan los medios de comunicación.

Si examinamos con cierta atención qué presupone y qué implica esta máxima maniquea que tanto los medios como la administración y también los profesionales coinciden a proclamar como principio deontológico capital, veremos de qué manera tan simple y gratuita se arregla la estrategia de la credibilidad informativa. Cuando se advierte, por ejemplo, que se han de evitar las confusiones entre información y opinión[13], o que información y opinión han de separarse escrupulosamente, se sobreentiende que el problema es la opinión y no la información, que el agente tóxico del periodismo es la opinión  —aunque de hecho es al revés, como veremos más adelante (capítulos 4-8). Es decir, que lo que se pretende es que la información se desembarace de todo estigma de opinión y no al revés, que la opinión se deshaga de cualquier adherencia informativa, por más que el texto de algún libro de estilo del otro lado del océano pueda hacer pensar que la segregación ha de ser recíproca, que no sólo la información ha de sacudirse la opinión, sino que del mismo modo la opinión no debe mezclarse con la información:

“Para que el lector no pueda ser inducido al error de confundir noticias con opinión, y viceversa, los textos que expresen pensamientos, comentarios, juicios de valor, creencias o interpretaciones de los redactores deben ser presentados gráficamente de un modo diferente de las crónicas, gacetillas y referencias a hechos y datos registrados por el periodista.” (La Nación, 1997: 45).

Pero más allá de la referencia insólita aunque anecdótica y sobre todo ociosa del libro de estilo La Nación, queda bien claro quién hace de Sadam (malo con cara de malo) y quién hace de Bush (malo con cara de bobo) en esta disputa maniquea promovida por los medios. Por si acaso, recordaremos que, según La Vanguardia, “en el ejercicio de funciones específicamente informativas el periodista mantiene el firme propósito de evitar la manifestación explícita o implícita de sus opiniones personales sobre los hechos tratados”. Una declaración de intenciones como ésta —separación estricta de la información y la opinión— presupone, en primer lugar y de forma necesaria, que la información se puede separar de la opinión, porque si no es así, el principio sería una tomadura de pelo. En segundo lugar, implica que tal separación es algo conveniente, inexcusable, si lo que se pretende es garantizar una información pura como quién dice, digna de crédito y confianza, sin contagio alguno de opinión: lo que algunos espadas del objetivismo llaman la verdad desnuda de los hechos, tan anchos y sin vergüenza. Y finalmente, si la información se puede separar de la opinión, y si esto es necesario y es bueno, porque esto es lo que proclaman los medios, pues entonces es que los medios así lo hacen. En fin, una información y unos medios de toda confianza, puedes poner la mano en el fuego, crédulo.

La idea que pretendo exponer sobre el maldito principio deontológico de separación de géneros es algo diferente: de hecho es la contraria. En primer lugar, me parece que el problema del periodismo no es la opinión, sino la información, sin duda alguna. Si se me permite la analogía, diré que en el peor de los casos la opinión puede disimular con ingenio las razones que no tiene o simular que las tiene, pero es un rival que de algún modo siempre da la cara, entre otras cosas porque ya sabes que es un artículo de opinión, porque se presenta abiertamente como tal —como un regimiento de escoceses que ataca a pecho descubierto, de lejos y con música de gaita, los insensatos—, y de la opinión ya sabes que no te puedes fiar —pero ésta es tu opinión, te suelta cualquiera que no piensa como tú—, mientras que la información, que se abre ante tus ojos con estampa de jardín, a menudo esconde un territorio minado, y por eso mismo fatal y traidor, como aquel repugnante juguete bomba[14] que dejó ciega a una criatura de un año. Y añado que en un sentido riguroso pero también elemental la información no se puede deshacer ni de la interpretación ni de la opinión, que en un grado u otro siempre infectan la información: en ningún caso la información puede sacudirse la interpretación y la opinión implícitas, no se pueden separar, nunca.

De igual modo lo ve el subdirector de El País M. Á. Bastenier, que de manera rotunda afirma que “es imposible hallar textos en los que no se dé algún grado de opinión, de interpretación, de visión del mundo” (Bastenier, 2001: 34). Y además de imposible, la separación tampoco seria nada deseable (Véase capítulo IX).

Advirtamos, en primer lugar, que en la etapa pretextual[15] de la labor informativa, el hecho de distinguir qué es noticia —y por tanto qué no es noticia— implica, antes de cualquier narración de los supuestos hechos —etapa textual— un trabajo de interpretación y de valoración que, como escribe Paul Ricoeur, consiste en “déchiffrer le sens caché dans le sens apparent, à déployer les niveaux de signification impliqués dans la signification littérale”(Ricoeur, 1969: 16). O sea, que más allá del significado inmediato, superficial, literal por así decirlo, de los hechos[16] elementales, que a veces puede parecer anodino, irrelevante, será preciso encontrar un —un, lo remarco, y no el— sentido mediato, profundo, contextual, de la noticia; un sentido que en una u otra medida siempre será relativo, y por esto mismo variable, porque, de acuerdo con Ricoeur, “il y a interprétation là où il y a sens multiple, et c’est dans l’interprétation que la pluralité des sens est rendue manifeste”(Ricoeur, 1969: 17), lo cual no impide que la gente pueda coincidir en interpretar un mismo sentido, a la vez que legitima que se puedan interpretar sentidos distintos. En definitiva, como razona Daniel Cornu, director del Centro de formación de periodistas de la Suiza francesa:

“dans l’information journalistique comme en histoire la vérité passe par une reconstruction, qui permet de situer les faits, de décrire leur enchaînement, de rechercher leurs causes, de les présenter dans leur cohérence. Aucune tentative de reconstruction ne saurait échapper à l’interprétation, qui oriente l’ensemble des activités journalistiques. La reconstruction journalistique, parce qu’elle suppose une recherche de sens, se pose d’emblée comme le butoir faisant obstacle à toute prétention à une reproduction objective de la réalité, qui passerait par le ‘courtage’de faits bruts. Dans la pratique de l’information, il est illusoire de séparer la discussion sur l’événement de la discussion sur le sens. L’observation et l’interpretation són étroitement intriquées […] Il existe donc fondamentalement plusieurs reconstructions possibles de la réalité, dont la légitimité est suspendue au respect de la vérité de fait”(Cornu, 1994 : 374-75).

 

 

[1] Esta Declaración de Principios o Código Deontológico fue aprobada por los profesionales de la información de Catalunya durante el II Congrés de Periodistes Catalans, octubre de 1992. Publicado en Capçalera, Revista del Col.legi de Periodistes de Catalunya, n. 37, noviembre-diciembre de 1992, pp. 10-13.

[2]  El Código fue aprobado por la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa el 1 de julio de 1993, en Estrasburgo. El fragmento citado del texto aprobado lo recoge el Libro de Estilo de Telemadrid (1993:  449).

[3] Digo que la satanización de la opinión es finalmente inconsecuente porque si tan peligrosa es la opinión, pues aún mucho más diabólica será la opinión que implícita, disimulada, enmascarada o bien oculta, muscula la información, aquello que con notable temeridad, ingenuidad o cinismo llamamos los hechos, las noticias.

[4]  La ley 4/1980 del Estatuto de la Radio y la Televisión españolas fue aprobada el 10 de enero y publicada por el B.O.E. n. 11, del 12 de enero de 1980.

[5]  La ley 46/1983, del 26 de diciembre, Reguladora del Tercer Canal de Televisión, fue publicada por el B.O.E. n. 4 de 5 de enero de 1984.

[6] Artículos 4 apartado b y 5 apartado b de las respectivas leyes.

[7]  Por ejemplo, la Ley de la Radio Televisión Vasca (ley 5/1982 del 20 de mayo, publicada por el BOPV, núm 71 de 2 de junio de 1982) dice (artículo 3, apartado a) que “la actividad de los medios de comunicación social […] se basará en la distinción y separación entre información y opinión”. Igualmente, la ley que regula la Radio Televisión de Madrid (Ley 13/1984 de 30 de junio, publicada por el BOCM, núm.158 de 4 de julio de 1984), establece que uno de los principios de Radio Televisión Madrid es “la separación entre informaciones i opiniones” (artículo 13, apartado e). Y finalmente, la ley de  la Radio y Televisión de Andalucía (Ley 8/1987, de 9 de deciembre, publicada por el BOJA, núm. 27, de 22 de marzo de 1985) también prescribe que los medios de de comunicación social de la Junta de Andalucía han de respetar “la separación entre informaciones y opiniones” (artículo 2, apartado g).

[8] Artículo 14, apartados c y b, de la ley 10/83 de 30 de mayo, de creación de la Corporació Catalana de Ràdio i Televisió (CCRTV), publicada por el D.O.G.C., núm. 337, 14 de juniode 1983.

[9] De hecho, la mayoría de códigos de ética periodística europeos más que reclamar la veracidad de la información proclaman como principio fundamental el respeto a la verdad a secas. Por ejemplo, el código elaborado por el Consejo Alemán de Prensa (reformado en 1994) dice en su artículo primero que “el respeto a la verdad y a la información veraz es un imperativo supremo de la prensa”. También en su primer punto, el código adoptado por el Consejo de Prensa de Austria (1983) reclama “respeto a la verdad y al derecho del público a la verdad”.  Más lapidario y solemne, el Código Deontológico acordado por la Asamblea General de la Federación de Asociaciones de la Prensa de España (1993) proclama en el punto 2 que “el primer compromiso ético del periodista es con la verdad”.

Asimismo, el decálogo de Principios Éticos propuesto por la Asociación de Editores de Diarios de Atenas dice, en el apartado b, que “la presentación de la verdad es el principal estímulo de los periodistas”. El Códi Nacional de la Conducta de los Periodistas Daneses aprodo por Parlamento de Dinamarca —el único con fuerza legal, pues—, elude la cuestión de la objetividad con un eufemismo la mar de curioso: “Es deber de la prensa proporcionar correcta y oportuna información. Debe cuidarse que la información sea correcta tanto como ello sea posible”. En fin, como se puede comprobar, todos ellos son principios de una gran utilidad. Los fragmentos de los códigos están sacados de Villanueva,  (1996: 61, 76, 106, 117, 90).

[10] En lugar de hablar de veracidad informativa, el Código de Ética de la Prensa de Noruega (1994) explica que “como institución social, la prensa tiene como tarea fundamental aportar información y comentarios críticos, así como generar debates en la sociedad. La prensa, por tanto, es particularmente responsable de difundir los diferentes puntos de vista”. Villanueva (1996: 140-141).

[11] Un libro ciertamente curioso, y por diversas razones. La presentación del autor en la contraportada resulta insólita: “Ernesto Villanueva (México, 1966) Candidato a doctor en derecho de la información por la Universidad Complutense de Madrid”. El resto de curiosidades las expone con detalle el presidente de la Fundación Manuel Buendía en la presentación de la obrita: “El libro de Ernesto Villanueva es una espléndida adición al Fondo Editorial de la Fundación Manuel Buendía, en coedición con el Centre d’Investigació de la Comunicació de la Generalitat de Catalunya, importante institución europea nacida en 1987 con el afán de fomentar la investigación en materia de medios masivos y con la que tenemos relaciones de intercambio desde hace algunos años. […] Para la directiva de la Generalitat de Catalunya [como si fuera el Barça] y para Ernesto Villanueva, el respeto profesional y la amistad de todos los socios de la FMBAC. Miguel Ángel Sánchez de Armas, México, D.F. julio de 1996”. Todo junto, casi tan raro como la traducción al vietnamita (Hà nôi, 1993), con la colaboración de la Institució de les Lletres Catalanes, de una novela de Baltasar Porcel, Difunts sota els ametllers en flor, que traducida quedó así de mona: Mùa Hoa Hanh Nhân.

[12]  De hecho, un diario como ABC bien se podría ahorrar declaraciones de principios tan radicales: ya se sabe que, sobre trodo en la gloriosa época de don Luis María Anson, que es quien firma el epílogo del Libro de estilo, ABC era muy escrupuloso a la hora de evitar confusioness entre información y opinión. Como muestra, un titular de portada claro como el agua: “Por cobardía moral, González no dijo ayer: “Me solidarizo plenamente con Barrionuevo, soy corresponsable de su gestión en Interior y pido que también se solicite suplicatorio contra mí”, (24 -11-1995).

[13] “Observar siempre una clara distinción entre los hechos y opiniones o interpretaciones, evitando toda confución o distorsión deliberada de ambas cosas”, proclama el criterio 1 del calendario 2003 del Código Deontológico promovido poir el Col.legi de Periodistes de Catalunya, el Consell de la Informació de Catalunya y el Consell de l’Audiovisual de Catalunya

[14]  El 20 de agosto del 2001, una criatura de dieciséis meses resultó gravemente herida al explotarle un coche de juguete cargado con pólvora. Entre otras lesiones, el niño padece una ceguera irreversible y total, que no le permite distinguir ni tan siquiera la llum, hasta el punto de que su cuerpo no sabe si es de día o de noche, algo que según los médicos podría afectar al sistema hormonal de crecimiento del niño.

[15] Distinguimos tres etapas consecutivas y en alguna medida simultáneas en la labor informativa, las tres de natarualeza interpretativa y valorativa, contextual: etapa pretextual, que implica de manera capital discriminar qué es noticia y qué no lo es y, claro está, cuál es la noticia; etapa textual, es decir, de elaboración del texto de la información, lo que  implica valorar y ordenar jerárquicamente los elementos de la información, además de todas las decisiones de índole lexical, sintáctica, narrativa y estilística signficativas; y en tercer lugar, la etapa supratextual, en la que el texto escrito o audiovisual de la información se sitúa de forma jerárquica en el espacio o el tiempo de la información, es decir, el espacio del periódico o el tiempo del informativo de radio o televisión.

[16] No se debe olvidar que más allá de los datos o de los hechos básicos que en un cierto sentido podemos considerar objetivos, en el sentido de ciertos (los datos de la inflación, los muertos en un accidente, el resultado de una elecciones…), aquello que con tanta tranquilidad llamamos les hechos no deja de ser una percepción individual, cultural e ideológica de la realidad, una valoración y una interpretación subjetivas de la realidad.