“En cada caso, entonces, la expresión y la situación están enlazadas en forma inextricable una con otra, y el contexto de situación resulta indispensable para la comprensión de las palabras. Así como en la realidad de las lenguas habladas o escritas, una palabra sin contexto lingüístico es una mera ficción y no representa nada por sí misma, también en la realidad de una lengua hablada viviente, la expresión no tiene significado, excepto en el contexto de situación.” El problema del significado en las lenguas primitivas, Bronislaw Malinowski, 1923

 

La constitución polifónica del lenguaje liquida toda expectativa de reducir la significación a la sosa sopa de letras —como si fuera un simple código—, y en cambio vindica el papel estelar de las intenciones en el juego lingüístico y proclama la dependencia contextual del significado. Un modelo que invita a entender la comunicación verbal como una relación activa, intencional y comprometida entre emisor y receptor, de modo que “un texto tiene sentido porque el conocimiento activado por las expresiones que lo componen va activando, valga la redundancia, una continuidad de sentido”, y al contrario, “cuando los receptores detectan la ausencia de continuidad, el texto se convierte en un sinsentido” (De Beaugrande y Dressler, 1981: 135). Esta perspectiva induce a reconocer que la producción y la comprensión textuales son procesos de interpretación y de construcción del sentido, y en consecuencia habrá que explicar la comunicación en términos de cooperación o negociación entre las intenciones del emisor, que dice lo que dice y que quizás quiere dar a entender otra cosa —sólo insinuada, apenas sugerida—, y las intenciones del receptor, que escucha sobre todo lo que sobre todo quiere oír, a veces incluso contra las mismas palabras: la vida es un poco así. Un negocio de la comunicación despachado a través del lenguaje, que finalmente cuajará en uno u otro sentido según la carga prosódica y paralingüística —paralela o perpendicular a las intenciones de los negociantes— y también en función de la situación y del contexto que afectan a la transacción lingüística, todo lo cual, desplegando plenamente la analogía comercial, conducirá a uno y otro interlocutor a la estrategia y la especulación, sobre todo cuando se trate de negocios comprometidos, conflictivos. De acuerdo con esto, el sentido es el resultado de un proceso cognitivo de construcción y reconstrucción entre los interlocutores, de modo que si uno lo crea y lo interpreta, el otro lo reinterpreta y lo recrea, que es más o menos lo que expone el sociolingüista Gumperz (1982), uno de los autores fundamentales del análisis de la conversación:

“Gumperz sugiere que el significado comunicativo se elabora a través de un proceso de interpretación por el que los oyentes infieren las estrategias subyacentes y les intenciones de los hablantes. El emisor coloca unas pistas para que el receptor pueda llevar a cabo su tarea. Tienen el carácter de pista tanto los elementos verbales (prosódicos, fonológicos, sintácticos y retóricos) como los no verbales (kinésicos, proxémicos)” (Castellà, 1992: 77).

Además de la naturaleza polifónica del lenguaje, también hemos destacado su condición contextual. En otro capítulo examinaremos con más detalle la musculatura fibrosa y compleja del contexto, y de momento nos bastará con una aproximación intuitiva, elemental, al concepto. Cuando hablamos de contexto nos referimos, por ejemplo, a las circunstancias en que ha tenido lugar un hecho o un enunciado y que consideramos relevantes, significativas, para interpretar, entender el enunciado o el hecho mismo. En este sentido, algunos teóricos hablan de contexto de enunciación o de situación de comunicación para referirse, no sólo a las circunstancias espaciales y temporales en que tiene lugar la conversación, sino también a las circunstancias personales, sociales y culturales que determinan la producción y la interpretación del discurso. De acuerdo con esta acepción, el contexto es una clave que nos facilita la interpretación de un hecho o un enunciado, o viceversa, el contexto es un marco de interpretación en el que un hecho o un enunciado resultan significativos, es decir, adquieren un sentido que depende en un grado u otro de ese contexto o situación.

De hecho, la noción de contexto es una aportación capital del célebre etnólogo y antropólogo Bronislaw Malinowski (Cracovia, 1884–New Haven,1942) a la lingüística. La investigación que llevó a cabo durante dos años de la vida social de los habitantes de las islas Trobriand, al este de Nueva Guinea, reveló a Malinowski el vínculo íntimo que hay entre lenguaje y cultura, en el sentido de que el significado de las palabras no es autosuficiente ni independiente de su uso real, al contrario, las palabras hay que entenderlas —y sólo pueden entenderse— siempre de modo relativo, circunstancial, es decir, sólo adquieren sentido en relación con el contexto cultural que tutela el uso de esa lengua determinada, porque, tal como argumenta el mismo Malinowski mediante el análisis de un fragmento de conversación entre melanesios, “el lenguaje se halla esencialmente enraizado en la realidad de la cultura, la vida tribal y las costumbres de un pueblo, y no puede ser explicado sin constante referencia a esos contextos más amplios de la expresión verbal” (Malinowski, 1923: 320). En consecuencia, razona Malinowski, “el significado de una palabra debe colegirse siempre, no de una contemplación pasiva de esta palabra, sino de un análisis de sus funciones, con referencia a la cultura dada” (Malinowski, 1923: 323). Además de considerar la cultura como el contexto genuino de interpretación del significado lingüístico, Malinowski hace dos aportaciones excepcionales: expone el concepto de contexto de situación y explica el lenguaje entendido como acción, dos ideas de clara condición pragmática que, treinta años después, resucitarán como principios cardinales de la teoría de los actos de habla esbozada por el filósofo inglés John L. Austin[1]:

“[Una expresión] sólo se hace inteligible cuando se la coloca dentro de su contexto de situación, si se me permite acuñar una expresión que indica por un lado que la concepción de contexto debe ser ampliada y por otro que la situación en que se profieren las palabras nunca puede ser pasada por alto como impertinente para la expresión lingüística. Vemos cómo la concepción del contexto debe ser sustancialmente ampliada […], debe quebrar los límites de la mera lingüística y ser transportada al análisis de las condiciones generales bajo las cuales se habla una lengua. […] El estudio de cualquier lengua hablada por un pueblo que vive bajo condiciones diferentes de las nuestras y posee una cultura diferente, debe realizarse conjuntamente con el estudio de su cultura y de su [medio] ambiente”.

Una enunciación proferida en la vida real, nunca está separada de la situación en que ha sido emitida. […] En cada caso, entonces, la expresión y la situación están enlazadas de forma inextricable una con otra, y el contexto de situación resulta indispensable para la comprensión de las palabras.

El lenguaje […] debe ser considerado como un modo de acción, más bien que como una contraseña del pensamiento.

“El lenguaje […] tiene un carácter esencialmente pragmático; que es un modo de conducta, un elemento indispensable de la acción humana concertada.” (Malinowski, 1923: 320, 321, 310, 331-332).

En sintonía con las ideas de Malinowski, con quien colaboró durante cierto tiempo, John R. Firth elaboró una teoría que, sobre todo entre los lingüistas británicos, se conoce como la teoría contextual del significado, justamente porque el elemento clave de su idea de significado es el contexto, o más exactamente el contexto de situación, término que tomó prestado de Malinowski:

“A key concept in the technique of the London group is the concept of the context of situation. The phrase ‘context of situation’ was first used widely in English by Malinowski. In the early thirties, when he was especially interested in discussing problems of languages, i was privileged to work with him. […] Malinowski’s context of situation is a bit of the social process which can be considered apart and in which a speech event is central and makes all the difference, such as a drill sergeant’s welcome utterance on the square, ‘Stand at—ewase!’ The context of situation for Malinowski is an ordered series of events considered as in rebus.

“My view was, and still is, that ‘context of situation’ is best used as a suitable schematic construct to apply to language events, and that it is a group of related categories at a different level from grammatical categories but rather of the same abstract nature. A context of situation for linguistic work brings into relation the following categories:

  1. “The relevant feature of participants: persons, personalities.

(i)              The verbal action of the participants.

(ii)            The non-verbal action of the participants.

  1. “The relevant objects.
  2. “The effect of the verbal action.” (Firth, 1950: 181, 182).

Firth, considerado el fundador de la lingüística británica moderna[2], hace suya la percepción del lenguaje apuntada por Malinowski y, desde la convicción de que la lengua tiene sobre todo una función social, formula su teoría contextual del significado, aunque tampoco le sentaría nada mal la etiqueta de teoría funcional de la conducta lingüística[3]:

“De acuerdo con Firth, lo más importante de la lengua es su función social […] Todo enunciado aparece en un contexto de situación culturalmente determinado y su significado es la totalidad de su contribución al mantenimiento de lo que Firth llama pautas de vida en la sociedad en que vive el hablante y a la afirmación de la función y la personalidad del mismo dentro de la sociedad. […] La semántica, en el sentido en que la concibe Firth, relaciona enunciados con su respectivo contexto de situación.

“[…] su concepción general de ser significativo, o tener significado, consiste en funcionar adecuadamente (es decir, significativamente) en el contexto.

[…]

“Su principal aspiración consistía en resaltar que los enunciados lingüísticos, como otras porciones de comportamiento socialmente significativo, no pueden interpretarse más que contextualizándolos en relación con una cultura determinada.” (Lyons, 1977: 546, 547 i 548).

A destacar que, en el artículo antes citado, Personality and Language in Society (1950), Firth ajusta y amplía el concepto de contexto de situación, que es la jácena de su teoría contextual —social y funcional— del significado. Más allá de las clarividentes reflexiones apuntadas por Malinowski en sus estudios etnográficos, Firth precisa, en primer lugar, que el contexto nunca se refiere a la situación de modo indiscriminado, sino que la referencia deberá ser pertinente, y en segundo lugar señala que el contexto de situación no se ha de entender sólo en un sentido literal, o sea concreto e inmediato, sino también en términos abstractos, indirecto e implícito, con lo cual la idea de contexto dejaba de estar restringida a las circunstancias de lugar y espacio y, aunque de modo aun impreciso, se expandía por territorios de naturaleza psicológica, sociológica y cultural. Con similares términos se expresará años después Halliday, el lingüista más destacado de la llamada Escuela de Londres, heredero directo de les ideas de Firth y principal representante de la corriente lingüística denominada gramática sistémica y funcional[4]:

“[1] El ‘contexto de situación’ no se refiere a todas las porciones del entorno material que podrían aparecer si tuviéramos una grabación sonora y visual de un suceso oral, con todas las imágenes y los sonidos que rodean a las expresiones; se refiere a aquellas características que son pertinentes al discurso que se está produciendo. [y 2] Dichas características pueden ser concretas e inmediatas, como suele suceder con los niños pequeños cuyas observaciones con frecuencia presentan una relación pragmática directa con el entorno […] Pero pueden ser enteramente abstractas y remotas, como en una discusión técnica entre expertos, donde la ‘situación’ incluiría el problema particular que trataban de resolver, además de su propia capacitación y experiencia, en tanto que el entorno inmediato de objetos y sucesos probablemente no contendría absolutamente nada de importancia. […]

En general, la habilidad para utilizar el lenguaje en contextos abstractos e indirectos es lo que distingue el habla de los adultos del de los niños; aprender una lengua consiste en parte en aprender a librarla de las restricciones del entorno inmediato” (Halliday, 1978: 42-43).

Si dejamos de lado el episodio de la semántica conductista que gira sobre todo en torno del lingüista americano Leonard Bloomfield y su conocida descripción contextual del significado a través de la historia sin pecado de Jack, Jill y la manzana (Bloomfield, 1933: 41-46), podemos afirmar que la lingüística no sólo no tuvo nunca en cuenta la función significativa y determinante del contexto, sino que descuidó a conciencia la semántica en general durante buena parte del siglo XX, y así lo reconocía, por ejemplo, el estructuralista francés Greimas: “la semántica ha sido siempre la pariente pobre de la lingüística” (Greimas, 1966: 9). De igual modo se expresaba poco después Lyons, lingüista de la Universidad de Cambridge y miembro de la Academia Británica, que además de acreditar la marginación, apuntaba las razones de tanta negligencia:

“Muchas de las obras más influyentes que han aparecido sobre lingüística durante los últimos treinta años dedican muy poca o ninguna atención a la semántica. La razón de esta negligencia se debe al hecho de que muchos lingüistas han llegado a dudar sobre la posibilidad de estudiar el significado con la misma objetividad y con el mismo rigor con que se estudian la gramática y la fonología, al menos de momento. Por lo demás, mientras parece evidente que la fonología y la gramática se encuentran en su totalidad dentro del terreno de la lingüística, lo que comúnmente se denomina ‘el problema del significado’ parece que concierne de igual manera, si no en un grado mayor, a la filosofía, la lógica y la psicología y quizá también a disciplinas tales como la antropología y la sociología.” (Lyons, 1968: 414).

Si la fonología fue la estrella rutilante del estructuralismo, el generativismo representó el esplendor de la sintaxis, pero tanto los lingüistas de una corriente como los de la otra miraron siempre de reojo la semántica y, persuadidos de que el estudio del significado era una empresa condenada al fracaso —un fracaso que se hacía aún más evidente ante la capacidad descriptiva de la teoría fonológica de Trubetzkoy y Jakobson, y el rigor formal de la teoría sintáctica de Chomsky—, lo consideraban territorio ajeno, o bien lo circunscribían a la descripción desnaturalizada, ilusamente descontextualizada, del significado de las palabras. Según el lingüista Chao, la histórica desatención lingüística de la semántica se explica sobre todo por el temor a abandonar el territorio abstracto de la lengua:

“El mundo del significado suele ser el reino que temen los lingüistas y que anhelan los filósofos […] Los lingüistas puramente formales afirman, o afirmaban, que al investigar el significado se abre una ventana al mundo de las cosas en general, de manera que no es posible un resumen adecuado del lenguaje sin estudiar el conocimiento humano en toda su amplitud. Esta es la razón por la que los lingüistas no se han atrevido hasta hace poco a tratar del significado”. (Chao, 1975: 83).

Y hasta mediados de siglo XX no se atisba entre los lingüistas una cierta conciencia del papel si no definitivo, por lo menos relevante, del contexto en la significación, aunque a menudo esta primera precepción contextual del significado arrastra dos hipotecas que casi la neutralizan: primera, que la semántica se reduce, tal como escribe Ullmann en uno de los primeros manuales dedicados a la disciplina, al “estudio del significado de las palabras” (Ullmann, 1962: 3); y segunda, que en general la idea de contexto se reduce al entorno lingüístico, verbal, una secuela de la visión fragmentaria, desarticulada y a fin de cuentas deficiente de la semántica léxica, que se agota en la descripción de los fenómenos de sinonimia, homonimia y polisemia. Así, cuando se afirma que ‘dos palabras son sinónimas en un contexto c1 y dejan de serlo en un contexto c2’ o cuando se dice que ‘la polisemia se cancela en función del contexto’, se hace referencia sólo al contexto lingüístico de tal palabra, que casi siempre se limita al resto de palabras de la misma oración o bien a les frases inmediatas. Malmberg, por ejemplo, manifestaba que “toda palabra adquiere la plenitud de su significado exclusivamente dentro de un contexto concreto, esto es, dentro de un texto o enunciado” (Malmberg, 1966: 112).

Nosotros, de acuerdo con Halliday, Lyons, Petöfi, Brown y otros, llamaremos cotexto al contexto lingüístico, y consideraremos que más allá de las palabras o las frases inmediatas puede abarcar todo el texto tanto anterior como posterior al elemento textual considerado, bien entendido que el cotexto puede ser irrelevante o, todo lo contrario, determinante del significado de una palabra o expresión. En este sentido, Halliday dice que el cotexto es “el entorno textual pertinente” (1978: 174), y Lyons lo asocia al “texto relevante del entorno” (1995: 297). Y entiendo que este concepto de cotexto, que de hecho se corresponde con el texto mismo, si se toma en un sentido abierto invita a proponer la idea de un cotexto intertextual, que podría aludir a textos relacionados con el texto de referencia y, en último extremo, a todos los textos. Asimismo, reservaremos el término contexto per designar en general a todos los elementos contextuales de orden extralingüístico que son determinantes del significado, tanto de la producción como de la recepción textual. Entendido desde la perspectiva de la producción textual, van Dijk considera el contexto como “una abstracción altamente idealizada de tal situación [comunicativa] y contiene sólo aquellos hechos (conocimientos, creencias, propósitos, intenciones…) que determinan sistemáticamente la adecuación de las expresiones [lingüísticas] convencionales” (Van Dijk, 1977: 273). De modo parecido, pero en esta ocasión desde el punto de vista de la recepción textual, que es un proceso de interpretación, no se olvide, Espinal entiende el contexto como “el subconjunto de creencias y de asunciones del oyente que [le] proporciona las premisas necesarias para que tenga lugar el proceso de comprensión” (Espinal, 1988: 138). En definitiva, y de acuerdo con Slama-Cazacu, afirmamos que “el principio de la adaptación al contexto interviene como ley universal en el funcionamiento de la lengua, tanto en la emisión como en la recepción” (Slama-Cazacu, 1959: 292).

Uno de los primeros lingüistas que advirtió que el contexto significativo va bastante más allá del texto mismo fue Charles Bally (1865-1947), discípulo y heredero natural de la cátedra que Saussure ocupó en Ginebra en 1906, donde el insigne lingüista pudo explicar finalmente las ideas de su célebre y póstumo Cours de linguistique générale, que luego el mismo Bally, con la colaboración de Albert Sechehaye y de otros alumnos de los tres únicos cursos de lingüística descriptiva que impartió el maestro, recopilarían y publicarían en 1916. A pesar de que sus ideas quedan todavía lejos de la visión contextual del lenguaje expresada por Malinowski y elaborada por Firth, hay que reconocer que Bally es uno de los primeros lingüistas que distingue entre la situación, que comprende “encore toutes les circonstances connues des interlocuteurs et qui peuvent être les motifs de leurs conversations”, algo que se asemeja al conjunto de circunstancias extralingüísticas que rodean al discurso, y el contexto, que él limita a “des mots qui ont été prononcés précédemment” (Bally, 1932: 44).

Se trata pues de una noción ampliada de contexto —contexto lingüístico o cotexto, por una parte, y contexto de situación, extralingüístico, o contexto en general, por la otra— que también suscribirá Ullmann más adelante, bien es verdad que sin demasiada convicción. Ciertamente, Ullmann nunca llegará a elaborar una semántica de orden contextual, a causa sobre todo del horizonte tan avaro que adjudica a la disciplina, encerrada en el estudio del significado de las palabras, y eso que en su manual recoge no diré que con entusiasmo pero sí con aparente interés las aportaciones de Malinowski y de Firth:

“[…] nadie negaría la importancia decisiva del contexto en la determinación del significado de las palabras. En lo que concierne al papel del contexto verbal, esto ya fue reconocido como fundamental por algunos de los pioneros de la semántica moderna; Darmesteter, por ejemplo, habló de los diversos elementos de una oración que ‘concurren’, por su distribución y colocación, a modificar el significado de las palabras individuales. […]

“El alcance del término ‘contexto’ ha sido ampliado en varias direcciones. Incluso el contexto estrictamente verbal ya no está restringido a lo que precede y sigue inmediatamente, sino que puede abarcar todo el pasaje, y a veces el libro entero, en que se encuentra la palabra. Esta tendencia es particularmente notable en la crítica estilística, en donde con frecuencia se reconoce que la significación completa de un término importante sólo puede captarse a la luz de la obra en su conjunto. […]

Además del contexto verbal, el lingüista debe también prestar atención al llamado ‘contexto de situación’. Este útil concepto fue introducido en la lingüística por el antropólogo Bronislaw Malinowski […]. Significa, en primer lugar, la situación efectiva en que se encuentra una expresión, pero conduce a una visión todavía más amplia del contexto que abraza el fondo cultural entero frente al cual ha de colocarse un acto de hablar”.(Ullmann, 1962: 57-58).

Ullmann, a pesar de reconocer que “esta ampliación de los contextos, lingüísticos y no lingüísticos, ha abierto nuevos horizontes al estudio del significado” (1962: 59), apenas considera otra idea de contexto que no sea la de contexto verbal que, según él, “puede desempeñar un papel vital en la fijación del significado de palabras que son demasiado vagas o demasiado ambiguas para tener sentido por sí mismas” (1962: 60), es decir, en los llamados casos de polisemia; un papel que todavía será más determinante en el caso de los homónimos, claro está. En cambio, reduce los efectos del contexto de situación y del contexto cultural a la semántica histórica, en el sentido de que “el significado pleno y el tono de ciertas palabras sólo puede apresarse cuando las restituimos al contexto cultural del período” (1962: 58), sin (querer) darse cuenta de que si la situación y la cultura afectaban al significado en el pasado, también le afectan en el presente e igualmente le afectarán en el futuro. La actitud incrédula o quizá sólo indiferente de Ullmann ante la función decisiva del contexto en la significación se explica fácilmente si se tiene en cuenta que, según él, la semántica se limita a estudiar el significado de las palabras, y que además su libro “se ocupa primordialmente del significado en la lengua, no en el habla” (Ullmann, 1962: 77). Una percepción de la semántica que conduce naturalmente a creer que las palabras tienen sentido por sí mismas, sea cual sea el contexto de comunicación, que es poco más o menos lo que piensa Ullmann:

“[…] Una serie de pruebas destinadas a estudiar la influencia del contexto ha mostrado que hay usualmente en cada palabra un sólido núcleo de significación que es relativamente estable y que solo puede ser modificado por el contexto dentro de ciertos límites [porque] si las palabras no tuvieran significado fuera de los contextos sería imposible compilar un diccionario” (Ullmann, 1962: 57, 56).

Ullmann no se da cuenta de que los significados que recoge o sanciona un diccionario presuponen siempre un contexto de uso o situación, a menudo implícito, pero que a veces los diccionarios mismos manifiestan abiertamente, “al menos desde el siglo XVII, cuando después de la definición de un término, completan ésta ya mediante ejemplos de usos específicos (rasgos pertinentes contextuales), ya mediante localizaciones regionales (rasgos pertinentes situacionales)” (Mounin, 1968: 121). En este mismo sentido, Lyons advierte y yo suscribo que “el concepto de significado literal independiente del contexto con el que operan muchos semantistas formales está asociado tácitamente con sus propios supuestos ontológicos dependientes del contexto” (Lyons, 1995: 307). De hecho, cuando nos preguntan qué significado tiene tal palabra o tal expresión, siempre atribuimos de un modo más o menos consciente uno u otro contexto de uso o situación a tal palabra o expresión. Cualquier manual, cuando cita un texto cualquiera (palabra, modismo u oración) sin referir la situación de uso, o se entiende que el contexto es implícito por conocido, o bien lo cita fuera de todo contexto, que no deja de ser otro contexto, aunque en este caso parece inverosímil: ¿qué significado puede tener una palabra fuera de toda situación? Ninguno. Sin embargo, en todo este absurdo suscitado por la expresión el-significado-de-las-palabras tomada al pie de la letra, a la manera de Ullmann, como si la lengua fuera un asunto de revelación divina, hay un aspecto que merece destacarse: la idea del fuera de contexto, que en abstracto o es una licencia o es un puro disparate, pero que si es intencional afecta al significado como cualquier contexto, con la misma intensidad: por eso tan determinante del sentido es contextualizar como descontextualizar. La descontextualización, pues, que es un recurso que causa estragos en la información de actualidad, tantos o más que la contextualización, no es sino otra forma de contextualizar, pero más disimulada y por ello más eficaz. Descontextualizar no es más que reemplazar un contexto por otro imperceptible que llamaremos contexto cero o vacío o no-contexto. O sea, que cuando alguien examina el significado de un texto o de un hecho descontextualizados, aunque no tenga conciencia de ello, interpreta tal texto o hecho en función de un contexto que llamo cero o no-contexto, tan decisivo como el contexto amputado, y que además disimula su condición de contexto de interpretación. Pero tan determinante del significado es el contexto amputado como la amputación de tal contexto.

Lo mismo que en cualquier diccionario, la condición metalingüística de los ejemplos que recogen los manuales de lingüística puede resultar engañosa, porque no se trata de expresiones fuera de todo contexto, sino que siempre presuponen algún tipo de contexto por primario que sea. Otra cosa es que tal contexto, implícito, tácito, pase inadvertido. Así lo explican, por ejemplo, Brown y Yule, dos destacados autores del análisis del discurso:

“Si el gramático de la oración desea hacer afirmaciones sobre la ‘aceptabilidad’ de una oración al determinar si las secuencias producidas por su gramática son oraciones correctas de la lengua, está recurriendo implícitamente a consideraciones contextuales. Después de todo, ¿qué hacemos cuando nos preguntan si una determinada secuencia es ‘aceptable’? ¿No nos ponemos, inmediatamente y del modo más natural, a imaginar algunas circunstancias (es decir, un ‘contexto’) en donde la oración podría ser empleada de modo aceptable?” (Brown y Yule, 1983: 47).

En fin, que no hay texto sin contexto, que el lenguaje se produce siempre en un contexto y es sensible y se adapta al mismo contexto, y que por lo tanto la competencia comunicativa de una persona dependerá de su capacidad de adecuar el texto al contexto y de ajustarlo a sus intenciones, claro, y que del mismo modo la comprensión del lenguaje dependerá de la capacidad de interpretar los textos en función de los contextos y, claro está, de la (im)pertinencia de tales contextos de interpretación. La competencia comunicativa, pues, supone competencia lingüística pero también competencia contextual. Dicho de manera simple, el sentido de un enunciado cualquiera va más allá de las palabras, y por consiguiente comprender es algo más que conocer el significado de las palabras y las relaciones gramaticales que mantienen. Tal como apuntaba Coseriu hace medio siglo, “lo que efectivamente se dice es menos de lo que se expresa y se entiende” (Coseriu, 1969: 308), y esto quiere decir, de acuerdo con Levinson, que “por encima de todo, comprender un enunciado implica hacer inferencias que conecten lo que se dice con lo que se supone mutuamente o lo que se ha dicho antes” (Levinson, 1983: 18).

A fin de cuentas, el significado de un enunciado es siempre algo más que el significado literal de la expresión enunciada, y viceversa, además de expresar lo que decimos, damos a entender algo más, sin decirlo, sólo sugerido, y esto de más que comunicamos de modo implícito —inferencia en general— depende del contexto, o mejor dicho, del texto en relación con un contexto de interpretación que se supone pertinente. En todo caso, más allá de las palabras, la construcción del significado de lo que decimos y comunicamos sólo concluye, y aún de manera provisional a veces, cuando se vislumbra lo que se insinúa o se dice sin decir o se da a entender. Pero si durante años la lingüística ha dado la espalda al contexto, tampoco ahora hemos de cometer el error de desdeñar el texto, porque los dos determinan el sentido: el texto en un contexto de interpretación. Quiero decir que si damos a entender lo que damos a entender cuando decimos lo que decimos en determinado contexto es porque en ese contexto hemos dicho lo que hemos dicho y no otra cosa. Y aunque la lingüística en general ha descuidado el contexto durante décadas o bien lo ha reducido al entorno verbal, esto no quita que algunos lingüistas reconozcan de modo inequívoco el gobierno indiscutible de la implicación en la comunicación verbal, idea central de la pragmática. Lyons, por ejemplo, lo manifiesta claramente:

“Gran parte de la información transmitida desde el hablante hasta el oyente en una conversación ordinaria está implicada más que expresada. En algunos casos, naturalmente, no está claro si el hablante pretende que el oyente establezca o no una determinada inferencia.

“Pero el significado del enunciado va más allá de lo que se dice realmente: incluye también lo que se implica (o presupone). Y el contexto es especialmente relevante para esta parte del significado de los enunciados.” (Lyons, 1995: 298, 292).

Nadie negará que buena parte del significado transmitido en la comunicación verbal, por decirlo así, no deriva directamente del llamado significado literal de las palabras que constituyen la frase, sino que depende sobre todo de la información que proporciona el contexto que, entendido en un sentido largo pero igualmente apropiado, se refiere al contorno prosódico, al entorno paralingüístico o no verbal, a la situación de enunciación y en potencia a cualquier elemento relevante del contexto digamos extralingüístico que, al fin y al cabo, es siempre un concepto de orden cognitivo: o está en tu cabeza o para ti es como si no existiera. Nadie negará tampoco que, sobre todo cuando entramos en territorios que son o pueden resultar comprometidos o incluso conflictivos, hay una distancia notable entre lo que literalmente se dice y lo que realmente se quiere decir o dar a entender, es decir, “que hay una parte del significado que logramos comunicar que no es reductible al modelo de un código que empareja convencionalmente significantes y significados” (Escandell Vidal, 1996: 22), y por lo tanto el análisis semántico resultará insuficiente y por eso mismo insatisfactorio a la hora de explicar la comunicación verbal, justamente porque la semántica desatiende el universo formidable, ubicuo y resbaladizo de los implícitos y las intenciones que gobiernan la acción lingüística. En síntesis, podríamos suscribir las reflexiones de Ducrot sobre la doble naturaleza —explícita e implícita— del lenguaje y la comunicación:

“La comparaison, trop commode, du langage avec un code, amène à penser que la fonction fondamentale de la communication linguistique est la transmission d’informations. On est alors conduit à croire que tout ce qui est dit l’est au même titre, avec le même statut d’assertion.

“En fait les diverses indications qu’apporte un acte d’énonciation se situent souvent à des niveaux tout à fait différents. Il y a ce dont on entend explicitement informer l’auditeur, mais il y a aussi ce qu’on présente comme un acquis indiscutable dont on fait le cadre du dialogue. Et il y a enfin ce qu’on laisse à l’auditeur le soin de deviner, sans prendre la responsabilité d’avoir dit.

Une sémantique qui s’en tiendrait au niveau de l’explicite serait totalement artificielle: elle rendrait incompréhensible le discours, l’activité affective accomplie au moyen de la parole. Mais sourtout elle défigurerait la langue elle-même: c’est en effet un trait inhérent à la langue et un de ses traits les plus constants et les plus fondamentaux, de permetre aux interlocuteurs d’instituer entre eux un réseau de rapports implicites.” (Ducrot, 1972: contraportada).

La interpretación de un enunciado va más allá del significado gramatical o del contenido semántico aportado por la expresión lingüística correspondiente, si es que eso existe: de modo complementario y a menudo determinante, el destinatario habrá de reconstruir la intención comunicativa del interlocutor, o sea, interpretarla de acuerdo con el texto y el contexto que nos parezca significativo. En este sentido, repito que el contexto es una herramienta de naturaleza cognitiva: para cada cuál el contexto se reduce al conocimiento que somos capaces de activar para interpretar un determinado enunciado. El contexto o está en nuestra cabeza o no está en ningún sitio. Si no tenemos un determinado conocimiento, no lo podremos activar como contexto de interpretación; y si aún teniéndolo no lo activamos, pues es como si no lo tuviéramos. La pragmática en general (o la lingüística del texto, el análisis del discurso, la lingüística cognitiva y el análisis de la conversación en particular) trata de describir y explicar cómo funciona toda la alquimia de implícitos y de inferencias en la comunicación verbal que la semántica pasa por alto, y cuyo catalizador proteico es el contexto:

¿Cómo dar cuenta de las indirectas, propósitos implícitos, asunciones, actitudes sociales, etc., que son efectivamente comunicados mediante el uso del lenguaje, para no mencionar las figuras de dicción (por ej. la metáfora, la ironía, las preguntas retóricas, eufemismos) que han preocupado a los teóricos de la retórica y la literatura? […] La cuestión es que la existencia de una variedad tan grande de tales implicaciones, algunas de las cuales tienen una relación de lo más tenue con el contenido semántico de lo que se dice, pone de relieve la necesidad de una teoría o teorías que complementen la semántica, dando así una explicación relativamente completa de cómo empleamos el lenguaje para comunicarnos” (Levinson, 1983: 33-34).

 

[1] John L. Austin (1911-1960) expuso las ideas básicas de su teoría, primero, en sus cursos en Oxford (1952-54), y luego, en un ciclo de conferencies —les Williams James Lectures— en la Universidad de Harvard (1955), publicadas tras su muerte por la Universidad de Oxford: Austin (1962).

[2] John Rupert Firth (1890–1960), después de ocupar la cátedra de inglés de la Universidad de Punjab, en Lahore, en el noreste de la India (1920-1928), regresa a la metrópoli. Colabora con la School of Oriental and African Studies de la Universidad de Londres, en la que luego, en 1941, es nombrado director del Department of Phonetics and Linguistics. En 1944, la misma Universidad de Londres funda la primera cátedra de Lingüística General de la Gran Bretaña y nombra catedrático (profesor) a Firth.

[3] De hecho, la vocación contextual de la obra de Firth, continuada en cierta medida por la llamada Escuela de Praga (Jakobson, en primer lugar), pone las bases del denominado funcionalismo o lingüística funcional que, finalmente, desemboca en la gramática sistémica y funcional expuesta per M. A. K. Halliday, miembro destacado de la llamada Escuela de Londres, en diversos textos publicados en la década de los setenta. Véase, sobre todo, Halliday (1985).

[4] Véase, por ejemplo, Halliday (1973), (1978), (1985); Halliday & Hasan (1985). Para una aproximación elemental, Castellà (1992: 209-216) ).