00001 4

Una información tan objetiva como engañosa sobre los ‘papeles de Salamanca’

     Todo el mundo sabe lo fácil que resulta engañar mediante datos ciertos: la certeza de los datos, que nadie discute, son la coartada casi perfecta para engañar mediante lo que no decimos pero damos a entender con lo dicho. Lo hacemos en la vida diaria, a fin de engañar sin tener que mentir, y lo hacen también los medios de comunicación cuando los intereses —económicos, políticos, ideológicos—aprietan o empujan. En este capítulo examinamos un ejemplo paradigmático de esta estrategia a través de una información tan objetiva como engañosa sobre los llamados ‘papeles de Salamanca’ que publicó El País en portada.

Conscientes quizás de la condición interpretativa y valorativa, y por eso mismo subjetiva, de todo el proceso de la información, se ha armado una retórica de la objetividad que es sobre todo una estrategia para enmascarar el pecado original de la información; una táctica que desde la convicción de que la mejor manera de parecer objetivo es no parecer subjetivo, y eliminar por lo tanto cualquier rastro del periodista en el texto, ha aparejado el llamado estilo informativo —impersonal, descriptivo, preciso y objetivo en los datos, etcétera— que se predica y se practica como garantía suficiente de la veracidad informativa, aunque a menudo tan sólo es la coartada tramposa de la objetividad informativa, o sea, de la certeza de lo que se dice dejando aparte lo que se da a entender. Tal como explica Núñez Ladevéze, a veces ocurre que:

“una calculada apariencia objetivadora del estilo es usada como si se tratara de una propiedad del contenido informativo […], es decir, como si el uso de un determinado estilo implicara la imparcialidad de quien lo utiliza, o como si la imparcialidad informativa fuera, en definitiva, una cuestión de estilo. […] No digo que el periódico trate de convertir el estilo en una coartada de la veracidad de las noticias, pero si es posible que esto ocurra en alguna ocasión y que además sirva de presunción subjetiva a sus redactores de la objetividad de sus datos. Es frecuente que el reportero llegue a considerar que un estilo impersonal es condición necesaria y suficiente de una información veraz.

“Ni lo uno ni lo otro. Es indiscutible que una cosa es el ‘estilo’ y otra la ‘información’; pero todo parece indicar que el informador o las confunde involuntariamente o se sirve voluntariamente de la confusión.

“[…] la parcialidad o imparcialidad —o sea, lo que usualmente suele llamarse ‘objetividad’— no son propiedades de un hipotético ‘estilo objetivo’, pues no son condiciones del lenguaje, sino modos de comportarse de un sujeto” (Casasús y Nuñez Ladevéze, 1991: 104, 106).

La apariencia objetiva del estilo impersonal no es en ningún caso garantía de ninguna cualidad de la información, todo lo contrario a veces, porque puede ser un sólido indicio de fraude informativo, tal como da a entender supongo que muy a su pesar el mismísimo catedrático de la objetividad al decir: “El yo del periodista […] no debe existir jamás en el género periodístico denominado información […] El estilo periodístico es tanto más eficaz —más influyente en el lector— en la medida que se presente con mayor apariencia de cosa objetiva e indiscutible” (Martínez Albertos, 1983: 235). Idea que no se aleja mucho de las reflexiones de otro ilustre catedrático que también daba fe del crédito retórico del lenguaje informativo cuando escribía, no sé si con intención de consejo profesional o de simple constatación, que:

“El estilo puramente informativo con que se escriben las noticias facilita la confianza del público […] La información sin comentarios es aceptada por más personas, inspira una confianza más amplia que la opinión con hechos [y esto lleva] a buscar un estilo de comunicación de noticias relativamente neutro y aceptable por todos.” (Gomis, 1991: 45, 55).[1]

De hecho, la voluntad de ganarse la confianza del público, y sobre todo de ganar más público y más dinero, ya llevó a Émile de Girardin, director y propietario de La Presse de París, a proponer en 1836, en un contexto dominado aún por la llamada prensa de opinión o de propaganda política, la separación entre información y opinión, esto es, la división del periódico en dos secciones: una consagrada a la información, y la otra a la opinión. Claro está que a Girardin le movía más un interés comercial y empresarial que no una intención ideológica, es decir, lo que buscaba no era tanto la confianza del público —aunque también, pero como medio y no tanto como fin—, sino conseguir más lectores. En dos palabras: ventas y negocio. Con la iniciativa de separar la información de la opinión, el editor Girardin avanzaba la estrategia básicamente comercial de los grandes periódicos que se expandieron a finales del XIX y sobre todo durante el primer cuarto de siglo XX, cuando irrumpió la prensa de masas que, como bien explica Daniel Cornu, “se voit rapidement contrainte d’observer une neutralité ajustée à ses ambitions marchandes. Comment faire pour déplaire au moins grand nombre de lecteurs potentiels, à défaut de pouvoir plaire à tous? Tel est alors, formulé en termes de marché, l’enjeu de l’objectivité journalistique” (Cornu, 1994: 203).

Una estrategia periodística —la objetividad o neutralidad informativa— que si en origen tiene un objetivo principalmente comercial, pronto asumirá también una intención deontológica y, a escondidas, ideológica, que igualmente repercutirá en el mercado, claro está, porque se ofrece como garantía de neutralidad del mismo diario ante la competencia y la audiencia, lugar común que conducirá los medios a una especie de obsesión objetivista que aún hoy fundamenta los principios editoriales, los manuales y los códigos profesionales. En este sentido, se entiende que:

“les impératifs commerciaux contribuèrent à confirmer par la suite la reconaissance de l’objectivité comme régle déontologique du journalisme, à la faveur des mouvements de concentration qui s’amorcèrent aux États-Unis à partir du début du XX siècle. […] Cést a cette époque que des grandes quotidiens comme l’Atlanta Constitution ou le Chicago Daily News fondèrent leur notorité sur le respect de leur stricte neutralité dans la présentation des nouvelles”. (Cornu,1994: 204).

De este modo, la estrategia comercial de separar la información de la opinión y el desarrollo simultáneo de la información impulsado sobre todo por la expansión del telégrafo, aún siendo durante años un sistema precario, costoso y lento —o quizás gracias a esto—, desembocaron en la consolidación de la retórica de la objetividad periodística. Una retórica que apuntalaba una estrategia de la fiabilidad o credibilidad de la información mediante el llamado estilo informativo, cuya expresión emblemática es la técnica del lead que, según los expertos, nace por razones de eficacia informativa y de competencia empresarial durante la Guerra de Secesión en los Estados Unidos (1861-1865), y que enseguida consagrará la fórmula de las 5 o 6 W’s (Who, What, When, Where, Why, How) y la teoría de la pirámide invertida.

En total, todo esto —estrategia y ambición comerciales, técnica del lead, fórmula de las 5 W’s, pirámide invertida, etcétera— empujará a los periodistas a redactar con un estilo calculadamente impersonal, descriptivo, objetivista —cifras, datos, citas…—, que enseguida se convertirá en bandera, aval y contraseña de la objetividad profesional, de modo que “entrant dans les moeurs journalistiques par la petite porte des ambitions commerciales et des contraintes techniques, l’objectivité comme practique journalistique s’est ainsi peu à peu érigée en critère de morale professionelle” (Cornu, 1994: 204). Y si en la época de la prensa llamada ideológica o de opinión, que llega hasta la I Guerra Mundial, los propietarios y los directores de periódicos hacían propaganda sin restricción de sus ideas políticas, ahora, en esta período de gestación de la prensa de información, que se consolida en los años de entreguerras pero que arranca a finales del XIX, los empresarios y los profesionales enmascaran y desparraman su ideología y sus intereses mediante la interpretación y la opinión implícitas en la información, ocultas bajo la retórica de la objetividad. En fin, que los amos de la información, sus profetas y sus espadas se atrincheran en “la vérité des faits”, en primer lugar, como estrategia para adormecer las opiniones y, más adelante, como coartada para disimularlas.

Y desde esta “calculada apariencia objetivadora del estilo” que antes denunciaba Núñez Ladevéze se articula la estrategia de la credibilidad o fiabilidad de la información que permitirá despachar de forma implícita, esto sí, y con absoluta impunidad, claro está, todo lo que uno quiere decir pero sin decirlo abiertamente, con disimulo y con coartada. De todos modos, anterior a todo esto del decir y del dar a entender o decir sin decir, impunemente, está la decisión mayúscula de convertir en noticia o en silencio cualquier dato o cualquier asunto. Y además, como señalaba el académico Francisco Ayala (1906-2009), hemos de advertir que “tanto el tamaño y emplazamiento del bloque informativo como el del anuncio publicitario dentro de las páginas del periódico, tienen una significación silenciosamente elocuente. La tarifa pagada por el anunciante así lo delata” (Ayala, 1985: 54). Así pues, cualquier texto informativo presupone un ejercicio de interpretación y valoración, aunque sea por negligencia, que representa un caso de extrema irresponsabilidad. En este sentido, resulta fácil encontrar ejemplos de disimulación de la opinión bajo la objetividad estricta de los datos —opinión encubierta, pues—, pero ahora expondré un caso que recoge Núñez Ladevéze (1991: 199) y que me parece tan elemental como ejemplar, ilustrativo: son dos títulos que dan noticia de la detención de un mismo ertzainza, a quien la policía acusa de ser miembro de ETA:

Ertzainza detenido por pertenecer a ETA” (El País)

Otro ertzainza detenido por pertenecer a ETA” (ABC)

A simple vista, apenas hay diferencia entre los dos títulos, y el lector la percibirá no sin dificultades, esta diferencia sustancial, otro, sobre todo porque difícilmente hará una lectura comparada de los dos diarios: si los pones uno junto al otro, entonces el otro canta y se delata, claro, pero tal apreciación aún siendo cierta resulta coja, peca de parcial, efecto de un objetivismo congénito. De hecho, cuando propones el examen de la pareja de titulares, todas las alumnas interpretan enseguida el sentido que oculta este otro y que va más allá de una simple suma de detenidos; de inmediato advierten que el título de ABC desborda la actualidad —la detención de un ertzainza— y va mucho más allá del hecho que sea el segundo o el tercero o vete a saber qué número. La noticia de actualidad —la detención ayer de un ertzainza— parece sobre todo un pretexto para poder destacar: ¡Otro! Para ilustrarlo en términos aritméticos, diré que el hecho de colocar un ertzainza detenido ayer junto a otro detenido vete a saber cuándo (y vaya usted a saber si lo detuvieron pero el juez lo dejó en libertad, o si lo juzgaron pero le absolvieron, y si le condenaron, por qué delito, y a qué condena: ¿un año? ¿trece años?), más que una simple suma (1+1=2) es una yuxtaposición (1+1=11). Más claro: con una objetividad ejemplar, con todo el rigor y la certeza de que es capaz la gramática, el título de ABC informa no sólo del ertzainza detenido ayer, sino de los que han detenido antes y, sobre todo informa, sin decirlo, claro, dándolo a entender, de todos los ertzainzas que aún quedan por detener. O dicho de un modo quizá algo exagerado, aunque tampoco tanto: ¡Pero si son todos terroristas! ¡Claro que sí¡ Al más puro estilo Acebes.

Este otro del título de ABC, que es un ejemplo básico de lo que más adelante llamaré Ampliación de Contexto (AC), todo el mundo lo detecta y lo interpreta como indicio de manipulación de la información, en el sentido perverso habitual del término. Pero advertir que tal apreciación es defectuosa, insuficiente, engañosa, tendenciosa incluso, esto ya resulta más insólito, porque lo habitual es presumir o dar por hecho, seguramente sin advertirlo, que hay un título neutral, imparcial (o sea objetivo), sin otro, y por el contrario un título intencionado, tendencioso, con otro, con lo cual nos hundimos de nuevo en la ilusión o el engaño de la objetividad. Ya sé que resulta mucho más fácil observar que en el titular de ABC hay un +otro que no darse cuenta de que en el de El País hay un –otro, o sea que es más fácil ver que sobra que no que falta, por así decirlo, pero es una forma equivocada de ver las cosas, porque presupone que hay una información objetiva básica, natural como quien dice, y que las otras son sólo desviaciones más o menos legítimas, más o menos tendenciosas. Lejos del credo objetivista, reconocemos la naturaleza relativa de la información y entendemos por tanto que en el caso anterior la comparación ha de ser recíproca, es decir: lo que dice de más el título de ABC, otro, es exactamente lo que dice de menos El País. Para entendernos, los dos títulos modifican el sentido de la noticia con la misma intensidad pero en direcciones opuestas (±10, según la metáfora aritmética expuesta), o dicho con otros términos, la no-contextualización o contexto cero de la información también es una forma de contextualización, más sutil, más disimulada, más difícil de detectar, y por esto mismo tanto más eficaz.

Finalmente, más allá de pronunciarme sobre la categoría ética de los títulos citados, lo que quiero es subrayar dos cosas: en primer lugar, que los dos títulos son objetivamente ciertos, veraces si así quiere y puede decirse, y en este sentido irreprochables; y luego recordar que en este caso, y en cualquier otro, tan pronto como sepa que no es el primer ertzainza que detienen, el periodista tendrá que tomar una decisión, una decisión profesional, se entiende: si pone otro o si lo deja de poner, porque si no la toma, será peor, la tomará igualmente, de modo irresponsable, y sólo se engañará. Y si no sabe si es o no es el primer ertzainza detenido por ese delito, entonces ya no hará falta que decida nada, o mejor dicho, no estará en condiciones de decidir nada de nada, ni tan siquiera de plantearse decisión alguna, será un caso de incompetencia y la ética estará totalmente fuera de lugar, ni sabrá lo que hace ni lo que deja de hacer: un perfecto irresponsable, un tipo peligroso.

Vista la cola que puede traer el hecho de poner o de dejar de poner otro en un título, parece claro que la objetividad o la veracidad de la información, en el único sentido restringido que hemos razonado —datos objetivos, comprobables, ciertos—, es una condición inexcusable pero asimismo una garantía insuficiente de la bondad de la información. Y en el sentido de garantía ética —un sentido ilusorio, o falso, o fraudulento—, la objetividad y la veracidad de la información remiten sin solución a la voluntad y a la intención de la periodista, y a su ética, que dependerá directamente de su competencia profesional, de sus principios y de su responsabilidad personal. Esto mismo es lo que viene a decir Bastenier, durante años subdirector de El País, en el capítulo que dedica al género que él llama ‘seco o informativo puro’:

“Todo es técnica y, si así lo vemos, también trampa, porque haremos decir a la información lo que queramos que diga [O sea, que finalmente todo esto de la pretendida objetividad, neutralidad…, remite a una simple cuestión de confianza, de complicidad, o de fe, o de ceguera]; lo que ocurre es que no queremos que diga nada en nuestro beneficio, ni para satisfacer nuestro gusto particular; al revés, nuestro único objetivo, la única trampa técnica que debemos permitirnos, es la necesaria para contar aquello que creemos —otra vez el fair play, la neutralidad— que da la visión más amplia, más completa, más incisiva, más clara, etcétera de aquello que queremos transmitir [Claro que a veces —sin querer, ¿verdad?—, es simplemente la visión más interesada, El País incluido, señor Bastenier, no se engañe y, sobre todo, no nos engañe: recuerde, ¡fair play!]. O sea que la técnica es una trampa de la que nos servimos, sin embargo, para no hacer trampas en la versión que demos de lo que, quizá, ha ocurrido.” (Bastenier, 2001: 64).

Pero, para proseguir el mismo juego de palabras de Bastenier, también puede ocurrir que la técnica sea una trampa de la cual nos servimos justamente para hacer trampas, o peor, para caer en ella y sin enterarnos. En fin, que Bastenier lo remite todo a una cuestión de confianza, que fácilmente puede degenerar en credulidad o fe. En lo sustancial, de acuerdo: al fin y al cabo todos buscamos refugio en la confianza profesional. Exactamente esto es lo que confesaba un colega suyo, Juan José Millás, en una entrevista al prestigioso oncólogo Josep Baselga. En un momento hacia el final de todo un día de conversación, Millás coincide con el representante de un laboratorio que había quedado con el médico en su despacho y, al ver al periodista, el comerciante manifiesta sus recelos:

“El representante del laboratorio me miró con preocupación, carraspeó, se dirigió al oncólogo y dijo:

—Esto que vamos a hablar es muy delicado.

—No importa —respondió Baselga—. Millás, como si no existiera. Si contara todo lo que ha averiguado de mí, mañana me tendría que suicidar.

Y no era cierto, no había averiguado nada de él que le obligara a suicidarse, pero sí había tenido acceso a informaciones que mal utilizadas o fuera de su contexto podrían hacer daño. Nunca supe por qué Baselga había confiado en mí de ese modo, y tampoco se lo pregunté, pero lo cierto es que esa confianza me obligaba a ser sensato.”[2]

En fin, así como la objetividad entendida en un sentido estricto, restringida a los datos, no es garantía de imparcialidad ni de nada, tampoco la subjetividad comporta más o menos parcialidad. No sólo es subjetiva la opinión, también lo es la información, pero esto no significa que tenga que ser parcial, ni impide que no pueda ser en un cierto sentido imparcial, sencillamente son dos cosas distintas: una, la subjetividad, es inevitable; la otra, la (im)parcialidad, es intencionada, decisión del sujeto, pues. La cualidades informativas que pretenden significar la objetividad, la imparcialidad, la neutralidad, la honestidad, etcétera, todas son en propiedad un asunto de competencia y ética profesionales de la periodista, facultades exclusivas del sujeto.

Es en este sentido que afirmo que no se puede ser objetivamente imparcial ni objetivamente honesto[3], sino que siempre se es subjetivamente parcial o imparcial, veraz o falaz, subjetivamente honesto o deshonesto. Detrás de un texto siempre hay un sujeto, competente o necio, y una intención, leal o pérfida. O sea, que se puede ser tan parcial, tendencioso, sectario o tramposo con una redacción impersonal —el llamado estilo informativo, que se propone como garantía de imparcialidad y de veracidad, y que a veces es solo una forma de disimular intenciones y de enmascarar informaciones— como con un texto de opinión. Como prueba de todo esto, y en honor a los admirables propósitos formulados antes por Bastenier—“la técnica es una trampa de la que nos servimos, sin embargo, para no hacer trampas”—, examinaré un ejemplo sacado de su diario, reproducido en las páginas siguientes, que nos permitirá argumentar con rigor algunas trampas de la información objetiva, gracias a que en un mismo ejemplar disponemos del hecho de referencia del cual se informa —la noticia de actualidad— y de la información que ofrece El País.

00001En portada, encontramos un texto titulado “Cinco historiadores catalanes proponen Salamanca como sede del archivo de la guerra civil” (El País, edición Cataluña, 19-05-1995), que informa de un artículo de opinión, “Por un auténtico archivo de la guerra civil”, firmado por cinco historiadores, que el diario publicaba en páginas interiores ese mismo día (p. 46). La nota de primera plana era toda la información que se daba sobre el contenido y la publicación del manifiesto de los historiadores. Es preciso recordar que ese artículo de opinión y la nota informativa de portada se publicaron en medio de la polémica desatada tan pronto como se anunció el compromiso de restituir a la Generalitat de Cataluña los documentos confiscados por la dictadura franquista a la Generalitat republicana. De inmediato numerosos medios de comunicación, algunos sin vergüenza, otros sin escrúpulos, irrumpieron en el asunto hasta convertirlo en una batalla: por un lado, el gobierno de Cataluña que reclama la documentación expoliada; por el otro, el Ayuntamiento de Salamanca que con la ayuda del PP y en nombre de España se negaron en redondo a devolver nada, entre otras razones porque, aseguran, esto desmantelaría la sección del Archivo Histórico Nacional instalada en Salamanca. La corrosión mediática del asunto pronto redujo la disputa a términos antagónicos, maniqueos, hasta el punto de resucitar las trincheras: unos reclamaban los documentos robados y los otros les contestaban con un corte de mangas y proclamaban por boca de Gonzalo Torrente Ballester, gallego de El Ferrol como el Caudillo, que esos documentos eran botín de guerra, y el botín de guerra pertenece a los vencedores. El conflicto parecía insoluble o casi en esos momentos, y lo cierto es que esos papeles confiscados a la Generalitat no fueron devueltos hasta principios de 2006, y no todos, en medio de una vergonzosa cruzada organizada por el neofranquismo rampante del PP y la brunete mediática. Pues bien, en ese contexto mediático envenenado y maniqueo, cualquiera que intervenía en el conflicto era empujado a tomar partido abiertamente por una de las dos partes en disputa, y si por prudencia eludía el compromiso, daba igual, porque igualmente lo destinaban a una de las trincheras. Esta era, a grandes rasgos, la situación en la que El País publica la opinión de los cinco historiadores, de la cual informa en portada.

En tales circunstancias, el título mismo de la nota que El País publicaba en portada ya resultaba sorprendente, escandaloso incluso, porque daba a entender sin duda alguna que cinco historiadores catalanes —no cinco historiadores a secas, sino cinco historiadores catalanes[4]— se oponían a la reclamación de la Generalitat y, por el contrario, apoyaban la rabiosa obstinación de Salamanca de no entregar ningún documento. O sea, que incluso esos cinco historiadores catalanes les daban la razón. Porque eso es lo que dice, de hecho, la información de El País. Claro que no lo dice abiertamente, sobre todo porque sería mentir, pero lo da a entender sin duda alguna. Resulta fácil de comprobar: den una copia de esa información a cualquiera que sepa más o menos de qué va el asunto de ‘los papeles de Salamanca’ y, una vez que la haya leído, pregúntenle cual debía de ser, de acuerdo con lo que afirmaba El País, la postura de los historiadores ante el conflicto. La respuesta es siempre la misma a pesar de que les pueda parecer desconcertante, insensata: en contra de Cataluña o a favor de Salamanca, o las dos cosas al mismo tiempo, para expresarlo en términos de trinchera. Pero nadie duda que, por lo leído, esos historiadores están por lo menos a favor de que los papeles se queden en Salamanca.

Resultaba difícil de creer, sobre todo al comprobar que entre los firmantes del manifiesto había historiadores de reconocido perfil nacionalista o catalanista, pero la información de portada no engañaba. Bueno, sí que engaña, ¿verdad?, basta con leer el texto de los historiadores para darse cuenta del engaño, pero la información que publica El País en portada, repito, en portada, empuja al lector a interpretar que los cinco historiadores han perdido la razón o que, hartos de tanto papel y reclamación, han escogido no ya la rendición sino algo que se parece a una traición. No podía ser.

00001 2Bien, si revisamos la información sin firma de portada, vemos que el texto se limita a confirmar la noticia del titular —“Cinco historiadores catalanes proponen Salamanca como sede del archivo de la guerra civil” —mediante la cita literal que abre el primer párrafo, y enseguida se dedica a acreditar a los cinco historiadores —“prestigiosos”, “de distinta procedencia académica y política”— y a ratificar su idea de convertir Salamanca en sede del archivo de la Guerra Civil, propuesta que, según dice El País, los cinco historiadores catalanes consideran “una solución con voluntad de consenso para el conflicto”. Llegados a este punto, todo parece indicar que esos historiadores catalanes se oponen a la devolución de la documentación confiscada por el dictador Franco. Lo digo porque no se comprendería de ningún modo que, si los cinco historiadores se pronunciaban abiertamente a favor de la restitución, esto no se destacara en ningún párrafo de la información. El silencio se interpretaría seguro en determinado sentido, y eso lo sabía bien el redactor de la noticia, que tuvo cuidado en dar a la información una calculada apariencia objetiva, avalada por las citas literales y un estilo impersonal, que disimulaba la intención tramposa del autor.

¿Mentía El País? Mentir, no. Pero engañaba, ¡claro que sí! Basta con leer por encima el manifiesto de los cinco historiadores para comprobar que El País hizo trampa —¡trampa tramposa, quiero decir, señor Bastenier!—, porque al contrario de lo que quería dar a entender la información de portada, los historiadores se pronunciaban de forma tan razonada como rotunda a favor de la reclamación de la Generalitat: “Los fondos de la época de la guerra civil que formaban parte de la documentación de instituciones políticas existentes hoy y que disponen de archivos propios que pueden garantizar su custodia, conservación y libre consulta, ¿no sería más justo y coherente que fueran devueltos a sus propietarios? Proceden de una incautación política y es de justicia acabar con el expolio”.

De todos modos, una lectura minuciosa, afinada, de la información de portada permite poner al descubierto la trampa tramposa de El País incluso sin necesidad de leer el manifiesto. Veámoslo. Si los cinco historiadores catalanes han hecho público un manifiesto sobre el conflicto, seguro que se han pronunciado sobre el litigio, por activa o por pasiva. O se han pronunciado abiertamente a favor de la reclamación de la Generalitat (1); o se han pronunciado abiertamente en contra (2); o bien no se han pronunciado (3), es decir, que han evitado pronunciarse: silencio que sólo cabría interpretar como un pronunciamiento en contra (2). Hagan lo que hagan, pues, los cinco historiadores no podían evitar pronunciarse: si se pronuncian, se pronuncian, y si no se pronuncian, también, porque cualquier cosa que no sea manifestarse abiertamente a favor (1), significará pronunciarse en contra: o bien abiertamente (2) o bien implícitamente (3 ®2).

¿Y qué hará en cada supuesto El País? Dependerá sobre todo de dos factores: del partido que tome el diario ante el conflicto y de cuál es la actitud previsible de los historiadores. En esta polémica, suponemos que El País si no está en contra tampoco está muy a favor de la Generalitat, y damos por hecho que los historiadores están claramente a favor de la devolución de los documentos. En tal situación, si los historiadores se hubieran pronunciado abiertamente en contra de restituir los documentos incautados (2), El País habría titulado 2 (‘Cinco historiadores catalanes se oponen a devolver los documentos de Salamanca a la Generalitat’); si no se hubieran pronunciado sobre la demanda (3 ®2), El País habría titulado 3 (‘Cinco historiadores catalanes evitan pronunciarse a favor de la Generalitat’) o directamente (2), un poco en función del partido tomado o de sus intereses políticos o empresariales; si los historiadores se hubieran manifestado claramente a favor de restituir a la Generalitat los documentos confiscados (1), que de hecho es lo que hicieron, entonces El País sólo podía hacer dos cosas, o bien titular (l) (‘Cinco historiadores catalanes piden la devolución de los documentos incautados a la Generalitat’), o bien titular (0), o sea, disimular, callar y dar a entender lo que no podían decir, porque sería mentir Y eso es exactamente lo que hicieron, engañar pero sin mentir.

Por consiguiente, de acuerdo con el análisis expuesto, si El País calla y no dice nada de nada sobre si los historiadores se han manifestado a favor o en contra de la devolución, esto sólo se puede interpretar de una manera: que el periodista y el periódico quieren esconder que esos cinco historiadores se han pronunciado abiertamente a favor de la devolución de los documentos, y de paso dar a entender justo lo contrario. Porque es evidente que en cualquier otro supuesto (2 o 3), El País habría titulado 2, seguro, o porque ya le iría bien que así fuera o porque el gesto de los historiadores resultaría sorprendente, escandaloso incluso, o por las dos razones a la vez. Ahora bien, que un examen minucioso del texto ponga al descubierto la triste trampa tramposa de la información no evitará que la mayoría de lectores caigan en el engaño dispuesto por el anónimo redactor de la nota de portada que, cuando afirma lo que dice, da a entender que los cinco historiadores se han manifestado en contra de la restitución de los documentos incautados a la Generalitat. Pero todo esto, El País lo dice sin decirlo, claro, ahí está la gracia. La trampa, quiero decir.

 

 

[1] El autor ya había expuesto antes esta idea, y casi con las mismas palabras, en Gomis (1989: 104), y de hecho ya la había profesado mucho antes, en Gomis (1987: 27 y, sobre todo, 35).

[2] Millás, Juan José: ‘En la trinchera contra el cáncer. Un día con el oncólogo Josep Baselga’. El País Semanal, número 1.322, domingo 27 de enero de 2002, pp. 26-33.

[3] Neutral, en cambio, me parece que no se puede ser nunca, o es ilusión o es cinismo. La información sí que puede ser objetivamente tramposa, en el sentido de que con datos ciertos, objetivos, se puede perpetrar el engaño.

[4] Entiendo que la expresión ‘historiadores catalanes’ juega de forma sutil con las categorías gramaticales: aunque el orden invita a pensar que ‘historiadores’ es substantivo y ‘catalanes’ adjetivo —que se entendería así: lo veis, en su bando también hay gente que apoya a Salamanca—, me parece que la intención es que ‘catalanes’ haga de substantivo y ‘historiadores’ de ‘adjetivo’, lo que vendría a significar algo así como: incluso los catalanes, cuando se trata de catalanes sensatos, con criterio y formación, como por ejemplo estos catalanes que no son vulgares, sino historiadores prestigiosos, reconocen que tenemos razón.