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“Cuando un diplomático dice que , quiere decir quizá; cuando dice quizá, quiere decir que no; y cuando dice que no, no es un diplomático.Cuando una dama dice que no, quiere decir quizá; cuando dice quizá, quiere decir que ; y cuando dice que , no es una dama”.  

Voltaire.

Confinada durante años en estudiar el significado artificioso de las palabras, limitada luego a la descripción del significado gramatical (literal o proposicional, según el autor) de las oraciones, y condenada en definitiva al dualismo inmanente del signo o a la abstracción engañosa, la semántica ha puesto en evidencia su incapacidad para explicar cuestiones sintácticas tan elementales como la anáfora o fenómenos del lenguaje tan consagrados como la ironía. La lingüística en general se ha encomendado y ceñido al formalismo de la gramática, y persuadidos del carácter asistemático del universo contextual y de la naturaleza creativa y finalmente irreductible del significado, los lingüistas se han atrincherado en la osamenta de la lengua y han abandonado el estudio del lenguaje en manos de la antropología, la etnología, la sociología, la psicología y la filosofía. En tales circunstancias, los lingüistas han tenido que hacer evidentes juegos de manos para legitimar la semántica y acreditar una solvencia rudimentaria de las descripciones semánticas. Detrás de conceptos como significado literal, significado de la frase o significado de la oración propuestos por la semántica se adivina cierta trampa o bien una ilusión. Suponer como hace por ejemplo Katz (1977), uno de los fundadores de la semántica interpretativa, que hay un nivel natural de significado, independiente del contexto, y que por lo tanto el significado oracional puede ser descrito independientemente y al margen del significado contextual del enunciado, esto sólo se puede admitir como una explicación poco afortunada y aún menos rigurosa del proceso de significación. El significado llamado oracional es artificioso, porque aunque en teoría se sitúe fuera de contexto, siempre presupone uno u otro contexto implícito, más o menos disimulado o inadvertido, pero inevitable. En resumidas cuentas, el significado llamado oracional no es más que una licencia, porque de hecho esconde y supone el significado de un enunciado, lo que al fin y al cabo delata la dependencia contextual de la semántica. Esto mismo es lo que argumenta Ducrot:

“Lorsqu’un linguiste pose que tel énoncé de la langue qu’il étudie possède telle signification (décrite à l’aide d’un énoncé synonyme de cette même langue ou d’une autre), il a souvent l’impression d’enregistrer une donnée, de constater un fait. En réalité, les seules données que lui fournit l’expérience concernent non pas l’énoncé lui-même, mais les multiples ocurrences possibles de cet énoncé dans les diverses situations où on l’utilise : dans la mesure où je comprends une langue, je suis capable d’attribuer une signification, et par suite de trouver des synonymes, aux énoncés prononcés hic et nunc. Mais décider quelle est la signification de l’énoncé hors de ses ocurrences possisbles, c’est là dépasser le terrain de l’expérience et de la constatation, et faire une hypothèse —peut-être justifiable, mais qui en tout cas a besoin d’être justifiée. Croire qu’on peut éviter cette difficulté à l’aide d’une espèce d’expérience imaginaire qui consiste à essayer de se représenter l’effet éventuel de l’énoncé s’il était prononcé hors contexte, c’est se tromper soi-même; car ce qu’on appelle une ocurrence hors contexte, ce n’est qu’une ocurrence dans un contexte artificiellement simplifié”(Ducrot, 1984 a:13-14).

Junto a otros lingüistas, Katz considera que la dependencia contextual es el factor diferencial entre la pragmática y la semántica, y por consiguiente los aspectos del significado de una expresión verbal son pragmáticos si dependen del contexto, mientras que son de orden semántico si se mantienen invariables en cualquier contexto. Katz expone este criterio mediante el ejemplo de una persona que recibe una carta anónima que sólo contiene una frase sin ningún tipo de indicio del motivo, ni de las circunstancias, ni de ningún factor relevante con respecto a la comprensión contextual de la carta. Según Katz, en tal contexto se puede trazar una separación teórica entre interpretación semántica e interpretación pragmática de acuerdo con la cual “el componente semántico representa sólo aquellos aspectos del significado de la frase que un hablante/oyente ideal de la lengua conocería en la situación de la carta anónima” (Bertuccelli Papi, 1993: 175).

No sé si lo acabo de entender, pero me parece que en cualquier caso este componente semántico del significado depende igualmente en una u otra medida del contexto. Supongamos que la carta anónima sólo dice que “el pájaro vuela por el cielo”. En primer lugar, yo diría que Katz hace cierta trampa, sin mala intención, claro está, porque tal como presenta el caso, más que una carta sin ninguna clase de contexto, lo que nos propone es un destinatario sin ningún tipo de competencia contextual, un tipo irreal, vamos. Lo que quiero decir es que en la situación de una carta anónima de verdad, el destinatario, sin ser ningún paranoico, buscará como un loco un indicio significativo cualquiera —la forma de la letra, el tipo de papel, la clase de sobre, etcétera—, tratará de relacionar la frase y la carta con su vida, es decir, procurará encontrar un contexto de interpretación verosímil, fundamentado, que resuelva de un modo quizá precario, provisional pero creible, el enigma, y en el supuesto de no encontrar nada de nada, se quedará con el interrogante y la desazón, porque el sólo hecho de ser una carta anónima, esto ya es un factor contextual de primer orden, determinante de la intriga, la inquietud o las fantasías del destinatario.

Rizando el rizo, supongamos que ante la falta de indicios contextuales, nuestro infeliz sujeto se entretiene en interpretar este componente semántico del significado del que habla Katz, y se imagina una postal de un ave indeterminada que vuela por un cielo igualmente indeterminado. Pues bien, incluso este aspecto meramente semántico del significado es en una medida tan primaria como se quiera de orden contextual —ornitológico o zoológico a secas, simbólico o prosaico, de monte o de playa, de bosque o de secano—, es decir, que la más mínima asignación referencial de la frase anónima no puede evitar la dependencia contextual, i allí donde uno verá la silueta de una gaviota chillona y nefasta o el perfil miserable de una paloma urbana, otro imaginará la saeta magnífica de un vencejo o el equilibrio nervioso de un cernícalo. En fin, un despropósito, porque esto de discriminar el nivel semántico del significado sólo lo puede hacer un lingüista cuando hace de lingüista, en clave estrictamente metalingüística, aunque incluso en casos así las expresiones también arraigan en uno u otro contexto, que de tan familiar parece como natural y pasa inadvertido. Quiero decir que si el destinatario de la carta no es capaz de trascender este componente semántico del significado se quedará sin entender nada, no encontrará ningún sentido a la frase, palabras mudas, que no le dirán nada de nada, apenas cuatro garabatos. En sentido estricto, pues, este componente semántico del significado, y asimismo el llamado significado literal o proposicional o de la frase o de la oración, todos ellos equivalentes, o bien son conceptos impertinentes, porque siempre presuponen un contexto u otro de interpretación, o bien se acepta que la semántica incluye aspectos del significado que dependen del contexto. Otra cosa es que este contexto, o mejor dicho, estas suposiciones contextuales básicas son tan mecánicas y tan automáticas que nos pasan inadvertidas, por debajo de la consciencia.

Entiendo que por razones de legitimación y de afirmación teórica y también porque las raíces son diversas, la semántica y la pragmática se han visto empujadas a una especie de disputa por el territorio y preocupación por marcar fronteras, sin advertir que las fronteras y los territorios pueden ser legítimos pero son artificiales porque, finalmente, no son más que miradas sobre el mismo lenguaje, es decir, que la semántica y la pragmática están condenadas a entenderse y a complementarse. Y en cualquier caso, no me parece muy razonbale mantener, por ejemplo, que el objeto de la semántica es el significado oracional mientras que el objeto de la pragmática es el significado del enunciado, ni tampoco veo razonable decir que la semántica se ocupa del significado fuera de contexto o que no depende del contexto, y que la pragmática estudia el significado contextual, entre otras razones porque este criterio diferencial de dependencia contextual parece injusticable. En cambio, puesto que los humanos se comunican, se entienden y se comprenden mediante las palabras, pero también o sobre todo más allá de las palabras e incluso a pesar de las palabras mismas, y dado que todo esto sólo se puede aclarar mediante el concurso determinante del contexto entendido en un sentido general —paratexto, cotexto, contexto—, parece indicado sostener que la pragmática o pragmáticas han de estudiar las relaciones significativas entre lengua y contexto que son básicas para explicar la comprensión del lenguaje. Si damos por hecho, como dice Bertuccelli Papi (1993: 224) que “un enunciado comunica mucho más de cuanto dice”, entonces hemos de aceptar que comprender un enunciado cualquiera comporta hacer inferencias que interpreten qué querrá decir o qué querrá dar a entender alguien cuando dice lo que dice y más allá de lo que dice. En este sentido, y de acuerdo con Levinson, considero que la inferencia es el territorio específico, genuino de la pragmática: “dada una forma lingüística enunciada en un contexto, una teoría pragmática debe dar cuenta de la inferencia de presuposiciones, implicaturas, fuerza ilocucionaria y otras implicaciones pragmáticas” (Levinson, 1983: 18).

     La dependencia contextual del significado de cualquier enunciado se advierte en dos sentidos básicos: les referencias y las inferencias. Por ejemplo, nadie negará la función resolutoria del contexto a la hora de asignar un referentes a las expresiones llamadas deícticas (mostrativas), que indican o señalan algún elemento del discurso mismo o de la realidad extralingüística: es evidente que «ella», «allí», «ayer» o «antes que nada», por poner ejemplos recurrentes de deixis —de persona, espacial, temporal y textual—, sólo pueden establecer una referencia concreta en unas coordenadas de espacio y de tiempo determinadas por la situación y el sujeto de enunciación. El contexto es igualmente determinante a la hora de identificar el referente de las llamadas descripciones definidas que, más o menos, se pueden asimilar a los sintagmas nominales que nos permiten referirnos a los sujetos y objetos del mundo: parece indiscutible que si alguien usa, en un sentido referencial, la expresión «dame la cesta de la fruta», solamente el contexto y el conocimiento compartidos por los interlocutores podrá resolver la referencia y la petición de un modo ajustado y eficaz.

Cuando se habla de función referencial del lenguaje y, por consiguiente, de expresiones referenciales, no se debería entender como una capacidad propia de las expresiones o de las palabras. Del mismo modo que advertimos que las palabras no significan, sino que somos los humanos los que significamos mediante las palabras, sobre todo para no caer en una concepción inmanente del significado, tampoco las palabras refieren el mundo por su cuenta y riesgo, sino que somos los hablantes quienes usamos las expresiones lingüísticas para referir o referirnos al mundo, como observaba hace más de medio siglo Strawson, un destacado filósofo del lenguaje: “Mencionar o hacer referencia [referir] no son cosas que haga una expresión; son cosas que alguien puede hacer al usar una expresión. Mencionar o hacer referencia a algo es una característica de un uso de una expresión” (Strawson, 1950: 18-19). En fin, que una cosa es la función referencial del lenguaje y otra la capacidad de referir o de referirse, exclusiva de los sujetos.

Acreditada la función referencial del lenguaje y la capacidad humana de referir el mundo mediante la lengua, enseguida debemos poner de relieve la función inferencial del lenguaje y la capacidad de inferir de las personas, que en resumidas cuentas quiere decir que, más allá de las palabras o incluso a pesar de la palabras, hay las intenciones de nuestro interlocutor, siempre un tanto furtivas, disimuladas u ocultas, y por eso mismo inciertas en una u otra medida, porque las inferencias pueden ser fundamentadas, argumentadas, fiables, verosímiles, persuasivas, convincentes…, o todo lo contrario, improcedentes, precarias, arbitrarias, gratuitas…, pero no pueden ser verdaderas ni falsas, ni tan siquiera ciertas ni erróneas (en sentido estricto, lo que es cierto o erróneo no puede estar sujeto a interpretación, debería ser obvio), aunque esto no quita que no puedan ser legítimas. La naturaleza interpretativa de las inferencias es correlativa a la condición finalmente inaccesible de las intenciones.

Persuadidos como decía Wittgenstein de que “el significado de una palabra es su uso en el lenguaje (Die Bedeutung eines Wortes ist sein Gebrauch in der Sprache)” (Wittgenstein, 1953: 60, 61), y por tanto convencidos de que “a menudo queremos decir más de lo que efectivamente decimos” (Searle, 1969: 29) o, como dice Lyons, que “gran parte de la información transmitida en una conversación ordinaria está más implicada que expresada” (Lyons, 1995: 298), las teorías pragmáticas surgidas desde mediados de siglo XX han tratado de describir y explicar la dimensión implícita del lenguaje fruto de la vitalidad contextual de la comunicación verbal. Quizá los conceptos difieren y las explicaciones ponen el acento en uno u otro aspecto, pero los actos de habla de Austin o las implicaturas conversacionales de Grice, para citar las dos aportaciones más acreditadas de la filosofía del lenguaje, las dos teorías comparten por encima de todo el objetivo de dilucidar el vacío sustancial que hay entre el significado digamos explícito o inmediato de un enunciado (digo enunciado y no oración) y el sentido implícito finalmente interpretado y comunicado, esa poderosa mar de fondo del lenguaje que remueve y suscita toda clase de inferencias, implicaciones, presuposiciones, sobreentendidos, indirectas, ironías, malentendidos…, que descalifican cualquier explicación objetivista de la comunicación, aferrada de forma ingenua o tramposa a la literalidad de los hechos, a menudo simples datos, y de las palabras.

Dejemos a un lado la noción de presuposición, viciada por la imprecisión del uso coloquial y enfangada desde hace años en la discusión sobre si su naturaleza es semántica o pragmática. Sobre tal controversia, sólo apuntaremos de acuerdo con Serrano la distinción entre presuposición lógica o semántica, que “es una relación semántica entre dos frases y no depende ni de los hablantes ni del contexto”[1], y presuposición pragmática, definida no por una relación entre frases, sino por “una relación entre la enunciación de una frase y el contexto en el que ha sido producida esta enunciación” (Serrano, 1993: 209). A pesar de la precisión aparente de tales nociones, el mismo Serrano se pregunta de inmediato si es muy razonable usar el término presuposición “para designar a la vez una relación derivable de la estructura semántica, una vinculación con el contexto objetivo de enunciación y una entidad que remite a las intenciones y disposiciones particulares del hablante” (Serrano, 1993: 210). Para resolver esta ambigüedad, Ducrot propone distinguir dos categorías básicas de información implícita, presuposición y sobreentendido, dos conceptos que explica de este modo:

“Comment, maintenant, caractériser le sous-entendu d’une façon positive? Un premier trait remarquable est qu’il existe toujours, pour l’énoncé à sous-entendus, un «sens littéral». Dont ces sous-entendus sont exclus. Ceux-ci apparaissent comme surajoutés. Si j’ai annoncé que Jacques ne déteste pas le vin, et que je suis accusé de médisance, je peux toujors me retrancher derrière le sens littéral de mes paroles et laisser à mon interlocuteur la responsabilité de l’interprétation qu’il leur donne. […] Comme dit une expression familière, le sous-entendu permet d’avancer quelque chose «sans le dire, tout en le disant». Malgré certaines analogies, la situation est assez différente pour le présupposé. Celui-ci appartient de plein droit au sens littéral […].

“[…] Si le posé ets ce que j’affirme en tant que locuteur, si le sous-entendu est ce que je laisse conclure à mon auditeur, le préssuposé est ce que je présente comme commun aux deux personnages du dialogue, comme l’objet d’une complicité fondamentale qui lie entre eux les participants à l’acte de communication. Par référence au système des pronoms, on pourrait dire que le présupposé est présenté comme appartenant au «nous», alors que le posé est revendiqué par le «je» et que le sous-entendu est laissé au «tu»” (Ducrot, 1984: 19-20).

En teoría, según la explicación de Ducrot, la presuposición compromete de forma objetiva a los interlocutores, sobre todo al hablante, en el sentido de que la información presupuesta, aun siendo sólo implicada, la implicación es incontestable, no se puede rechazar sin contradecir el sentido común, o sea que la presuposición no deja margen para coartadas del tipo “yo no quería decir esto” o “mi intención no era ésta”. La presuposición, de acuerdo con la exposición de Ducrot, no se de a entender sino que se da por hecha, y por lo tanto no admite excusas, como máximo admite disculpas. Por el contrario, el sobreentendido garantiza una notable impunidad al hablante, que disimuladamente puede dar a entender lo que no quiere o no puede decir abiertamente, y del mismo modo da cierta licencia al interlocutor, que puede no darse por aludido o interpretar la alusión que más le convenga. Vistas así las cosas, sobra decir que el fenómeno de sentido más inquietante en el periodismo no es la presuposición sino el sobreentendido, justamente porque combina la eficacia de la palabra y la inocencia del silencio, de modo que se pueden decir ciertas cosas y al mismo tiempo hacer ver que no se han dicho, decirlas sin ser dichas, sacudiéndose la responsabilidad de haberlas dicho, o mejor todavía, descargando tal responsabilidad en (la mente retorcida) del interlocutor, y decir por ejemplo con una sonrisa cínica que se nos ha malinterpretado, que hemos dicho lo que hemos dicho y basta, que ha sacado las palabras de contexto, etcétera. Por todo esto, considero fundamental examinar las aportaciones de Austin y, en menor medida, Searle para entender la potencia implícita del lenguaje que gobierna la comunicación verbal en general y la información de actualidad en particular. Y a eso dedicaré el siguiente capítulo (Las Trampas.16).

 

 

[1] Entiendo que esta independencia del contexto es relativa, en el sentido de que no es de naturaleza inferencial ni intencional, solamente referencial.