En el capítulo dedicado a examinar la naturaleza contextual del lenguaje, expuse una primera aproximación al origen y la extensión del concepto de contexto que podemos condensar en cinco apuntes básicos: a) que la primera idea clara de contexto aplicada al lenguaje no proviene de la lingüística, sino de disciplinas que investigan el uso social o la función cultural de la lengua, sobre todo la antropología, y en este sentido destaqué las aportaciones capitales —contexto de situación, contexto cultural— de Malinowski, que se relacionó con Ogden y Richards[1] y ejerció una influencia directa sobre Firth, padre de la lingüística británica moderna, quien adoptó la noción de contexto de situación para elaborar una teoría contextual del significado; b) que fuera de unas pocas excepciones —Firth, Bloomfield, Jakobson, Coseriu—, la lingüística de buena parte del siglo XX ha marginado la semántica y, por esto mismo, aún ha descuidado más el concepto de contexto, que en cualquier caso estaba restringido al contexto lingüístico y verbal; en definitiva, no parece exagerado decir que “las corrientes dominantes en el pensamiento lingüístico del siglo XX se han caracterizado por excluir de forma explícita todos los factores contextuales en sus análisis” (Calsamiglia y Tusón, 1999: 105-106). c) Aunque de un modo elemental, provisional, distinguimos entre contexto extralingüístico o contexto a secas y el entorno textual, que otros llaman contexto lingüístico y que nosotros, para marcar la diferencia, llamamos cotexto; d) asimismo razonamos dos postulados básicos de la pragmática, a saber, que el lenguaje se produce siempre en un contexto, al cual se adapta, y que el lenguaje es sensible al contetxo. Y en relación con esto, finalmente, e) apuntamos la noción de competencia comunicativa formulada por Hymes (1971) que, además de la competencia lingüística o el conocimiento de una lengua, se refiere a la capacidad de las personas de usar y conjugar los diversos y complementarios sistemas de significación propios de la comunidad sociocultural a la que pertenece, lo que supone, claro está, reconocer la función relevante e incluso determinante del contexto en la comunicación. En este sentido Hymes considera que el papel del contexto en la interpretación es doble, porque “por un lado, [actúa] como un límite al conjunto de posibles interpretaciones y, por otro, como un apoyo para la interpretación pretendida” (Brown y Yule, 1983: 61). Por tanto, además del conocimiento de la gramática, la competencia comunicativa presupone la capacidad de adecuar los enunciados a los contextos, es decir, la capacidad de producir y de comprender incluso textos que son incompletos, irregulares y aún incorrectos, pero que contextualment resultan aceptables, interpretables a fin de cuentas.

Que durante el siglo XX la lingüística ha dado la espalda a la noción y la función del contexto, lo ilustran los mismos diccionarios de la academia que, hasta hace cuatro días como quien dice, reducían el contexto al entorno textual inmediato de una palabra o frase, y a veces ni tan siquiera esto. Y, por ejemplo, si bien es cierto que en la edición de 1992 del Diccionario de la Real Academia Española ya se recoge la doble dimensión, lingüística y extralingüística, del concepto, en cambio en la edición anterior, del 1984, no aparece ninguna de las dos acepciones:

contexto. (Del lat. contextus.) m. Entorno lingüístico del cual depende el sentido y el valor de una palabra, frase o fragmento considerados. || 2. Por ext., entorno físico o de situación (político, histórico, cultural o de cualquier otra índole) en el cual se considera un hecho.” (DRAE, edición XXI, 1992). [2]

contexto. (Del lat. contextus.) m. Orden de composición o tejido de ciertas obras. || 2. Por ext., enredo, maraña o unión de cosas que se enlazan y entretejen. || 3. fig. Serie del discurso, tejido de la narración, hilo de la historia.” (DRAE, edición XX, 1984).

 

En el caso de los diccionarios de la lengua catalana, la situación es parecida aunque con diferencias significativas. El diccionario Pompeu Fabra, en la edición de 1980, recoge como único sentido de contexto la noción de contexto lingüístico, redacción que seguía exactamente igual once años después; en cambio, ya en su primera edición (1995) el diccionario del Institut d’Estudis Catalans describe con un lenguaje de clara inspiración pragmática los dos sentidos cardinales, lingüístico y extralingüístico, que delimitan el océano contextual:

context m. La part d’un text que enclou, precedeix o segueix un mot o passatge. En «hi havia allà nou noies», el context ens indica clarament que «nou» és l’adjectiu numeral «nou» i no l’adjectiu qualificatiu «nou» o el substantiu femení «nou».” (DPF, XI edición, marzo de 1980, y XXVII edición, octubre de 1991).

context m. Conjunt d’unitats fòniques, sintàctiques, lèxiques, etc., que precedeixen i segueixen un element lingüístic en un enunciat. En hi havia allí nou noies, el context ens indica clarament que nou és l’adjectiu numeral nou i no l’adjectiu qualificatiu nou ni el substantiu femení nou. || Conjunt de factors de situació i d’ordre sociocultural i interpersonal d’acord amb els quals s’interpreten apropiadament els enunciats.” (DIEC, I edición, 1995).

 

A mi modo de ver, estas definiciones académicas de contexto acreditan que, a veces a conciencia, a veces por miopía, la lingüística se ha limitado durante buena parte del siglo XX a estudiar la lengua sólo como un sistema formal, desgajada del uso, alejada de la comunicación, y si algunos lingüistas han restituido a la lengua la condición contextual, social y expresiva que le es natural, ha sido gracias a la influencia de la sociolingüística, la psicolingüística, la filosofía del lenguaje y, sobre todo, gracias a la antropología cultural, como reconocía a mediados dels siglo pasado Roman Jakobson, figura capital de la Escuela de Praga: “[…] porque los antropólogos nos prueban, repitiéndolo sin cesar, que lengua y cultura se implican mutuamente, que la lengua debe concebirse como parte integrante de la vida de la sociedad y que la lingüística está en estrecha conexión con la antropología cultural” (Jakobson, 1953: 15). En tal sentido, ya hemos mencionado la relación directa entre las nociones de contexto de situación y contexto cultural elaboradas por Malinowski y la teoría contextual del significado expuesta por Firth en una docena larga de artículos publicados a lo largo de casi veinte años y recogidos luego en un mismo volumen, Papers in linguistics, 1934-1951 (1957). De acuerdo con los postulados de la antropología cultural, Firth considera que el significado de un enunciado cualquiera está determinado por dos principios básicos complementarios, a saber, la función social de la lengua y la condición contextual de los enunciados, de modo que un enunciado tendrá significado, o mejor dicho, será significativo, sólo si se adapta al contexto en el que se enuncia y funciona de modo significativo en tal contexto, lo cual implica que el signficado es una contribución directa a mantener los vínculos sociales y culturales de los interlocutores. Persuadido de la relación íntima entre lengua y cultura, Firth pretendía sobre todo “resaltar que los enunciados lingüísticos, como otras porciones de comportamiento socialmente significativo, no pueden interpretarse más que contextualizándolos en relación con una cultura determinada” (Lyons, 1977: 548). En abierta contraposición a la semántica contextual de Firth, están por ejemplo Katz y Fodor, que junto con Postal forman el trípode de la semántica interpretativa, quienes en un artículo publicado en 1963, The structure of a semantic theory, manifestaban que la semántica se ha de ocupar del significado de las oraciones al margen de cualquier situación de uso, o sea, descontextualizadas, como si eso fuera posible. Repito, no hay texto sin contexto.

Con la intención de que conste en acta, anoto que los primeros lingüistas que destacaron la función del contexto o situación en la determinación del significado fueron Charles Bally en Europa y Leonard Bloomfield en Estados Unidos. Discípulo y continuador de la obra de Saussure, Bally distingue entre situación, que se refiere a las circunstancias extraverbales conocidas por los interlocutores, y contexto, que él limita a “des mots qui ont été prononcés précédemment” (Bally, 1932: 44). Por su parte, al otro lado del océano, Bloomfield presentaba una curiosa teoría del significado que llevaba hasta sus últimas consecuencias los principios de la psicología conductista, según la cual la conducta se aprende y se explica mediante un proceso de estímulo, reacción, estímulo…, en el que las palabras funcionan como señales, o por decirlo en términos puramente conductistas, actúan como estímulos sustitutivos, de modo que según Bloomfield se puede definir “el sentido de una forma lingüística como la situación en la que el hablante la pronuncia y la reacción que suscita en el oyente” (Bloomfield, 1933: 147).

Bloomfield expone su teoría conductista del significado por medio de una anécdota que es todo un clásico: “Supongamos que Jack y Jill pasean por un camino. La chica tiene hambre. Ve una manzana en un árbol. Hace un sonido con la laringe, la lengua y los labios. Jack salta la valla, sube al árbol, coge la manzana y se la da a Jill. Jill se la come” (Bloomfield, 1933: 41). En tal situación, explica Bloomfield, el hambre de Jill y la visión de la manzana que preceden a sus palabras son el estímulo del hablante (E). En lugar de tomar la respuesta práctica (R) de subir al árbol ella misma, recurre a una respuesta sustitutiva, verbal (r), que funciona como un estímulo sustitutivo (e) para Jack, “como si el estímulo de hambre-manzana de Jill hubiera actuado sobre él” (Bloomfield, 1933: 44), que es quien reacciona de manera práctica (R), la reacción del oyente, y sube al árbol para coger la manzana; la secuencia de la pareja, Bloomfield la representa así:

E ———› r ………. e ———› R

En suma, Bloomfield explica que, como hablante, Jill puede responder de dos maneras ante un estímulo: una reacción práctica (E—›R) o una reacción sustitutiva lingüística (E——›r). Del mismo modo, la acción de Jack (R) puede obedecer a dos clases de impulsos, a un estímulo real (E——›R) o a un estímulo verbal substitutivo (e——›R). Todo esto invita al lingüista a entender el lenguaje como un instrumento insignificante en sí mismo, pero significativo por el sentido práctico que puede tener en una situación determinada:

“Como estudiosos del lenguaje, nos interesa precisamente el hecho verbal (e——r), sin valor en él mismo, pero medio de otras finalidades. Es preciso que distingamos entre el lenguaje, el objeto de nuestro estudio, y los sucesos reales o prácticos, los estímulos y las reacciones. Cuando se demuestra que una cosa, aparentemente sin importancia, está estrechamente relacionada con otras más importantes, decimos que a fin de cuentas es algo “significativo”: “significa” o “quiere decir” esas otras cosas mas importantes. Análogamente, decimos que un enunciado verbal, trivial e insignificante en el mismo, es importante porque tiene un sentido: el sentido son las cosas importantes con las que el acto de habla (B) se relaciona, o sea los hechos prácticos (A y C)”. [A es el estímulo del hablante, la sensación de hambre en el caso de Jill; C se refiere a la reacción del oyente, los hechos prácticos provocados por el acto de habla (B), que en este caso son que Jack suba al árbol, coja la manzana y se la de a Jill; el acto de habla (B), en este caso es lo que dice Jill, Tengo hambre.] (Bloomfield, 1933: 45-46).

 

Claro que podemos formular sólidas críticas a la teoría conductista del significado; de hecho Lyons argumenta dos objeciones que son casi casi definitivas (Lyons, 1977: 123-124). Por ejemplo, si como explica Bloomfield el enunciado de Jill (r) se convierte en el estímulo sustitutivo (e) capaz de hacer que Jack reaccione “como si el estímulo de hambre-y-manzana hubiera actuado sobre él”, entonces, ¿por qué Jack no se comió él mismo la manzana, en vez de darla a Jill? Asimismo, imaginémonos que ante el enunciado de Jill, en lugar de subir al árbol para coger la manzana, Jack le responde, “¡No Jill, que son verdes y te harían dañol!, o bien, ¡Eh, que si nos ve el payés se enfadará! Pues bien, si de acuerdo con Bloomfield el significado se ha de describir a partir tanto del estímulo que lo suscita como de la reacción que provoca, entonces, ¿tendremos que considerar que el enunciado de Jill tiene un significado distinto en cada caso?

A pesar de las manifiestas incongruencias, la idea de significado elaborada por Bloomfield además de original es precursora de la teoría de los actos de habla esbozada por Austin, antesala natural de buena parte de las corrientes pragmáticas de la segunda mitad de siglo XX, y viceversa, “tal vez sea justo decir también que la teoría de Austin sobre los actos de habla conserva todo lo que hay de válido y provechoso en la semántica conductista” (Lyons, 1977: 668). En fin, que Bloomfield quizás no tenía una réplica satisfactoria a las objeciones presentadas contra su teoría, que según cómo parece un disparate, pero sí que tuvo el mérito de asociar el sentido a la situación y, de acuerdo con esta percepción contextual primaria del significado, advertir que un mismo enunciado puede ser usado en más de un sentido y, por tanto, apuntar que la significación es un proceso de interpretación:

“Hay también otras modalidades de usar las formas lingüísticas cuando el estímulo típico está ausente. Un mendigo hambriento llama a la puerta y dice Tengo hambre, y la mujer de la casa le da de comer. Decimos que este incidente tipifica el sentido primario, o de diccionario, de la forma Tengo hambre. Un niño maleducado, a la hora de ir a dormir, dice Tengo hambre, y su madre, que ya se lo sabe de memoria, lo manda a la cama. Este es un ejemplo de habla desplazada […] A partir del momento que conocemos el sentido primario de una forma, estamos perfectamente capacitados para usarla en una modalidad de habla desplazada […] Los usos desplazados del lenguaje derivan, de maneras muy uniformes, del valor primario, y no exigen explicaciones especiales, pero complican nuestra incertidumbre en cuanto a las formas que un hablante determinado dirá (si es que dice algo) en una situación determinada.” (Bloomfield, 1933: 150).

 

Al contrario de la obra de Bloomfield, que se ha convertido en todo un clásico de la lingüística, las aportaciones que hizo el hispanista de origen rumano Eugenio Coseriu a mediados del siglo XX són básicamente desconocidas, hasta tal punto que la psicolingüista rumana Tatiana Slama-Cazacu, autora de otro clásico sobre lenguaje y contexto, no cita ni un sólo artículo de Coseriu en la exhaustiva bibliografía con 659 referencias que recoge en su libro (1959). No sé en qué medida puede explicar este silencio el hecho de que durante la década de los 50 Coseriu fue catedrático de lingüística en Montevideo. Sea lo que sea, me parecen estimables las aportaciones que hizo Coseriu, sobre todo con un ensayo publicado en 1956 donde, en contraposición a la lingüística de la lengua fundada por Saussure, fundamenta y demanda una lingüística del habla (parole) que, a fin de cuentas, propone trastocar el paradigma secular:

“En primer término parece necesario un cambio radical de punto de vista, no hay que explicar el hablar desde el punto de vista de la lengua, sino viceversa. Ello porque el lenguaje es concretamente hablar, actividad, y porque el hablar [el lenguaje] es más amplio que la lengua: mientras que la lengua se halla toda contenida en el hablar, el hablar [el lenguaje] no se halla todo contenido en la lengua. En nuestra opinión, hay que invertir el conocido postulado de F. De Saussure: en lugar de colocarse en el terreno de la lengua, ‘hay que colocarse desde el primer momento en el terreno del hablar y tomarlo como norma de todas las otras manifestaciones del lenguaje’ (inclusive de la «lengua»).” (Coseriu, 1962: 287-288).

 

Más acá de la clasificación minuciosa y de su descripción a veces confusa de los factores contextuales que trataré enseguida, quisiera exponer los dos argumentos de la propuesta de Coseriu que considero más innovadores, por su visión netamente pragmática de la lengua, y no por ello menos ignorados. En primer lugar, al explicar que uno de los objetivos básicos de su gramática del hablar es examinar los posibles instrumentos del lenguaje, Coseriu destaca que los recursos expresivos del habla tanto puede ser verbales como extraverbales: “En efecto, como ya se ha dicho, el hablar es más amplio que la lengua: utiliza sus propias circunstancias (mientras que la lengua es a-circunstancial) y también actividades complementarias no-verbales, como la mímica, los gestos, los ademanes, y aun el silencio, o sea, la suspensión intencional de la actividad verbal” (Coseriu, 1962: 290). En segundo lugar, después de señalar que la técnica general de la actividad verbal depende, por un lado, del proceso que él llama determinación, o sea, el conjunto de operaciones que aseguran el uso de la lengua, un proceso que comporta la actualización referencial y la determinación deíctica de los elementos lingüísticos, y por el otro lado, depende de los entornos, que más o menos equivalen a los factores contextuales en general, que con acierto define como instrumentos circunstanciales de la actividad lingüística, Coseriu presenta como fenómeno central de su percepción contextual del lenguaje la distinción definitiva entre lo que se dice y lo que se da a entender, es decir, entre significado explícito y significado implícito, que es la distinción fundamental de cualquier programa pragmático:

“Además, en todo momento, lo que efectivamente se dice es menos de lo que se expresa y se entiende. Mas ¿cómo es posible que lo hablado signifique y se entienda más allá de lo dicho y hasta más allá de la lengua? Tal posibilidad está dada por las actividades expresivas complementarias y, sobre todo, por las circunstancias del hablar, o sea, por los entornos.

“Los entornos intervienen necesariamente en todo hablar, pues no hay discurso que no ocurra en una circunstancia, que no tenga un «fondo». […] los entornos orientan todo discurso y le dan sentido, y hasta pueden determinar el nivel de verdad de los enunciados” (Coseriu, 1962: 308-309).[3]

 

Arrastrado quizá por la inercia estructuralista, Coseriu se entretiene en detallar una clasificación de los contextos tan prolija como confusa y sobre todo improductiva. En un primer nivel, ordena los entornos en cuatro categorías principales: situación, región, contexto y universo de discurso. La situación, restringida a las coordenadas espaciotemporales del discurso, puede ser inmediata, “creada por el hecho mismo de hablar”, o mediata, “creada por el contexto verbal”. La región, que de un modo impreciso relaciona con subsistemas de significación de orden sociolingüístico, antropológico y cultural, la estructura en tres provincias apenas perfiladas, zona, ámbito y ambiente. El contexto, que según Coseriu se ha de entender como “toda la realidad que rodea un signo, un acto verbal o un discurso, como presencia física, como saber de los interlocutores y como actividad” (1962: 313), que es casi como decir cualquier factor contextual, él lo reorganiza en tres subcontextos: idiomático, que es la lengua misma como contexto (una especie de hipercotexto, pues); verbal, que equivale a la idea de cotexto inmediato, y extraverbal, “constituido por todas las circunstancias no-lingüísticas que se perciben directamente o son conocidas por los hablantes” (1962: 315). Y puestos a dividir, rebana el subcontexto extraverbal en seis subsubcontextos: físico, empírico, natural, práctico, histórico y cultural. Es de agradecer que nos haya ahorrado el político, el religioso, el deportivo y el nacional. Y para coronar tal babel contextual, nada mejor que un huevo estrellado monumental, universo del discurso lo llama Coseriu, que no es más que el tema de referencia del discurso, como por ejemplo la mitología, la filosofía, el erotismo, la familia real, los buitres o cualquier miseria del mundo y de la vida en general. Dejando aparte la vaguedad de los límites, las interferencias y las redundancias de los contextos apuntados, el inconveniente que encuentro definitivo es que no le veo ninguna utilidad a etiquetar con tres decimales los elementos contextuales: me parece un disparate del mismo calibre que suspender a alguien con un cuatro coma novecientos veintitrés: 4,923.

Después de la puntual reflexión de Coseriu sobre la determinación contextual del significado, la lingüística teórica pasa por alto durante veinte años no solamente la cuestión del contexto, sino incluso la semántica, que en el mejor de los casos será reducida a una semántica de la oración y, en correspondencia, como hemos expuesto antes, la noción de contexto se limita al contexto verbal o cotexto. La insatisfacción de tales restricciones provocará en parte la irrupción de las disciplinas pragmáticas —teoría de los actos de habla, teoría de la enunciación, lingüística textual, análisis del discurso, análisis de la conversación, lingüística cognitiva…—, que en algunas ocasiones fue territorio de migración de lingüistas desengañados. Un caso aparte es el lingüista Lyons, que con los años ha encajado una visión contextual, pragmática de la semántica, hasta tal punto que en el prefacio de uno de sus últimos libros, Linguistic semantics (1995), advierte que su idea de significado es más amplia que la de la mayoría de los lingüistas, “en particular —explica— incluyo cosas que otros considerarían, no dentro de la semántica, sino en lo que se considera pragmática” (Lyons, 1995: 17).[4]

Desde el territorio de frontera de la psicología y la lingüística —psicología cognitiva, psicolingüística, lingüística cognitiva—, se han elaborado diversos modelos del aprendizaje y del procesamiento del lenguaje o de la representación del conocimiento que comparten una visión contextual básica del lenguaje y que, en consecuencia, han propuesto una idea en paralelo de contexto. Sin entrar en detalles, mencionemos la teoría de los marcos (frame) de Minsky (1975) o Charniak (1979), estructuras de datos estáticas o dinámicas, depende del autor, que representan una situación estereotipada; la teoría de los guiones (script) formulada por Schank & Abelson (1977) que, por analogía con la noción de marco, representan las expectativas de acción en una situación determinada; semejante a la idea de marco, Sanford & Garrod (1981) exponen la teoría del escenario, y próxima a la idea de guión, Anderson (1977), Tannen (1979) o van Dijk (1981) proponen el concepto de esquema (schemata), estructuras cognoscitivas que permiten organizar e interpretar los datos de la experiencia; y finalmente, Johnson-Laird (1981) plantea una teoría de la comprensión a través de modelos mentales, según la cual el lenguaje se interrelaciona con el mundo gracias a la capacidad innata de la mente humana de construir modelos de la realidad.[5]

Anterior a toda esta implosión cognitiva, hay que destacar las aportaciones básicas sobre lenguaje y contexto que la psicolingüista rumana Slama-Cazacu hizo en 1959 con un manual en el que la autora examina de forma exhaustiva, comparada y crítica las teorías que, desde el siglo XIX, han probado de resolver las relaciones entre lenguaje, pensamiento y realidad, elementos que se corresponden con los tres conceptos del triángulo de Ogden y Richards (1923): símbolo, pensamiento y referente. Asimismo, para cerrar su aproximación contextual al lenguaje, Slama-Cazacu dedica veinte páginas de su ensayo a explicar su idea de contexto y a perfilar una clasificación elemental del mismo. Tras acreditar que la mayoría de lingüistas y psicólogos sólo han considerado el contexto verbal, la psicóloga rumana argumenta la necesidad de extender la noción de contexto a la situación en general en la que tiene lugar la comunicación verbal, de la cual depende, en última instancia, la intención comunicativa y la construcción del sentido entre los interlocutores:

“El contexto —como conjunto en función del cual todo hecho de lenguaje debe ser interpretado— es una organización cuyas propiedades específicas están determinadas por la intención de comunicación, por el sentido comunicado, por la posibilidad de interpretación por parte del receptor” (Slama-Cazacu, 1959: 289).

 

Más allá de la función primaria de desambiguar los casos de homonimia y de polisemia, lugar común de la semántica tradicional, Slama-Cazacu destaca que el metabolismo del lenguaje es hasta tal punto de índole contextual que a menudo el contexto solo puede corregir las deficiencias, las mutilaciones y les elisiones textuales, de modo que en el caso de que alguien use una expresión desconocida o rara, o cuando intencionadamente alguien trastoca una expresión, entonces, asegura Slama-Cazacu, “el contexto mismo puede a menudo crearle un significado a una palabra, en el caso de que sea el único medio que hace posible la comprensión correcta” (Slama-Cazacu, 1959: 291). Además de desbordar la noción clásica de contexto, que lo constriñe a la procesión lingüística, y de argumentar la dependencia contextual del lenguaje o, viceversa, el poder determinante del contexto en la comunicación verbal, lo que supone acreditar la condición interpretativa del significado, Slama-Cazacu también pone de relieve que el contexto afecta tanto al proceso de comprensión textual como al proceso de producción, y así lo manifiesta en más de una ocasión: “El principio de la adaptación al contexto interviene como ley universal en el funcionamiento de la llengua, tanto en la emisión como en la recepción” (Slama-Cazacu, 1959: 292).

Por otro lado, la clasificación de los contextos que propone Slama-Cazacu es más bien elemental, de interés escaso, y quizá no tenga más mérito que el de apuntar la magnitud y la complejidad de la idea misma de contexto porque, en la práctica, como apunta Bertuccelli Papi, se puede considerar contexto “todo el mundo posible, extra e intralingüístico, que rodea al enunciado” (1993: 187). Y con cierto desorden que a veces alcanza el grado de confusión, propone distinguir entre contexto explícito y contexto implícito; enseguida, sin embargo, divide el contexto explícito en dos, el contexto lingüístico, que también llama discursivo o verbal (cotexto, de acuerdo con nuestro sistema), y el contexto auxiliar, que básicamente se refiere a los gestos y, en general, a la comunicación paralingüística o no verbal (paratexto, lo hemos llamado en algún punto). Asimismo, dentro del contexto explícito también incluye todos los elementos de la situación referidos por el texto o sólo indicados por los gestos, factores que algunos autores asociarían al contexto de enunciación. Sobre el contexto implícito, sólo indica que “contiene todo lo que el receptor conoce acerca de la persona que habla” (Slama-Cazacu, 1959: 294), y supongo yo que viceversa también. Sin aclarar si se trata de una simple suma o de algo más, más adelante habla de contexto total que, por definición, incluye todos los elementos antes mencionados y que, según explica en las conclusiones, “equivale en definitiva a todo el sistema de coordenadas del emisor” (Slama-Cazacu, 1959: 314). Y en fin, que la misma autora no parece muy satisfecha de su clasificación lo delata, a mi modo de ver, el camino errático y redundante de la veinte páginas que dedica al contexto y, sobre todo, el hecho de que cuando cierra el capítulo más que un resumen de lo que ha expuesto, un final de manual, lo que hace es una revisión de lo dicho:

“En la práctica sólo existe un contexto real: la situación total, que no comprende únicamente a los conjuntos lingüísticos, sino también todas las coordenadas generales de una situación. El contexto está constituido por todos los medios —lingüísticos o extralingüísticos— de expresión (palabras, gestos, etc.) y también por la situación entera, que rodea una palabra y determina su sentido” (Slama-Cazacu, 1959: 299).

 

La idea de contexto esbozada por Slama-Cazacu incluye hasta cierto punto los aspectos que desde entonces han conformado el territorio contextual: contexto lingüístico o verbal (cotexto), contexto no verbal o paralingüístico (paratexto) y contexto extralingüístico o propiamente contexto, que comprende el contexto de situación, el contexto sociocultural y el contexto cognitivo, bien entendido que tal distribución es sólo instrumental, un modo de explicar la envergadura teórica del concepto, porque a fin de cuentas, todos los contextos son de naturaleza cognitiva, construcciones mentales que los humanos elaboramos, procesamos y activamos cuando la situación así lo demanda. Autores de una clasificación parecida, Goodwin y Duranti, dos conocidos teóricos de la antropología lingüística, distinguen cuatro órdenes básicos en la configuración contextual: el marco socioespacial, el comportamiento no verbal, la lengua como contexto y el contexto extrasituacional (Calsamiglia y Tusón, 1999: 126-131). Los dos primeros factores se explican fácilmente; la contribución contextual de la lengua misma se refiere a los usos, formas, registros, géneros que, de forma implícita, aportan claves de interpretación del discurso. Finalmente, dentro de la ancha y profunda cajonera extrasituacional encontraríamos “básicamente el conocimiento previo de todo tipo que nos permite reconocer dónde estamos y qué puede pasar o qué está pasando” (Calsamiglia y Tusón, 1999: 127).

Para cerrar esta aproximación a la idea de contexto, quisiera exponer dos reflexiones generales, una sobre la relativa y dinámica continuidad entre texto y contexto, y la otra sobre la condición selectiva de la pertinencia y relevancia contextual. En primer lugar, pues, subrayemos que el contexto, igual que el texto, es algo dinámico que los interlocutores construyen, activan, verifican, corrigen e interpretan en el transcurso de la comunicación. Y en el proceso de activación o de construcción del contexto (la determinación de los factores contextuales relevantes en la interpretación textual), un cálculo que en muchas ocasiones opera a través de tentativas y de expectativas por un territorio más implícito que declarado, el mismo texto puede ser un factor contextual de primer orden porque, sobrepuesta al significado proposicional, el texto despliega una trama formal perceptible, de orden estilístico, por ejemplo, que funciona como una batería de indicios contextuales que sugieren los criterios globales de interpretación del texto. Aparte de las señales contextuales más o menos convencionales que representan los atributos formales del texto, debemos subrayar que texto y contexto más que separados, interactúan en permanente simbiosis, y así como el texto se convierte de inmediato en contexto de él mismo y, en teoría, de cualquier otro texto, del mismo modo cualquier elemento del contexto se puede verbalizar, o sea textualizar, y vuelta a empezar. No es una casualidad que, de acuerdo con la descripción de los contextos propuesta, todos los conceptos comuniquen con el texto: cotexto, paratexto, contexto. Hasta cierto punto, podríamos decir que el contexto también es texto, o parte del texto, o dicho al revés, que no hay texto sin contexto. Y en fin, que la información se procesa mediante la gestión conjunta de texto y contexto.

En segundo lugar, y de acuerdo con Levinson, entiendo que antes de intentar ninguna explicación de la noción de contexto, hay que dintinguir con claridad “entre las situaciones reales de enunciación en toda su multiplicidad de rasgos, y la selección de solamente aquellos rasgos que son culturalmente y lingüísticamente pertinentes a la producción e interpretación de enunciados” (Levinson, 1983: 19). En definitiva, debemos entender el contexto en un sentido restringido, selectivo, pertinente: en una palabra, significativo. O sea, que los interlocutores construyen y activan un contexto de interpretación en función de la situación de comunicación y de sus conocimientos. Si todo lo que no es texto al fin y al cabo es contexto, la interpretación textual podría parecer una tarea colosal, una selva asfixiante, un laberinto sin salida, pero la realidad de cada día nos demuestra que, a pesar de los malentendidos y dels intenciones ocultas, la gente se entiende más o menos y más o menos se hace entender. Claro está que el contexto tiene una función determinante, definitiva, en el proceso de construcción del sentido que supone la producción y la recepción textuales —la comunicación verbal—, pero en ese proceso de interpretación no todo el contexto es relevante, ni muchísimo menos, sino que los interlocutores sólo procesan y activan aquellos elementos del contexto que, en función del mismo texto y de acuerdo con las intenciones ocultas o manifiestas y las expectativas previstas, consideran pertinentes y finalmente significativas en la interpretación del texto. En resumen, más allá de todas esas prolijas y casi siempre obvias categorías, el concepto de contexto es mucho más sencillo. De hecho, en cada ocasión concreta de comunicación, para cada una de las personas que intervienen —hablante, oyente— no hay, o mejor dicho, no puede haber más contexto que el que uno posee, o sea, que los límites del contexto son los límites del conocimiento de cada uno de los participantes en el acto de comunicación: por eso hablo de contexto como algo de orden cognitivo, y no como algo externo al sujeto. Dicho en otras palabras, el contexto que uno activa en el proceso de interpretación del sentido no puede ir más allá de lo que uno sabe. Cuando hablamos de comunicación humana, la idea de contexto se reduce todavía más, al conocimiento que uno es capaz de activar y a la postre activa como clave para interpretar el sentido de lo alguien dice o hace o deja de decir o deja de hacer. En definitiva,.el contexto no es contexto ni es nada hasta que no es conocimiento y conocimiento activo en el proceso de construcción del sentido que supono el uso del lenguaje.

En consecuencia, en el proceso de (re)construcción del sentido que supone cualquier acto de comunicación, los interlocutores pueden coincidir más o menos en la valoración los elementos contextuales —cuáles son más o menos significativos— y pueden coincidir o discrepar abiertamente en la interpretación de los textos, de lo dicho o hehco. Todo ese proceso de interpretación contextual del sentido puede ser más o menos compartido entre hablante y oyente, y lo cierto es que la comunicación resulta a menudo operativa, eficiente, satisfactoria, pero no siempre: a veces también pueden disentir de forma significativa o discrepar abiertamente y sin remedio, porque al fin y al cabo detrás de cualquier texto hay siempre una intención que solom puede interpretarse y que en última instancia resulta inaccesible. Y los malentendidos también se dan en la prensa, incluso sin necesidad de prejuicios ideológicos. Por ejemplo, a finales del 2006, y bajo el título “Mar Raventós sugiere que se prepara para vender Codorníu”, El País informaba de que “la presidenta del grupo Codorníu sugirió ayer que su inmediata misión es “preparar a la familia para la venta” de la empresa” (El País, 08-11-06), una noticia que cuanto menos causó sorpresa en el sector del cava y que, por lo visto dejó perpleja a la misma presidenta de la conocida empresa familiar, tanto que al día siguiente, y en la misma sección de economía, el periódico anunciaba que, en contra de lo dicho, “La presidenta de Codorníu descarta cualquier venta del grupo”. En los dos escuetos párrafos de la noticia, se informaba de que Mar Raventós lamentaba “que hayan sido mal interpretadas las declaraciones que realizó el martes en Valencia” y para zanjar cualquier malentendido, declaraba: “En mi mente jamás ha estadola idea de vender, ni tampoco fusiones ni ninguna entrada de socios ajenos al capital de Codorníu” (El País, 09-11-06). Así las cosas, parece que se trata de un error de interpretación del periodista, pero también podría ser que la sugerencia o la insinuación tuvieran algún fundamento, no digo que sea el caso, sólo señalo que en último extremo la intención de quien habla resulta inaccesible, incluso a pesar de las palabras[6].

En fin, que como bien dicen Brown y Yule, cualquier aproximación a las pretensiones del hablante, hermanas gemelas de las intenciones, sólo puede tener una consistencia inferencial, interpretativa:

“[…] Como el analista tiene solamente un acceso limitado a lo que el hablante pretende expresar, o al grado de sinceridad de su comportamiento, en la producción de un fragmento de discurso, cualquier afirmación en relación con las implicaturas identificadas [intenciones acreditadas, más o menos] tendrá el carácter de una interpretación. […]

Puesto que el analista del discurso, como el oyente, no tiene acceso directo al significado pretendido por el hablante al emitir un enunciado, a menudo tiene que apoyarse en un proceso de inferencia para llegar a una interpretación de los enunciados y de las relaciones entre ellos.” (Brown & Yule, 1983: 56).

 

Es por esto mismo que la contextualización o la descontextualización de la información periodística es un recurso tan eficaz como silencioso en la construcción de la actualidad, porque el sentido comunicado no se manifiesta abiertamente, sino que sólo se sugiere, sólo se da a entender pero sin decirlo, y esto lo hace más eficaz y por el contrario menos comprometido, casi impunidad, incisivo pero mudo como el silencio. Si es cierto que no todo elemento del contexto es igual de relevante en la producción e interpretación de enunciados, si es igualmente evidente que el sentido interpretado depende en buena medida del contexto asociado o silenciado, entonces entenderemos que el hecho de determinar qué contexto es relevante y qué contexto es insignificante en la información otorga a los medios una poderosa licencia técnica para hacer trampas: que las haga o no, dependerá de su voluntad, de sus principios, de su ética. Al final, no nos queda sino fiarnos de la competencia profesional de la periodista y entonces, sólo entonces, confiar en su buena fe, en su juego limpio, leal. La información es, finalmente, una cuestión de confianza. Pero confianza no quiere decir credulidad, antesala de la complicidad o la complacencia ideológicas.

 

 

[1] Recordemos que en su clásico The meaning of meaning (1923), Ogden y Richards incorporaron un ensayo revelador de Malinowski, El problema del significado en las lenguas primitivas (p. 310-352), donde el antropólogo expone su idea de contexto de situación y su percepción pragmática del significado.

[2] En la edición XXII del DRAE (2001), la acepción 2 deja de ser una derivación de la acepción principal (desaparece la mención ‘Por ext.’) y asimismo se eliminan los paréntesis: “2. Entorno físico o de situación, ya sea político, histórico, cultural o de cualquier otra índole, en el cual se considera un hecho”.

[3] Además, en una nota a pie de página (47: 309), Coseriu apunta de forma lúcida la relación directamente proporcional entre contextos conocidos por los interlocutores y grado elíptico del discurso: “La verdad es que el hablar cuenta de antemano con los entornos. Un discurso que cuente con entornos complejos puede ser más «elíptico» verbalmente que otro que cuente con entornos pobres, lo cual no quiere decir que sea elíptico semánticamente. […] En otro sentido, la verdadera elipsis —la elipsis intencional (el dejar de decir algo)— es propiamente un instrumento contextual.”

[4] Recuérdese que Lyons (1995) es una reelaboración de su primer libro de semántica (Lyons, 1981), donde daba al contexto un protagonismo titular: Lenguaje, significado y contexto.

[5] Para una primera aproximación a todas estas teorías de la cognición humana, véase, por ejemplo, Brown & Yule (1983: 290-313).

[6] Cuando la crisis del Tireless, el submarino atómico averiado que la marina británica había trasladado a Gibraltar para ser reparado, hubo sus tiras y aflojas entre los gobiernos español y británico (más aflojas que tiras, dicho sea de paso), y ante las quejas por la presencia del submarino, el Gobierno de Aznar pidió formalmente al gobierno de Blair el traslado del Tireless al Reino Unido, o eso es lo que interpretaron algunos periódicos, por ejemplo El País, que tituló en primera página “Aznar pide ahora el traslado del ‘Tireless’ al Reino Unido”, y luego en la sección de España reiteraba que “Aznar pide ahora a Blair que se lleve de Gibraltar el submarino nuclear averiado” (El País, 07-12-00), lo que amén de causar sorpresa en el gobierno británico, desató las protestas airadas del gobierno español a través del entonces ministro portavoz, Pío Cabanillas, y del de Exteriores, Josep Piqué, en el sentido de negar que Aznar hubiera dicho lo que se decía que había dicho. El entonces defensor del lector de El País, Camilo Valdecantos, publicó una detallada y significativa relación del embrollo (Periodismo subacuático, 10-12-00), en la que finalmente, tras preguntarse si “¿es trasladable al periodista la responsabilidad de salvar la ambigüedad de un político? ¿Puede entrar a dilucidar si se trata de un ejercicio calculado de indefinición o torpeza?”, concluía que, visto lo visto, “No puede aducirse que lo que todos entendieron de una manera quisiera decir otra cosa distinta.” Así de claro.