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La información es una opinión encubierta, y por eso puede ser peligrosa, por tramposa

Si la interpretación y la opinión penetran como la humedad en la carne del periodismo, y en especial de la información, entonces quizá habría que revisar las ideas establecidas sobre la influencia de los medios y, sobre todo, los tópicos acerca del modo como ejercen tal influencia. En este asunto, Gomis se apuntaba de forma discreta a la tradición maniquea que contrapone la sacralización de los hechos a la satanización de la opinión, y en consecuencia atribuye a las columnas de opinión y sobre todo al editorial la capacidad de influir y de persuadir casi en exclusiva:

“Por supuesto, el editorial no es la única forma de comentario de los hechos. Los hechos pueden comentarse también en artículos escritos por colaboradores o redactores, en ‘columnas’ de comentaristas habituales, en chistes gráficos, etc. Pero el comentario editorial, publicado bajo la responsabilidad especial del director, tiene importancia i trascendencia peculiares porque representa el comentario del periódico. Lo que el periódico dice en el editorial representa lo que éste ‘piensa’. El editorial es una manifestación y un instrumento de la ‘divisa’ propia del periódico, que, como hemos visto, es la influencia. La influencia funciona por vía de persuasión. En el editorial, el periódico ejerce su influencia al tratar de persuadir a alguien de algo.

“[…] A través del editorial el periódico interviene en la vida social: un comentario editorial es un ‘hecho’ que el periódico provoca y con el que de alguna manera trata de modificar una situación (influyendo, por vía de persuasión, en las actitudes y acciones de algunos lectores)” (Gomis, 1987: 179-180).[1]

No comparto ni por asomo que los editoriales y los textos de opinión en general tengan mucha capacidad de persuadir, disuadir o convencer a nadie de casi nada, aunque sólo sea porque muy poca pero que muy poca gente se los lee, y por lo tanto la influencia que ejercen a lo sumo será moderada. En cambio, considero más acertada la réplica que el emérito Borrat dedicaba al postulado del emérito Gomis:

“Reconociendo desde luego la “trascendencia peculiar” del editorial, creo que, sin mengua de ella, todos estos comportamientos que Gomis atribuye al editorial pueden realizarse por medio de cualquier otro tipo de texto —sea de Opinión o de Información— y, sobre todo, por medio de las múltiples combinaciones de esos textos en el eje sincrónico de cada temario del periódico y en el eje diacrónico de la secuencia de temarios del periódico.

“[…] La estrategia del periódico —afirmo por mi parte— puede concentrarse tanto en su editorial como en el artículo de un colaborador, en la columna de uno de sus periodistas-estrellas, en cartas de lectores, en textos ajenos citados por la revista de la prensa, en los temas incluidos y jerarquizados en portada, en un Bloque de textos, en Información o en Opinión, en el sistema de titulares, en los usos que hace de las series paralingüística e icónica” (Borrat, 1988: 93, 94).

El aspecto más destacado del análisis de Borrat es que desacraliza los hechos, o mejor dicho, la información, y equipara la potencia persuasiva de la opinión y la información, con lo cual invalida de rebote toda aspiración de objetividad o pureza de la información. Pero a mi modo de ver Borrat aún se queda corto, sobre todo en dos aspectos. En primer lugar, me parece exagerado e innecesario reconocer tanta “transcendencia [persuasiva] peculiar” al editorial, entre otras razones porque es un género casi específico de la prensa escrita, que representa un sector relevante pero menor de la información, eclipsado por los medios audiovisuales. Para entendernos, que yo sepa la radio y la televisión no publican editoriales (¿Para qué tendrían que hacerlo, no, si ya tienen a su servicio la información?). Y en segundo lugar, porque aún estando convencido como Borrat de que “todos estos comportamientos que Gomis atribuye al editorial pueden realizarse por medio de cualquier otro tipo de texto, sea de Opinión o de Información”, soy de la opinión de rematar el argumento de modo significativamente distinto: la potencia persuasiva que tanto el uno como el otro atribuyen a los textos de opinión en general y al editorial en particular se puede desatar mediante cualquier tipo de texto, claro está, pero yo entiendo que se ejecuta sobre todo a través de la información y de un modo mucho más sutil y por lo tanto más eficaz que cualquier otro género. En pocas palabras: ningún otro género permite hacer tantas trampas como la información.

Es justamente con esta intención que se ha conjugado la estrategia de la credibilidad informativa, que se sustenta en el principio de separación entre información y opinión, la clasificación de los géneros y la retórica de la objetividad, la imparcialidad y la independencia informativas. Si se admite que cualquier texto presupone un ejercicio básico de interpretación y de valoración, entonces cualquier texto ‘puramente’ informativo arrastra siempre una interpretación y una opinión implícitas, tácitas, que no se manifiestan formalmente pero que se comunican, que se dicen sin decirlas abiertamente, o sea, que en alguna medida se expresan y de algún modo se dan a entender a través del texto.

Si esto es así, y si además resulta que la fuentes de información acostumbran a ser opacas más que transparentes, equívocas más que precisas, interesadas y no indiferentes, entonces se comprenderá que recelemos y desconfiemos mucho más de la interpretación y la opinión implícitas, o sea de la información, que no de la opinión explícita, formal, que se presenta como tal. Porque si elaboras y redactas la información no con una estricta actitud profesional —primero competente y luego honesta—, sino con una voluntad pérfida, desleal, con intenciones interesadas y además tramposas, —caso nada excepcional, sino más bien habitual, sobre todo cuando se informa de temas conflictivos, polémicos—, el resultado nos lleva, más allá de la elemental e inevitable valoración implícita, a la ciénaga de los intereses y juicios ocultos, al pantanal de la opinión encubierta, envenenada y a fin de cuentas traidora porque se nos presenta disfrazada de información, con la inocencia de los hechos documentados, de los datos objetivos, inofensiva como quien dice. En este sentido, me remito a la trágica imagen del juguete bomba.

Un ejemplo. Imagínense que un racista pretende editar un periódico para propagar su patología. ¿Qué tipo de publicación hará? Dependerá de si es idiota o inteligente. Si es un zopenco, más que un diario hará propaganda sin escrúpulos: proclamas encendidas, panfletos apocalípticos, invectivas, exabruptos y todo tipo de excrementos de opinión racistas que no engañarán a nadie, porqué se le verá de lejos la manía persecutoria y el cucurucho del clan. Una publicación así, incontinente, consagrada a segregar bilis y evacuar la rabia contra los otros, no convertirá a nadie en racista si no lo era ya antes: sólo confirmará los prejuicios que mantenían en secreto o en familia, gusanos agazapados entre los pliegues de un cerebro podrido. El racista tonto, pues, no esconderá en absoluto su intransigencia y su fanatismo, todo lo contrario, hará de ello su himno y su bandera.

En cambio, un periodista racista pero competente es un peligro si un día se decide a lanzar una publicación para propagar la intolerancia visceral que profesa a escondidas, porque lo hará de manera discreta, hipócrita por así decirlo, y bien al contrario del racista corto de luces, éste disimulará su fanatismo, y nunca publicará un diario de opinión, sino sobre todo de información. Mejor todavía, hará un diario en apariencia plural, abierto, tolerante, nada sospechoso de racismo, e incluso cederá módulos de publicidad gratis a ONGs dedicadas a la inmigración o quizá contrate un par de columnistas con acento exótico, sólo para dar un poco de color a las páginas de opinión. Pero junto a todo esto, un poco en la periferia, como quien no quiere la cosa, abrirá una sección de sucesos como dios manda y a todo color con el encargo de llenar cuatro páginas diarias con noticias de todo tipo de fechorías cometidas por inmigrantes: “Tres africanos violan a una chica en Vallecas”; “Cae una banda de peruanos que atracó treinta casas en Valencia”; “Cuatro árabes matan a un agricultor en Sant Boi de Llobregat”; “Una familia de gitanos distribuía droga en dos colegios de Salamanca”, y cosas y casos por el estilo. Eso sí, los textos tendrían un aspecto impecablemente ‘objetivo’: sólo datos comprobados, relatos de fuentes oficiales, citas de informes policiales, y nada de comentarios ni adjetivos, si acaso alguna foto para que quede claro que los cuatro africanos son negros pero negro chocolate o que los árabes tienen aspecto de bandidos que da miedo, y así día tras día, con un compás de gotera y una voluntad secreta de mazazo.

Al final, incluso la señora Montserrat, que es tan buena persona y gasta tanta piedad cristiana, no podrá contener la indignación alimentada por el martillo de la información: “¡Es que esta gente sólo viene a robar y matar, lo llevan en la sangre!” Moraleja, si puedes poner la realidad incondicionalmente de tu parte sin que apenas se note, ¿para qué te vas a complicar la vida en defender tu xenofobia? Deja que los hechos hagan el trabajo sucio, y mientras, tú ensaya una máscara de circunspección que esconda una secreta satisfacción de oreja a oreja.

En fin, que la información sí que puede llegar a ser un grave peligro en según qué manos; la opinión, en cambio, no inspira mucho miedo, y basta con examinar los periódicos para comprobar que incluso los más carcas no tienen inconveniente en ceder un rincón a articulistas de devoción adversa: con cuatro columnas y medio fajo de billetes levantan una tribuna a la pluralidad. La disensión de opiniones preocupa sólo hasta cierto punto a los editores, que ven en ello una forma barata y eficaz de prestigiar su sello y esconder sus intenciones, y sobre todo un subterfugio del poder tremendo, inquietante de la información. Más claro, así como editores y directores de periódicos toleran y aún promueven la diversidad de opiniones, sobre todo si se huelen la polémica, nunca jamás ceden el gobierno de la información —territorio sometido siempre a estricta vigilancia—, al ‘enemigo’. Quien busca poder, busca el control de la información y no ser el jefecillo de opinión, que es un cargo más para hacer el pavo real que para mandar.

Si la imagen de la información como un territorio minado de opiniones es apropiada, entonces resulta preocupante que los principios editoriales de los medios, los códigos deontológicos y los mismos profesionales liquiden el asunto con una declaración pública de objetividad o imparcialidad que o bien resulta ingenua o peca de cinismo. Si todos izan sin vergüenza ni pudor la misma bandera de la objetividad o de la neutralidad o de la imparcialidad, tiene que haber algo más que mimetismo o rutina en el gesto. Todo apunta que es una estrategia y no otra cosa, porque al lado de tanta unanimidad ética y tanta uniformidad deontológica, cada dos por tres unos y otros se lanzan acusaciones de parcialidad, de deshonestidad, de manipulación, de censura…, y no sólo entre medios hostiles, de trincheras políticas rivales, sino incluso entre medios afines. Y resulta curioso que este conflicto latente, recurrente, que delata la grandilocuencia y el cartón piedra de los principios deontológicos y editoriales, a menudo se salde con un silencio compacto, corporativo, inexplicable, sospechoso. Por ejemplo, en una encuesta que se hizo unos treinta años tras a la élite de la prensa francesa (Rieffel, 1984), nadie hizo la más mínima alusión al punto de vista desde el que se informa, ni la más leve referencia a los intereses políticos de los medios, ni una palabra sobre la subjetividad del periodista, nada de nada, como un tabú:

“Les justifications données par les journalistes au choix de leur métier s’articulent autour de quelques thèmes: le journalisme permet d’être un obervateur privilegié de l’histoire en train de se faire, il est un métier de contact et de renouvellement permanent, il relève largement d’une pratique (l’écriture) réferée à une condition à laquelle la plupart des élites aspirent: être reconnu comme écrivain. Mais, note Rieffel, “il paraît tout de même étonnant que les journalistes n’aient pas mentionné, lors de cette question, la notion d’engagement, les valeurs liées à la ‘politique’, au sens large”. Comment interpréter ce silence? […] Ce mutisme peut être compris comme un indice d’indifférence, qui serait le signe de la dénaturation achevée du systeme médiatique, de sa conversion désormais complète à la seule consommation. Il peut traduire aussi, jusque dans les secrets d’une enquête sociologique, la volonté de ces élites de s’en tenir à une neutralité de bon ton […] Il me semble plus vraisemblable, compte tenu de la présence indéniable du ‘politique’ dans l’information française et de l’inutilité d’une telle précaution de langage en cette ocurrence, de voir dans ce silence une secrète manifestation de dévotion à l’égard du fait, une intention non clairement avouée, et partagée entre professionnels, de donner au public l’assurance qu’il ne sera pas orienté, manipulé, abusé. En contradiction avec tous les discours tenus d’autre part sur les illusions de l’objectivité!” (Cornu, 1994: 384-385).

Y lo que son las cosas: tanto preocuparse por separar la información de la opinión, y ahora resulta que la cosa es al revés, y habrá que estar al tanto de que la información no sea más que una opinión camuflada, escondida, disimulada, que no da la cara, que se esconde bajo la máscara de los supuestos hechos. Después de tanto insistir en que debe haber “una estricta separación entre hechos y opiniones, entre géneros informativos, géneros interpretativos y géneros de opinión” (La Vanguardia, 1986: 13), después de predicar con aire de mandamiento que “deberá separarse escrupulosamente la información de la opinión” (ABC, 1994: 49), después de recordar una y otra vez que “el catón profesional del periodista dice que hay que separar tajantemente información y opinión”[2] y, en fin, después de acreditar la información a costa de desacreditar y satanizar a la opinión, ahora resulta, ironías de la ética, que más que desconfiar de la opinión que pueda filtrarse en una información —divisa secular de los amos, los capataces y los chupatintas de la información—, deberemos temer la información —por lo que tiene de opinión encubierta— que se cuela, por ejemplo, en la opinión editorial. Esta es la estrategia que usa, según cuenta Colombo, el pulitzer y vehemente republicano Robert Bartley, director de opinión del Wall Street Journal: Bartley ha patentado una curiosa fórmula de editorial en que bajo la cobertura de la opinión va dejando caer ‘hechos’ y datos que, discretamente, piedra a piedra podríamos decir[3], desnaturalizan la opinión con noticias:

“Robert Bartley, el agresivo y brillante director [de la sección de opinión de Wall Street Journal] ha dado vida a un nuevo tipo de editorial en el que se cuentan hechos. Esos hechos no son inventados, pero, ya que estamos en las páginas libres de la parte editorial del diario, tampoco están sometidos a la verificación de las fuentes y de las partes interesadas, y ni siquiera de las fechas y de las secuencias. Son jugados más bien a la manera como un fiscal o un abogado defensor juega con las pruebas: al servicio de una arenga, de una causa, o de algo que demostrar. Bartley, ferviente republicano, se ha aprovechado frecuentemente de estos editoriales basados en unos hechos (que a veces no encuentran eco en la parte periodística y comprobada del diario) para atacar con fuerza y a veces con éxito al presidente demócrata Clinton o su mujer Hillary […].

“[Bartley] Ha emprendido esta batalla con gran energía política, pero al margen de las reglas periodísticas americanas. No lo ha hecho a través de su violación, pero sí mediante una transformación (la opinión basada en el hecho y el hecho reconstruido de acuerdo con las necesidades de la arenga) que altera la naturaleza de la famosa separación. ¿Por qué? Porque si bien las opiniones no entran insidiosamente en las noticias de la primera parte del diario, son los hechos (libremente utilizados) los que entran ahora en la página de las opiniones” (Colombo, 1995: 54).

Resulta irónico y sorprendente que, después de tantas advertencias sobre los efectos narcóticos de la opinión, ahora y contra todo pronóstico se dispare la alarma ante la amenaza imprevista de la infección informativa. Relativamente sorprendente, porque a tenor de lo que contaba Walter Lippmann—columnista desde 1931 y durante más de treinta años del Herald-Tribune, y luego (1962) del Newsweek y The Washington Post— las cosas ya eran más o menos de este modo esquizofrénico hace medio siglo, por los menos en Estados Unidos:

“Cuando empecé a trabajar en un periódico, después de la primera guerra mundial, la teoría generalmente aceptada era la de que correspondía a las columnas de noticias informar acerca de los hechos sin ningún tinte de opinión, pues el privilegio de expresar opiniones acerca de lo que se informaba en las columnas de noticias correspondía a la página editorial.

“Todos respetábamos esta sencilla regla acerca de la división de valores entre los reporteros y los editorialistas [pero] en la práctica todos nosotros violábamos las reglas, lo que provocaba muchas controversias, algunas amistosas y otras no tan amistosas. En las columnas de las noticias solían aparecer opiniones contrarias a las de los editorialistas. Las páginas editoriales solían contener declaraciones de hechos no comprobados por el jefe de información […] Con el transcurso del tiempo casi todos nosotros hemos llegado a comprender que la antigua distinción entre hecho y opinión no se adapta a la realidad de las cosas […] por ser el mundo moderno tan complicado y difícil de entender, se ha vuelto necesario no sólo informar acerca de las noticias, sino explicarlas e interpretarlas”.[4]

Aquí, hay unos cuantos, demasiados, —en la universidad, también en los medios— que siguen a mediados de siglo XX en este asunto, y tan panchos. Será que ya les va bien Ignorancia no será, supongo.

 

 

[1] El fragmento entre paréntesis del segundo párrafo de la cita sólo aparece en la primera edición (1974: 537).

[2] Valdecantos, Camilo: ‘¿Plagio?’, El País, El defensor del lector, 14 de octubre de 2001, p. 26.

[3] El mismo Wall Street Journal avala esta estrategia de construcción fáctica de la verdad cuando, en uno de los puntos de su declaración de principios editoriales, proclama: “Creemos que los hechos son los hechos, creemos por tanto que es posible llegar a la verdad colocando un hecho sobre otro como en la construcción de las catedrales”.

[4] Publicado e el boletín de enero de 1956 de l’American Society of Newspapers Editors (ASNE). Citado por Fagoaga (1982: 19).